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Con mucha nostalgia, hoy recuerdo como fue esa terrorífica noche, cuando la avalancha producida por la explosión volcánica del Nevado del Ruiz destruyó la próspera ciudad de Armero, ubicada en el departamento del Tolima. Han pasado 40 años y todavía me pregunto cómo por esas caprichosas circunstancias del destino, me encontraba en Armero esa noche, la ciudad blanca que producía mucho algodón y sorgo de buena calidad y que además tenía una excelente ganadería. Aún me parece increíble cómo, en tan sólo pocos minutos, desaparecieron más de 25 mil personas bajo millones de toneladas de piedra, agua, troncos, escombros y lava volcánica. (Recomendamos ver la entrevista a la vulcanóloga Marta Calvache, que estuvo en el cráter del volcán el día anterior).
El 13 de noviembre de 1985 estaba en el barrio Santa Matilde de Bogotá reunido con algunos biólogos de la Universidad Nacional, planeando la implementación de un interesante proyecto de zoocría de serpientes. A las 9 de la mañana apareció de pronto en esa reunión, Gustavo, un viejo amigo de barrio con el que compartíamos mucho desde los años 70 del siglo pasado. El motivo de su visita era invitarme para que lo acompañara a la ciudad de Armero con el propósito de comprar algunas cabezas de ganado de engorde. Como en ese tiempo yo me dedicaba a la fotografía profesional, él quería que yo le tomara unas fotos de las vacas que iba a comprar y acordamos que regresaríamos en tres días. Yo tenía la curiosidad de conocer Armero, porque en ese tiempo los medios hablaban mucho de la situación de riesgo por la creciente actividad del volcán Nevado del Ruiz.
Salimos a las 10 a. m. con la ilusión de pasarla bien y yo quería aprovechar el viaje para visitar el prestigioso serpentario de Armero, que era en ese entonces el principal centro de producción de suero antiofídico del país. Este centro de investigación estaba dirigido por un biólogo de la Universidad Nacional que perdió la vida en la tragedia. Uno de los objetivos de mi visita al serpentario era reunir la mayor información posible para el proyecto de zoocría que estábamos planeando. El viaje fue muy tranquilo y nos divertimos observando el paisaje por la ruta hacia Armero. Recuerdo que días antes Willie Colón había lanzado su último disco “Y yo sin poderte hablar”, que me gustaba mucho. Gustavo lo tenía en un casete y lo escuchamos muchas veces en todo el camino.
Al llegar a Armero como a las 2 p. m., mi amigo Gustavo se encontró en la plaza principal con algunos ganaderos que conocía en la región e hizo los arreglos para cerrar un negocio de compra de algunas vacas. Debido a las circunstancias de alerta por la caída constante de ceniza proveniente del volcán Nevado del Ruiz y a la avanzada hora del día se acordó que era mucho mejor madrugar a las 5 a. m., para iniciar el proceso de marcar el ganado y movilizarlo hacia la finca de su padre que quedaba a pocos kilómetros de Armero. Exactamente en el sitio conocido como La ye o kilómetro 96. Gustavo, que guardaba una importante suma de dinero en efectivo en el baúl del carro, convino no entregarlo esa tarde y se decidió hacer la entrega una vez se recibiera el ganado en la madrugada.
Esa tarde a las 5 p. m. paramos en una gasolinera para tanquear el carro y fue cuando noté que caía una llovizna, pero no era agua sino ceniza compuesta por partículas volcánicas. Recuerdo muy bien que extendí la mano y en cuestión de segundos, se podía apreciar una capa gruesa de estos residuos. La gente comentaba que hacía varios días esto estaba ocurriendo, razón por la cual muchas personas no le dieron importancia. Ante esta extraña situación, Gustavo expresó su preocupación, pero ambos decidimos quedarnos sin saber lo que ocurriría algunas horas más tarde.
Posteriormente, nos dirigimos al hotel Pindalito donde Gustavo hizo la reservación de una habitación donde nos íbamos a hospedar durante nuestra estadía en Armero. Reposamos por algunos minutos y entonces le sugerí que era muy temprano para acostarnos a las 7 p.m.. Entonces nos regresamos para el centro de la ciudad. Él me invito a jugar billar pero como a mí no me gustaba, acordamos mejor tomarnos unas cervezas frías en un sitio sobre la vía que conduce a Mariquita, muy cerca del hotel.
