Los juicios que nunca ocurrieron
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Aunque la justicia colombiana admitió al menos un centenar de demandas de los damnificados, que buscaban una indemnización del Estado como responsable de la tragedia, ninguna prosperó. Desde el Tribunal Administrativo de Tolima, hasta el Consejo de Estado, negaron las pretensiones, asegurando que la furia de la naturaleza era inatajable y superó cualquier capacidad de respuesta. En una sentencia de ese alto tribunal, fechada en junio de 1994, se lee lo siguiente:
“El Estado colombiano no fue negligente […] porque según se colige del acervo probatorio obrante en el proceso ordenó las investigaciones que se hicieron por los comisionados de la Undro, Unesco, Ingeominas y otras entidades del Gobierno como la Defensa Civil Colombiana y estuvo atento a cumplir las recomendaciones y tomar las medidas preventivas y si no obtuvo resultado se debió a la fuerza mayor por ser el hecho causante de la misma externo, imprevisible en cuanto al carácter, oportunidad de presentación, intensidad y consecuencias, e irresistible por la manera como se presentó el deshielo”.
Así, el Consejo de Estado resolvió de fondo la demanda interpuesta por la esposa y los dos hijos de Pablo Parra, un taquillero de Rápido Tolima que murió en la avalancha, y quienes exigían mil gramos de oro como compensación. La decisión, en la práctica, sentó jurisprudencia sobre el tema y zanjó la discusión sobre una posible responsabilidad oficial, pues en adelante las demás instancias judiciales acogieron esos mismos argumentos.
El caso de Parra, sin embargo, es valioso a la luz del debate para esclarecer responsabilidades, pues el acervo probatorio revela que, efectivamente, habría pruebas suficientes de que los entes encargados de la prevención hicieron presencia en Armero, advirtieron a sus pobladores los peligros que corrían, les sugirieron estar atentos a los avisos oficiales y les recomendaron prepararse para una eventual evacuación. La pregunta que queda es si esas acciones fueron suficientes o realizadas de la manera más efectiva.
El caso es que, en ese proceso judicial, los testimonios de tres funcionarios de la Defensa Civil que visitaron Armero, Ambalema, Lérida y otras poblaciones aledañas sugieren que la institucionalidad actuó acorde con las recomendaciones de la comisión de expertos extranjeros que visitó el volcán y concluyó que, aunque no era posible predecir el momento de una erupción, sí era inaplazable hacer prevención en terreno ante una posible evacuación.
El primero de ellos, William Varón, declaró que parte de la labor que desempeñó la comisión fue explicarles a los armeritas que había que ceñirse estrictamente a la información oficial que proveyeran las autoridades, pues había toda suerte de rumores sobre lo que pasaba con el volcán. Se lee en el expediente la siguiente declaración de Varón: «Se dictaron conferencias a la población que, una vez convocada, asistió a los recintos, a las autoridades municipales y a miembros de las Juntas de la Defensa Civil de esa localidad […] Inicialmente se recabó a la población ante la difusión de rumores infundados sobre el volcán, se mencionaba de actividades anómalas del volcán que no correspon dían al informe de los técnicos».
La segunda funcionaria, María Cristina López, declaró que, el 29 de septiembre de 1985, presidió en Armero una nutrida reunión para ponerle de presente a la ciudadanía la gravedad del riesgo, y confirmó que muchos de los asistentes recibieron volantes con información preventiva.
Dijo López en el proceso: “Se tomó contacto con las autoridades de la localidad y en las horas de la noche, después de la misa diaria se reunió en la catedral principal en el parque adyacente a la población. En esta reunión se instruyó sobre la posibilidad de la erupción del Ruiz y las medidas de seguridad que debían de adoptar para salvar sus vidas. Entre estas medidas, recuerdo habérsele informado que por ser ellos los conocedores del lugar debían buscar los sitios altos y lejanos de las riberas del río, como lugar de refugio, deberían prever medicamentos de primeros auxilios y las drogas necesarias que por tratamientos estuvieran tomando cada uno de los pobladores. En caso de emisión de cenizas, deberían usar pañuelos húmedos sobre la nariz y estar pendiente de destapar las cañerías y quitar las cenizas de los tejados de las casas. Estas y otras medidas quedaron consignadas en hojas volantes, que se entregaron a cada uno de los pobladores de la población, después de la charla”.
