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Armero 40 años: “Amar al volcán que me quitó una pierna”, cuenta un psicoterapeuta

Fragmento del libro “Amar el volcán. Testimonio y reflexiones sobre el trauma, la sanación y la resiliencia”, obra de Ariel Alarcón Prada, sello editorial Aguilar.

Ariel Alarcón Prada * / Especial para El Espectador

18 de noviembre de 2025 - 10:00 a. m.
Ariel Alarcón Prada era médico rural en el hospital mental de Armero, Tolima, cuando la noche del 13 de noviembre de 1985 una devastadora avalancha sepultó el pueblo. Estuvo dos días atrapado en el lodo y perdió una pierna debido a las heridas. Aquí con la portada de su libro.
Foto: Cortesía de Penguin
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Nadie sabía que yo me había escapado de la muerte y que estaba sepultado hasta los hombros, respirando con dificultad, inmovilizado por el lodo y las ruinas del hospital. Para el país entero, pero en especial para quienes tenían familiares o amigos en Armero, la cotidianidad y la estructura de las rutinas habían estallado en mil pedazos y todos trastabillaban caóticamente en medio del desconcierto, la confusión y el desasosiego. Para las familias era creciente el temor de que nosotros, sus cercanos, hubiéramos muerto, posibilidad que todos pensaban, pero que ninguno se atrevía a pronunciar. Los cinco días que estuve perdido, sin que nadie supiera si había ingresado a la fila de los desaparecidos o a la magra y confusa lista de los sobrevivientes, fueron los más difíciles de todas nuestras vidas, tanto de las de mis familiares y amigos, como de la mía. Cada uno sufría en silencio, haciendo un esfuerzo por sintonizarse con el sufrimiento que el otro podría haber estado sintiendo, sin poderlo comunicar con nadie, ni siquiera con ellos mismos.