Durante dos horas consumimos algunas cervezas y departimos alegremente, cuando de pronto a las 9 p. m., una de las muchachas que atendían entró gritando que viéramos las noticias, porque en el Noticiero TV Hoy, cuyo presentador era Hernán Castrillón Restrepo, estaba anunciando en ese preciso momento, que el volcán Nevado del Ruiz había erupcionado y que se sintieron fuertes tremores y movimientos de tierra registrados por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi.
La noticia nos causó curiosidad mas no preocupación, así que seguimos tomando unas cervezas más. A las 11 p.m. ocurrió un apagón general y todo quedó a oscuras. En el bar entonces encendieron algunas velas, pero no había ninguna sospecha de lo que estaba ocurriendo en el perímetro urbano. En este momento y sin que nos diéramos cuenta, la primera parte de la avalancha ya había alcanzado el centro de la ciudad. Yo sentí un estruendoso y aterrador rugido de la tierra que me erizó los pelos de los brazos. El desnivel del terreno del centro de la ciudad hizo que la avalancha primero se dirigiera en ese sentido, lo que nos dio tiempo de salir, porque minutos después la avalancha destruyo todo a su paso, incluyendo el área donde nos encontrábamos.
Sentados alrededor de una mesa, al borde de la carretera, sin inmutarnos y sin haber reaccionado, vimos cómo comenzaron a pasar por la carretera algunos carros en su huida desesperada y también personas con aspecto despavorido gritando, corran", “sálvense”. Todos venían embarrados y entremezcladas algunas vacas en estampida mugiendo. Fue una imagen dantesca, aterradora. Entonces entendimos que algo grave estaba ocurriendo.
Inmediatamente y en cuestión de segundos, Gustavo entró a reclamar una pistola que había dejado guardada con el administrador del sitio donde estábamos, pero este se negaba a entregarla. Todo era confusión. Forcejeando por su arma, Gustavo logró recuperarla y es cuando nos dirigimos al carro, un Mazda 9 de 1985. Nos subimos y nos vimos rodeados por las mujeres que atendían en el bar y pretendían abordar el vehículo como fuera. Gustavo permitió que cuatro de ellas se acomodaran en la parte de atrás.
Entonces sucedió algo inesperado: el carro no encendía porque la arenisca volcánica parece que había tapado el filtro de aire. Con mucha suerte, algunos segundos después y luego de varios intentos, encendió y logramos salir de una zanja donde estaba parqueado el carro en la carretera con dirección hacia Mariquita. Afortunadamente por el peso el carro logro estabilizarse en la apresurada salida, ya que debido a la ceniza volcánica la carretera se hacía resbalosa y difícil. Debo confesar que fueron momentos de miedo, pavor y desespero.
Ya en la carretera y en medio de la oscuridad solo podíamos ver lo que el carro alumbraba con sus focos en la parte delantera. Un poco más adelante, alcanzamos un pequeño vehículo de carrocería de madera atiborrado de personas colgando y embarradas. Era tal el peso de la carrocería con las personas agarradas, que se veía el carro inclinado hacia la parte de atrás. Recuerdo que miré por el espejo retrovisor y todo era oscuro. En ese momento presencié llamaradas y posteriormente me enteré que varias estaciones de gasolina habían explotado.
La incertidumbre y el miedo nos acompañó durante unos minutos, mientras avanzábamos por la carretera. Detrás de nosotros no venía nadie, ya todo estaba arrasado. De pronto, tuvimos que parar porque al llegar a Guayabal (hoy Armero-Guayabal), justo después de pasar el puente sobre la quebrada Lagunilla, había una hilera de carros detenidos. La gente rodeaba los carros y daba información de lo que habían visto. Gustavo muy preocupado bajó el vidrio de su ventanilla e intercambió conversación con algunas personas.
Era tal el desespero y la zozobra de la gente, que un hombre amenazó a mi amigo Gustavo con un machete para despojarlo del carro, por lo que Gustavo tuvo que enfrentarlo con pistola en mano y demostrarle que no teníamos miedo de sus amenazas. Allí estacionados y sin poder movilizarnos, escuchamos el testimonio de algunas personas que ya venían de Mariquita, para donde nosotros íbamos. Que una avalancha de lodo y piedras había arrasado con el puente que conducía a Manizales y que algunas flotas con pasajeros que habían huido de esa ciudad hacia Mariquita, asustadas por la erupción del Nevado, fueron arrasadas al cruzar el puente, justo en el momento que la avalancha pasó por ese sitio.
