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Ciro Galindo y yo no nos conocemos. Él jamás ha visto mi cara y no sabe de dónde vengo. ¿Por qué tendría qué saberlo? No sabe mi nombre ni el de mi mamá o mi abuelo. No sabe nada de mí, pero yo sí sé de él. Sé de su sonrisa menguada por el suplicio de la guerra, sé de sus manos bruscas que aran la tierra y parten el agua de Caño Cristales cuando se sumerge en ella. Sé de su esposa, Anita, de su muerte prematura por el desasosiego del desplazamiento. Sé de Memín, su hijo mayor, que andaba descalzo en medio de la selva del Meta y se lanzaba a cualquier río, desde cualquier piedra. Memín. Memín. El primero de los Galindo que se lo llevó la guerra. Reclutado por las Farc a los 14 años y usado por el Ejército como informante cuando cumplió 16, hizo parte de los paramilitares justo antes de cumplir 18 y fue asesinado a los 19. Memín. El niño Tarzán, el niño del monte, que conocía el camino a Caño Cristales con los ojos cerrados, que guiaba a gringos e ingleses a ese sitio recién valorado por los locales.
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De él conozco su tristeza crecida, los siete años que tuvo que esperar para que le dieran su casa en Villavicencio. Conozco a su hijo Esneider, que vio a su hermano partir a la guerrilla y ser asesinado por paramilitares. A Galindo lo conocí gracias al documental de Miguel Salazar, Ciro y yo, una cinta producida durante siete años que cuenta la historia de un hombre que ha escapado de la guerra desde que es un niño, cuando a los nueve años huyó junto con su mamá de Coyaima (Tolima) por la persecución conservadora a los liberales. Cuando se convirtió en un hombre llegó al Guaviare y se enamoró de Anita. Se casaron, tuvieron tres hijos: Jhon, Elkin y Esneider. John, a quien Miguel Salazar vio morir ante sus ojos en Caño Cristales y quien, con su muerte, selló para siempre la amistad de Salazar y Galindo.
Sigue a El Espectador en WhatsApp“Yo conocí a Ciro en uno de mis viajes a Caño Cristales. La muerte de su hijo John me rompió de una forma que no podría decir, pero al mismo tiempo nos dio una amistad a la que jamás podría renunciar. Después de eso, Ciro y yo no nos dejamos de hablar nunca… Yo decidí hacer este documental porque creo que las víctimas en este país han tenido muy poca vocería. El terror destruye el lenguaje, y entre más traumáticos sean los sucesos, las personas son menos capaces de expresar lo que sienten. Hay que darles palabras a esas emociones. Cuando algo se nombra, existe, y si existe puede transformarse”, cuenta Salazar.
El documental está contado en la voz del director, un narrador omnisciente que cuenta a través de tres grupos armados la historia de Galindo: la guerrilla, el Ejército y los paramilitares. Además, el Estado aparece como una fuente de angustia que sólo genera abandono.
“Con lo primero que me encontré cuando comencé a hacer este documental fue un profundo dolor. Yo no sabía nada del dolor, al menos no de una forma tan profunda, tan cruda. Esta película es un viaje al pasado de Colombia: Ciro reúne la historia del país en todo lo que le ha pasado. Y él sigue ahí: luchando”, dice Miguel Salazar.
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¿Para qué sirve un documental de guerra en un país tan polarizado como este? La tragedia de la guerra puede entenderse mejor cuando es contada a través de personajes comunes. Los análisis sociológicos y las cifras —siempre necesarias— a veces no son la forma correcta de llegar al grueso de la población.
En el estreno del documental escuché a alguien llorar, luego ese sonido se extendió por toda la sala. Ciro Galindo y su hijo Esneider estaban en la primera fila, solos, en silencio. La imagen inmensa del campo y los paisajes abrumadores que escondió la guerra ilumina sus rostros. La historia de Ciro y su familia parece un resumen doloroso y preciso de la triste historia reciente de Colombia.
Durante las dos horas de proyección hay una idea que se repite: el deseo de ser normal.
—Yo no quería irme pa la guerrilla. Me preguntaba qué era lo que estaba pasando y con lo de mi hermano me sentí mal, tenía ganas de quitarme la vida —dice Esneider en una de las escenas de Ciro y yo.
—¿Por qué?
—No sé... Yo sólo quería ser normal. Un muchacho común y corriente.
Esa frase tiene el poder de aplastar a cualquier espectador. Un espectador que, seguramente, sí es normal, un muchacho común y corriente.
Lo más valioso del documental es la entereza de su protagonista. Alguien que, a pesar de haber sido apaleado por todos los grupos armados de este país (Estado, guerrilla, paras, Policía), nunca traicionó su corazón. Amó. Luchó. Nunca se rindió por el dinero que dejaba pertenecer a uno de los bandos, cualquiera que fuera; nunca persiguió un ideal, ninguno lo representaba. Siempre estuvo lejos, como un animal solitario, lamiéndose sus propias heridas. Intentando sobrevivir. Usted debería conocer a Ciro Galindo, entender qué significa la dignidad y entender la frase de Hemingway: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.
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