La tercera funcionaria en declarar fue Cecilia de Castro, encargada de recorrer la zona rural de Armero y explicarles a los habitantes, en su mayoría labriegos o cosechadores de temporada, la necesidad de estar alerta. Su declaración en el caso dice: “En la parte rural funcionarios y voluntarios de Defensa Civil hicieron estas visitas, familia por familia, instando al cabeza de familia para que siguiera estas medidas, y entregándole un volante, con las normas sobre precaución. En este caso en el área rural que yo recuerde, presentados los signos, la familia debía proceder a abandonar su vivienda, y alertar al siguiente con un cohete, taparse la nariz con el famoso pañuelo húmedo, y llevar consigo lo mínimo de elementos”.
El acervo probatorio que analizó el Consejo de Estado da cuenta de que otra comisión de seis funcionarios oficiales estuvo en Lérida, el 29 de septiembre, y en Ambalema, al día siguiente, para dictar charlas semejantes, e hizo un censo rural (entre el 28 de septiembre y el 3 de octubre) en las riberas del río Lagunilla (el mismo por donde se desató la avalancha), para explicarles a los lugareños la necesidad de evacuar.
Además allí certificaron que se instaló y amplió una red de radio en frecuencia VHF. Todo eso llevó al alto tribunal a definir que la familia de Pablo Parra no tenía razón, pues, a juicio de los magistrados, hubo suficiente información como para que él y todos los habitantes de Armero evaluaran la necesidad de evacuar en caso de un evento extremo. Así lo señala en la decisión final: “Si alguien tuvo en sus manos la posibilidad de salvar la vida del esposo y padre de los demandantes, en verdad no fue el Estado colombiano —lamentablemente—, sino la propia víctima, que bien hubiera podido acatar las recomendaciones, las admoniciones y las instrucciones de las diversas autoridades públicas. Otros, en cambio, que sí las atendieron, lograron salvar sus vidas, como claramente lo demuestra el acervo probatorio”.
La decisión del Consejo de Estado, que, en términos fácticos, resulta razonable, choca de frente con la realidad que vivían entonces miles de armeritas que, pese a la constante zozobra, no tomaron la decisión de abandonar el municipio quizá porque, ni con la información disponible, le dieron crédito a la versión del altísimo riesgo; o quizá porque no tenían a dónde ir y requerían apoyo para ese traslado. Todas esas son especulaciones, pero, a la luz de los sistemas de gestión de riesgo de hoy, se sabe que las evacuaciones pueden ser obligatorias y decretadas por las autoridades.
Juan Manuel Toledo, hijo único de un maestro ya fallecido, recuerda que él y sus padres decidieron correr el riesgo de quedarse y se salvaron milagrosamente de la tragedia con apenas unos raspones. Asegura que la mayoría de los vecinos del barrio Santander no tenía la mínima intención de irse porque no había certeza de qué pasaría con sus vidas. «Es que el problema no era solo irse —dice Toledo—. Imagínese si uno dejaba toda su vida hecha aquí, ¿para dónde cogía? ¿Mis papás en qué se ponían a trabajar? ¿Quién nos iba a mantener mientras volvíamos a despegar? No, eso era totalmente absurdo».
Fabio Humar, uno de los más prestigiosos abogados litigantes del país, consultor y profesor universitario, suscribe la tesis de que la magnitud de la tragedia desbordó la capacidad de atención de las autoridades para poder manejar a cabalidad lo que sucedía. «En ese momento —explica Humar—, casi la totalidad de los recursos para la investigación judicial estaban destinados al narcotráfico, que era el tema que tenía en jaque a Colombia; recordemos que para entonces no existía la Fiscalía, que nació con la constitución de 1991, es decir, estábamos en una época muy precaria de investigación judicial. Si hoy, en pleno 2025, con toda la modernización de la justicia y la tecnología actual, hay zonas del país donde la capacidad investigativa es casi inexistente, imaginémonos cómo podía ser en el Tolima de esa época».
Lo mismo sucedió con las investigaciones contra quienes se hicieron pasar como víctimas y accedieron a las ayudas oficiales, incluidas las viviendas. Los impostores aprovecharon la rudimentaria tecnología de la época que no permitía la plena identificación de la identidad de una persona y asaltaron la buena fe de quienes los carnetizaron. Desde las verificaciones más minuciosas, hasta los robos a plena luz del día de los saqueadores; nada de eso se pudo controlar, en parte, por la magnitud de la tragedia. «Empecemos por explicar que, en los años ochenta del siglo pasado, las penas eran mucho más bajas que hoy y el código contemplaba muchos menos delitos —continúa Humar—. Por desgracia hoy todas esas conductas delictivas prescribieron. Pero no hubieran podido procesarse en su momento porque la prioridad era la atención humanitaria y el Estado no tenía la capacidad operativa ni reactiva para perseguir en ese justo instante a los infractores».
