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Víctor Pulido, un guerrillero que vio nacer el conflicto armado en Colombia

En Villarrica (Tolima) fue miembro de las primeras guerrillas comunistas de Colombia y luego hizo parte del primer Estado Mayor de la Farc. Tras su captura, en 1968, le apostó a la lucha sin armas, pero la persecución no cesó.

Natalia Romero Peñuela
16 de julio de 2022 - 01:00 p. m.
Víctor Pulido, de 85 años, vive en la casa de su hijo en Bogotá.  / Óscar Pérez
Víctor Pulido, de 85 años, vive en la casa de su hijo en Bogotá. / Óscar Pérez
Foto: El Espectador - Óscar Pérez

“¡Este criminal no cree ni en Dios!”, escuchó decir Víctor Pulido casi como una sentencia al cierre de la intervención del fiscal en su juicio por porte ilegal de armas, concierto para delinquir y tráfico de municiones, tras ser capturado cuando recibía mil balas de fusil en una zona cercana a Aipe, Huila. Debía ser el año de 1968, porque en su memoria está claro que habían pasado al menos dos años desde la Segunda Conferencia de las Farc, en la que la guerrilla eligió su nombre y estructura militar. Él era el segundo al mando del grupo que recuperó Marquetalia, al sur del Tolima, y el encargado de los contactos con Bogotá para conseguir financiación y material bélico.

“¿Usted cree en Dios?, fue la última pregunta que me hizo ese fiscal antes del juicio, en un interrogatorio en el que yo estaba decidido a no entregar a nadie. Yo todo me imaginé menos que fuera a usar la respuesta como argumento en mi contra y le dije la verdad, que no es por capricho, sino porque soy un comunista convencido y porque muchas bestialidades se han cometido en nombre del señor: ‘No, no creo en Dios’”, recuerda antes de soltar una carcajada que se interrumpe por la tos de quien fumó una buena parte de su vida.

Pulido, ahora de 85 años y desde una silla mecedora en la que lee el semanario Voz, sigue siendo el mismo comunista convencido de que el cambio tiene que llegar, “sea como sea”. Es alto, trigueño y de figura delgada aunque fornida. Hace ya tiempo que su uniforme no es más que sudaderas holgadas, busos abrigados y botas de amarrar sobre un par de medias de felpa. Y aunque a veces no recuerda qué almorzó ayer o cuáles son sus planes de mañana, conserva la memoria intacta de cómo vio nacer el conflicto armado reciente en Colombia, desde la Guerra de Villarrica (Tolima), su pueblo natal.

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Don Víctor, quien no puede hablar de su vida sin explicar la historia nacional, vivió su primera tragedia cuando tenía doce años. “Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en Villarrica fuimos tremendamente golpeados por la política conservadora de represión contra los liberales”. A la finca que sus papás le cuidaban a un hacendado liberal llegó la policía chulavita (grupo paraestatal de la época) a hacer un allanamiento y matar a su padre.

“Mi familia reclamó que cómo íbamos a ser enemigos si nuestro hermano mayor prestaba el servicio militar y el otro hacía parte del Batallón Colombia, en Corea, y les mostramos fotos que nos mandaban por correspondencia”, relata. Les perdonaron la vida, pero los obligaron a desplazarse porque, si no eran ellos, otros chulavitas llegarían a matarlos. Duraron un año resguardados en Girardot, desde donde se enteraron de la creación de grupos de autodefensa liberal.

Con cuerpo y alma

Su vinculación al conflicto directo fue después del golpe militar con el que Gustavo Rojas Pinilla prometió “paz, justicia y libertad” y convenció a esas guerrillas liberales de entregar sus armas. Con esto se pasó de la guerra de guerrillas a la guerra contra el comunismo, que en 1954 fue declarado ilegal por el Gobierno en el contexto mundial de la Guerra Fría. En Villarrica terminó un grupo de comunistas que no entregaron las armas, pero las tenían guardadas, entre ellos el líder Isauro Yosa, conocido como Mayor Líster.

“En medio de ese corto período de paz, yo me integré a lo que ellos llamaron Frentes Democráticos, algo así como las Juntas de Acción Comunal, para resolver los problemas comunitarios. Como vieron tanto potencial organizativo, al mismo tiempo nos daban preparación militar porque sabían que en algún momento el Gobierno iba a atacar”, recuerda Víctor. Allí, militares y policías retirados durante la conservatización de la fuerza pública les daban clases en manejo de armas, estrategia y preparación física. “Entre ellos estaba mi hermano Jorge, el que había prestado servicio durante insurrección gaitanista. Él incluso llegó a ser comandante de un grupo en Cabrera (Cundinamarca)”, dice con orgullo.