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El primero de la casa en enterarse fue mi papá, adicto a oír noticias en la radio y a leer los periódicos de principio a fin. Esa mañana, mientras se afeitaba, supo lo que había pasado y entonces se lo contó a mi mamá, quien palideció y, temblando, se dio la bendición y apresuró el paso para no perderse la misa de siete. Antes de salir, tomó un rosario que no soltó ni un instante hasta que yo aparecí, cinco días después y tras miles y continuos avemarías que amortiguaron su espera. Lo primero que hizo al llegar a la iglesia fue encargarle al padre Bermúdez que orara por mí en esa y en las siguientes misas. Acordaron que mi padre suspendería todos sus compromisos y viajaría a Ibagué para unirse a uno de mis tíos y salir en mi búsqueda. Mi mamá se quedaría en la casa al tanto de noticias y de movilizar los recursos a que hubiere lugar, con la compañía y coordinación de mi hermana, quien se encargó de la casa por esos días, comenzando a mostrar sus habilidades de magnífica administradora de problemas ajenos. Jorge Enrique, mi hermano menor, intentó calmar como pudo y por su cuenta su angustia y la sensación de no importarle a nadie. Muchos años después mi papá me contó que Ibagué se había convertido en esos días en un frenético y caótico epicentro de ayuda, búsqueda de los desaparecidos y centro de comando para los rescates. Al llegar a esa capital, saltó a un jeep que había acondicionado mi tío Luis para encaminarse a Lérida, el último pueblo accesible antes del gigantesco e impenetrable desierto de lodo y cadáveres en el que se había convertido Armero. De la noche a la mañana, Lérida había dejado de ser el apacible y bonachón pueblo de tierra caliente, con la mejor avena helada de la región, para pasar a funcionar como una improvisada zona de guerra. Las calles habían sido militarizadas y acordonadas. Mi papá y mi tío observaron soldados que corrían de un lado para otro mientras las ardientes calles se convertían en un gigantesco y desordenado parqueadero de camiones y ambulancias civiles y militares. Mi padre pensó que, en la mentalidad latinoamericana, una parte de la población cree que, frente a una situación caótica, la imagen de los militares puede traer algo de estructura y orden en medio del pandemonio. Y mientras reparaba en estas cosas que tanto le molestaban, vio cómo, en un potrero cercano, se habían comenzado a plantar las primeras carpas del que sería el primer campamento de los refugiados sobrevivientes sin techo, el cual, con la ayuda de Israel, meses después devino en un barrio al que bautizaron Nuevo Armero. En otro lote, más allá, mi padre vio que se estaban levantando los telones de lona blanca de un hospital de campaña, con una gran cruz roja en el centro, que anunciaba que allí llegarían los primeros heridos. Se acordó del miedo que le metía a sus alumnos del colegio Aquileo Parra cuando les leía, con gran dramatismo, los horrores de los infiernos que Dante describía en La divina comedia. En el aire se respiraba el azufre del infierno y en las pupilas de quienes allí se encontraban se podía identificar la silueta de Satanás. Con dificultad, lograron con mi tío avanzar con el jeep hasta la salida del pueblo y se encontraron con que, en lo que era la carretera que conducía a Armero, los militares habían instalado un improvisado e infranqueable retén. Nadie que no fuera rescatista o personal militar podría seguir la marcha a partir de ese punto. Cientos de familiares se agolpaban frente a la improvisada garita, clamando información y solicitando que los dejaran participar en el rescate de sus seres queridos. Ambas cosas fueron imposibles para mi papá y mi tío. Los obligaron a retirarse y limitarse a esperar información proveniente de los rescatistas que llegaban en los helicópteros que transportaban heridos. La ansiedad y frus tración para ellos era creciente. Mientras tanto, trataban de aliviarse siendo parte de las cadenas humanas que transportaban, de mano en mano, insumos médicos y otros víveres. Luego ayudaban a organizarlos en improvisadas bodegas. En ese momento surgió una leyenda, según la cual, otras personas lograron evadir el cerco militar y se adentraron a la zona de desastre, no para rescatar heridos, sino para robarles joyas y relojes a los moribundos o arrancarles los dientes de oro a los cadáveres que flotaban sobre el pestilente fango. Los oídos de mi papá y mi tío Luis se negaban a darle crédito a los relatos que escuchaban en cada esquina del pueblo, los cuales, en cada repetición, el comunicador, agregaba nuevos elementos dramáticos, al parecer inventados por su propia cuenta. “¿Usted estuvo allá?”, preguntaban. “No, pero me lo contaron”, era la respuesta. El caso es que cada vez que aterrizaba un helicóptero con heridos, ellos corrían al fangoso helipuerto: “¿De dónde lo sacaron?”, preguntaban desde el cordón de seguridad impuesto por los mi litares para facilitar el trabajo de los paramédicos. “¿Usted dónde estaba?”, volvían a gritar con la esperanza de que el sobreviviente los escuchara: “¿Ha visto a mi hijo?”, “sabe algo del doctor Ariel Alarcón, él trabajaba en el psiquiátrico”, “aquí tengo una foto de él, ¿lo reconoce?”, “¿lo ha visto?”, eran algunas de las preguntas que lanzaban, una tras otra, con desespero. Y así durante cinco interminables días. Cuarenta años después todavía hay miles de personas que no vieron jamás los cuerpos de sus familiares, que se siguen haciendo preguntas en el silencio de sus cabezas o el de sus tormentosas pesadillas.

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Foto: El Espectador

Ante la avalancha de noticias y rumores de todo tipo, el periodista Juan Gossaín, quien por la época dirigía el noticiero matutino de la cadena radial RCN, hizo suya la misión de pronunciar al aire, cada tres horas, con una solemnidad estremecedora, los nombres de las personas que habíamos sido rescatadas con vida, así como los de los fallecidos que habían sido identificados plenamente. Fue así como, en la tarde del 17 de noviembre, leyó al aire en la emisión: “Doctor Ariel Alarcón Prada, fue rescatado con vida y está siendo trasladado a la Clínica San Pedro Claver, de Bogotá. Atención, repito: el médico Ariel Alarcón Prada fue rescatado con vida y está siendo trasladado a la Clínica San Pedro Claver de Bogotá”.