Los medios de comunicación de la época, que pusieron el dedo en la llaga cuando hubo indicios de actividad en el Ruiz y luego en medio de la compleja problemática social, también se vieron desbordados por la coyuntura, pues apenas había pasado una semana desde los acontecimientos en el Palacio de Justicia.
Jorge Cardona, entonces reportero y luego editor del diario El Espectador, relata que, antes de la toma y del desastre de Armero, Colombia vivía una época muy convulsa y ni así los medios dieron abasto cuando ocurrieron ambos hechos. Entre otras cosas, porque se trató de hechos inesperados e inéditos, dos situaciones tan complejas y simultáneas que ni Colombia ni ningún país ha enfrentado algo similar jamás. Eso provocaba una cobertura periodística sobre la marcha. «En lo del Palacio nos volcamos a cubrir el tema humano —dice Cardona—, acompañando a las familias en Medicina Legal a reconocer los cadáveres porque el 70% de ellos quedó carbonizado. Estábamos en las iglesias y con los cementerios a reventar… Y después empieza ya es la pelea política, los reproches de lado y lado, todo concentrado en el Congreso».
Y cuando los periodistas estaban ocupados eso, se produjo la avalancha. Cardona reconoce que, probablemente, los mismos medios que tanto denunciaron lo que se cernía sobre Armero pudieron haber hecho un mayor y mejor esfuerzo para destapar todas las ollas podridas que denunciaron los sobrevivientes en torno al manejo de los recursos para la atención y la reconstrucción. «Es que lo de Armero fue importante por el desastre humanitario, pues eran 25 mil víctimas y la opinión pública estaba desbordada de horror por lo que había sucedido. Estuvo en el primer plano noticioso durante algunos días, pero el foco regresó luego en el tema político y a los debates por la toma del Palacio de Justicia, en qué iba a pasar con el proceso de paz de Belisario con la guerrilla, pues las elecciones presidenciales que luego ganaría Virgilio Barco estaban a la vuelta de la esquina». Pero como si dos temas de altísima atención no fueran ya suficientes, en ese momento ocurrió también la masacre de Tacueyó, en Cauca, en la que 125 muchachos jóvenes murieron en medio de una purga en el Frente Ricardo Franco, que era una disidencia de las FARC, y el M-19. Todo eso copó la agenda de los medios, explica Cardona.
El país de las noticias trascendentales no paraba y, mientras tanto, miles de sobrevivientes siguen preguntando quién fue negligente en la prevención de la tragedia y por qué, en sus propias narices, se perdían gran parte de las ayudas. Centenares de sobrevivientes murieron años después esperando un apoyo oficial digno de la solidaridad mundial que se desató.
Hoy sus descendientes permanecen aterrados y todavía piden que les expliquen cómo o quién fue el responsable. Solamente un alto funcionario oficial fue requerido disciplinariamente por sus presuntas omisiones en la prevención del desastre. Se trata del entonces gobernador de Tolima, Eduardo Alzate García, el mismo a quien el alcalde de Armero, Ramón Rodríguez, le suplicó varias veces ayuda para evacuar el municipio. La Procuraduría encontró responsable a Alzate García y solicitó su destitución, confirma da después por el Consejo de Estado. Pero, más allá, no hay ni un solo condenado penalmente por la imprevisión o la falta de medidas.
Cuatro décadas después, todavía es difícil saber qué es más desalentador: si el hecho de que la tragedia fue anunciada, o el pillaje de los vándalos y la desfachatez de los impostores; si la desidia del Estado que dejó a muchas víctimas esperando, o la tristeza de los padres que claman por saber si sus hijos están vivos o muertos; si la presunta corrupción, o las inmensas dificultades para hacer memoria. 40 años y 40 historias después —de miles por contar—, lo cierto es que Armero es un pueblo fantasma cuyo recuerdo late en los corazones de quienes siguen buscando respuestas.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Mario Villalobos Osorio es periodista con más 33 años de ejercicio en medios de comunicación. Autor de los libros Confesiones de una bruja (2023) y El legado de la bruja (2025). Tres veces ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (2000, 2018 y 2016), y reconocido con el Premio Nacional de Periodismo de la Sociedad Colombiana de Prensa (2020). Ha sido reportero en NTC, Noticias UNO, Noticias RCN, Red+Noticias y Revista Semana, entre otros. Máster en periodismo digital y posgraduado en storytelling y narrativa transmedia. Profesor universitario durante 10 años y asesor en comunicación social.