Hasta que en noviembre del 54 el gobierno de Rojas Pinilla les dio la razón. “En un evento de la iglesia llegaron unos 300 soldados, mataron a dos dirigentes y cogieron al Mayor Líster. Eso justificó nuestra sublevación”, dice Víctor, quien tenía unos 16 años en esa época. Ese hecho, sumado a la declaración de ese y otros siete municipios del Tolima y Sumapaz como zona de operaciones militares, dio inicio a la Guerra de Villarrica. “Fuimos más de 500 hombres que nos entregamos en cuerpo y alma y resistimos cuatro meses, con sus días y sus noches, en los diez kilómetros que separan el pueblo de la vereda La Colonia. El Gobierno puso más de 9.000 hombres y trece aviones de combate para esos ocho pueblos y hasta utilizaron bombas prohibidas a nivel internacional”, asegura.

De vez en cuando, don Víctor hace pausas de unos minutos para recordar datos o detalles específicos. Está en la terraza de la casa de su hijo en Bogotá, un espacio amplio y en obra gris en el que guardan objetos antiguos y “chécheres”: sillas, mesas, un televisor, una escalera. Se mece en su silla, junta sus dedos y los pone debajo de su mentón. “Eran bombas de napalm”, señala. El napalm, una especie de aceite viscoso, quemó a su paso cultivos, casas y animales en el punto más álgido de la guerra.

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Su familia y la mayoría del pueblo tuvieron que desplazarse a Cunday, a una zona de concentración estatal. Mientras con morteros, ametrallamientos y bombardeos aéreos, las fuerzas del Estado terminaron dominando la situación y a los guerrilleros no les quedó más que buscar resguardo. “La poca población civil que quedaba y los guerreros salimos hacia una selva virgen llamada Galilea. Esa fue una de las retaguardias más críticas de la guerra, porque no había economía”, relata.

Don Víctor recuerda su frustración al ver que mientras los armados recibían comida e insumos por parte del Partido Comunista, los civiles, que habían sido su mayor apoyo esos cuatro meses, “llevaron del bulto” sin comida, medicinas ni abrigo, por lo que empezaron a perder la fe en su organización. “Allá morían viejos y niños y no había más qué hacer. Tápelos o échelos a un barranco porque no había tiempo para sepultarlo con todas las de la ley”, relata con la voz quebrada. “La situación era crítica y el movimiento armado ni el partido tuvieron la dignidad de darle la importancia que eso tenía para la población”, señala.

El comando, poco a poco, se desintegró entre quienes salieron hacia El Pato y el Guayabero, zonas de colonia agrícola controladas por antiguos guerrilleros liberales, y otros pocos que desertaron. Víctor anduvo por Natagaima, luego fue becado en la Escuela Nacional de Cuadros, en Viotá. “Allá recibí tres meses de clases de propia teoría marxista y de historia del Partido Comunista con Gilberto Vieira (quien dirigió 45 años el partido), Jacobo Arenas (posterior fundador de las Farc) y Víctor J. Merchán (líder comunista de la región)”.

Cuando terminó la formación decidió irse para el Guayabero. “Allá tenia mi gallada y llegué a hacer parte del núcleo organizativo, sabiendo que tarde o temprano debíamos volver a la lucha armada”.

Pocos meses después se dio el ataque a Marquetalia y lo demás es historia: unos 300 campesinos provenientes de esa colonia agrícola y de Río Chiquito, El Pato y Guayabero, las llamadas “Repúblicas Independientes” por Álvaro Gómez Hurtado, se encontraron en la Segunda Conferencia de las Farc. “En esa reunión definimos que para erradicar las necesidades del pueblo el objetivo era la toma del poder y para hacerlo había que convocar la insurgencia de todo el país. Yo hice parte del Estado Mayor, como segundo al mando del comandante Joselo Lozada, en el grupo que retomó Marquetalia”, recuerda con claridad.

Dos años después fue capturado. Lo condenaron a veinte años de prisión, que en segunda instancia se redujeron a ocho años, gracias a un abogado del Partido Comunista Colombiano. Al final pagó poco más de cuatro años por buen comportamiento y su trabajo en la cárcel como carpintero.