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La última vez que fui a Armero, poco antes de la pandemia, visité el “monumento” improvisado y espontáneo que muchos feligreses han ido erigiendo en homenaje a Omaira Sánchez, en el sitio donde ella falleció. El lugar, la escena, las decenas de placas de gratitud por los milagros recibidos, me conmovieron de nuevo. Muchos atribuyen a esa niña poderes milagrosos. Corrijo: muchos le atribuimos a Omaira poderes milagrosos. Ese día quise ir solo. Llevaba en mis manos dos ramos de flores. Me quedé largo rato en silencio frente al lugar tratando de imaginar la terrible muerte de ese ser inocente que prácticamente murió frente a las cámaras de televisión, mientras que, cuatro cuadras más arriba, los socorristas de la Cruz Roja a mí sí me pudieron salvar. Omaira mostró la radiografía de nuestra pequeñez y nuestra pobreza como país. Sentí rabia, esa niña nunca debió haber muer to. Sentí gratitud por mi vida, por estar con vida, por haberme salvado, a pesar de haber quedado enterrado, como le ocurrió a ella. Gratitud también por todo lo que había aprendido de mí mismo y de la vida a partir de la tragedia de la que me había salvado y de las enseñanzas que pude obtener de todos los acontecimientos posteriores. —Tenemos que contarle esto al mundo —le recé a santa Omaira, de rodillas— que tu muerte no sea en vano y que el olvido no te cubra con su manto. Ilumíname, dame fuerzas para poder escribir mi testimonio, mi periplo, mis luchas, mis fracasos y mis éxitos, si es que los he tenido. Quizá algo de lo que pueda decir le sirva a alguien para sufrir menos y amar más la vida, y amar y cuidar tesoros que son los niños como tú. Algo en mi interior me dice que santa Omaira me escuchó.

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¿Es posible amar a los enemigos? En estos tiempos de polarizaciones parecería un sinsentido. Pero, por eso mismo, ahora más que nunca ese debería ser un camino necesario. En el sermón de la montaña Jesucristo nos dice: “Amad a vuestros enemigos”. Es, tal vez, su frase más revolucionaria y difícil. Es una idea que también siguen otras religiones, principalmente el budismo, al que intento acercarme cada vez más.

¿El volcán fue mi enemigo? En muchos momentos de mi vida, sin duda, lo fue y así lo sentí: un asesino que quiso matarme, que me quitó una pierna y que mató de un tajo a mi mujer, a mi hijo y a 25.000 hermanos. ¿Se puede amar a alguien que hizo eso, dios del inframundo, Vulcano, maldito dragón del fondo de la Tierra?

Me tomó treinta y tantos años aprender a aceptarlo, incluirlo, comprenderlo y darle su lugar en mi vida. Releyendo este libro por última vez puedo concluir que le agradezco al volcán por todas sus enseñanzas. A su pesar, y al mío, tengo que aceptar que el volcán ha sido un sabio consejero.

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Gracias a él puedo decir que, tras un duro y doloroso trasegar, aprendí a amar mi adversidad y mi vida —en medio de ella y por ella—. Amar la adversidad, pero ¿también amar a quien la causó? En un acto de una profunda espiritualidad —de exorcismo— puedo decir que es posible amar el volcán.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. ARIEL ALARCÓN PRADA. Es psicoterapeuta, consultor, conferencista y speaker en temas de salud mental y por 30 años fue docente de psiquiatría de la Universidad del Rosario. Sus investigaciones sobre las causas y consecuencias del estrés en la vida humana individual y colectiva lo han convertido en uno de los expertos más reconocidos en Colombia en ese tema. Es autor de los libros y publicaciones académicas: Aspectos psicosociales del paciente renal (2004), Manual de psicooncología (coautor, 2009) Vencer el cáncer (2012), Vencer el estrés (2013), Médicos bajo estrés (2015), Mindfulness y autocompasión para profesionales de la salud que se enfrentan al covid-19 (2020), Bienestar y resiliencia para profesionales de la Salud (2022).

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Por Ariel Alarcón Prada * / Especial para El Espectador

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