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Estando en la cárcel conoció a María Elvinia Romero, su esposa. Y al salir tuvo que tomar una decisión. “Hablé de nuevo con Jacobo Arenas y Tirofijo que me invitaron a volver, pero no me comprometí más con la actividad ilegal, porque debía atender las dificultades económicas de la guerrilla”, recuerda. Aunque también reconoce que había empezado a sentir diferencias con el accionar del grupo armado.

Luego volvió a Villarrica y allá pasó treinta años trabajando en dos fincas de su familia mientras ejercía liderazgo comunitario desde la JAC y, después, desde la Unión Patriótica. Es imposible olvidar que ese grupo político fue casi exterminado, con 5.733 miembros asesinados o desaparecidos, según la Comisión de la Verdad. “La persecución era tal que varias veces tuve que salir a Chaparral porque me enteraba de atentados que iban a hacerme. Sacamos primero a los niños para Bogotá y mi esposa iba y venía, hasta que decidió quedarse”, cuenta.

Don Víctor ahora se ríe cuando dice que se le escapó a la muerte más de una vez. En una ocasión, lo mandaron llamar porque un comandante de Policía quería hablar con él. “Llegué al punto acordado y me dijeron ‘Espere aquí’. Yo esperé unos minutos pero sentí que eso estaba raro y me fui caminando”, dice. Segundos después escuchó los tiros.

En otra ocasión, hubo una revisión cotidiana de papeles por parte del Ejército a los pasajeros del bus que los domingos llevaba a la gente de La Colonia a Villarrica. “Devolvieron los de todos menos los míos y me pidieron que me bajara. ‘Usted se queda’, dijeron y le pidieron al bus que arrancara. Pero la gente que me conocía por mi liderazgo en la junta se alborotó y dijo que el bus no arrancaba sin mí”, recuerda. Y lo dejaron ir.

En 2005, recibió la noticia de que los estaban buscando a él, a un concejal y a un funcionario de la Alcaldía de Villarrica para matarlos. Al inicio no creyó. “Yo estaba seguro de que el funcionario era de inteligencia militar y dije ‘¿por qué lo habrían de matar a él?’. Pero ocho días después llamaron a avisar que lo habían matado. Y ahí sí creí”. Así que él y el concejal huyeron a Bogotá antes de tener el mismo final.

Su vida, sin duda, podría ser una de las tantas radiografías de lo que ha sido la guerra en Colombia. En la capital del país, su esposa se dedicó al servicio doméstico y él a la carpintería casera, ante la dificultad de encontrar un empleo formal. En Villarrica no quedó ni el rancho. Pocas semanas después del desplazamiento les llegó la noticia de que le habían prendido fuego, tal como la dejaron, “con las cositas adentro”. “Dicen que fue una patrulla militar, pero nunca tuvimos cómo comprobarlo ante la ley”, señala don Víctor.

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Víctor Pulido nunca se arrepintió de dejar las armas y está convencido de que al menos, por ahora, ese no es el camino; pero insiste, afín a su formación, en que para que haya una verdadera transformación social en Colombia, debe haber un cambio de modelo económico.

Recientemente, contribuyó con su testimonio a reconstruir la historia de la Guerra de Villarrica en una investigación realizada por Stephen Ferry y la Comisión de la Verdad.

“Lo que debe cambiar es el modelo económico”

Para don Víctor, el Acuerdo de Paz entre el gobierno Santos y las Farc era la única salida que le quedaba, tanto a la guerrilla como al Estado. Pero teme que se está repitiendo la historia: “Ninguno de los seis puntos se ha cumplido a cabalidad. Se debilitó el enemigo para después reprimirlo. Lo que se ha generalizado de nuevo es el sicariato contra líderes y excombatientes”.

Aunque está convencido de que con la elección de Gustavo Petro como presidente se abren nuevas alternativas, dice que no la va a tener fácil: “Se va a meter en la berraca si mueve los grandes capitales. Le toca manejar todo como pisando huevos, porque los mismos partidos tradicionales que nos reprimieron siguen teniendo poder”.

Además, cree que no es suficiente con un cambio de gobierno. “No basta luchar contra el uribismo. El uribismo muere, pero el sistema económico queda intacto. El modelo económico es el que debe cambiar. Debe haber capacitación y organización social para que se dé un verdadero cambio”, sentencia.

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