El caos era total. Ya no podíamos seguir avanzando porque estábamos rodeados por la avalancha. A lo lejos y en medio de la oscuridad, se escuchaban algunos gritos y lamentos. Estábamos no muy lejos de la quebrada y suponíamos que algunas personas yacían atrapadas en el lodo, que no podíamos ver por la oscuridad. De pronto, un habitante de la localidad tomó el liderazgo y comenzó a organizar una caravana de salvamento. Gritando dijo que lo mejor era que lo siguiéramos para buscar un alto en las colinas, porque el agua acechaba. Luego aclaró que él era dueño de una finca cerca, que conocía muy bien el área y que habían colinas donde podíamos ponernos a salvo.
Ordenados en una hilera de unos 15 carros, lo seguimos en medio de la oscuridad y un poco más adelante llegamos al borde de las colinas. Nos bajamos de los carros y empezamos a caminar en medio de una oscuridad total, con zozobra y tropezando con algunos obstáculos. Entonces se escuchó el crujir de algunos troncos de madera, lo que nos hizo pensar que el agua estaba abriéndose paso. Esto provocó una estampida en busca de lo alto de la colina. En ese momento me perdí de mi amigo Gustavo y lo llamé varias veces gritándolo. Cuando me respondió me di cuenta que ya había llegado a la cima.
Una vez reunidos de nuevo y a salvo, comenzó la angustia. Durante varios minutos estuvimos en silencio, tratando de entender lo estaba pasando. Las últimas personas que llegaron tampoco hablaban. Posteriormente un señor se atrevió a romper el silencio y llorando nos comentó lo que había vivido en los últimos minutos. Logró salir en su carro del centro de la ciudad con parte de su familia y vio como muchos transeúntes fueron atropellados por los carros que trataban de salir apresuradamente. Dijo que parecía el fin del mundo. En su afán por salvar sus hijos, también recogió a dos niños desconocidos y que estaban en ese momento con él.
Su relato fue conmovedor y finalizó diciendo que gracias a Dios, al quedar en medio de la avalancha, su vehículo milagrosamente flotó sobre un planchón de madera y que hacía pocos minutos lo había arrojado sobre la orilla del rio Lagunilla, donde nosotros nos habíamos detenido un poco antes para iniciar la marcha guiada para ponernos a salvo. Entonces eran como las 12 de una larga noche.
En aquel alto y en medio de la oscuridad, solo podíamos divisar el resplandor de la boca del volcán que yacía incandescente, por la lava que permanecía a su alrededor. El hielo que bordeaba el volcán, se había derretido por la lava y el agua se había acrecentado por las cañadas que daban origen a los ríos Lagunilla y Recio, entre otros. El caudal de las aguas arrastró a su paso piedras, árboles, casas y a medida que iba avanzando, aumentó la magnitud de su fuerza destructora. Se había formado entonces una avalancha gigantesca que finalmente desembocaría en la ciudad de Armero.
En aquella colina permanecimos durante casi seis largas horas. Recuerdo que a las 4 a. m. observamos a lo lejos una línea de luces que se movían lentamente. Poco después nos enteramos que era un convoy de carros del Ejército Nacional que ya venían en plan de control y rescate.
A las 5 y 30 a.m., cuando aclaraba el día, empezamos a darnos cuenta de la magnitud de la tragedia. Todo a nuestro alrededor estaba cubierto de ceniza volcánica y parecía un paisaje lunar. Mi amigo Gustavo no pudo contener el llanto y de inmediato iniciamos el descenso por la colina hacia donde estaban los carros parqueados.
Lo primero que hicimos fue escuchar las noticias de radio Caracol y en ese preciso momento estaban transmitiendo la descripción que hacía el piloto de una avioneta que sobrevolaba lo que era Armero. Increíblemente narraba que no veía a Armero. Después confirmó que la ciudad había sido sepultada por una avalancha de lodo y que se divisaban muchas personas en los cerros y en las copas de los árboles.
Posteriormente, nos dirigimos con mi amigo Gustavo hacia Armero, pero desafortunadamente no pudimos avanzar porque ya los militares estaban acordonando la zona de desastre y no dejaban cruzar a nadie. Además, las carreteras estaban sepultadas. Las noticias nos pusieron alerta sobre un incremento en el nivel de las aguas del río Magdalena y se temía que pudiera arrasar el puente de La Dorada, lo que implicaba quedar desconectados con la vía que conducía a Bogotá.
Ante tal situación y ante tan impresionante tragedia, decidimos iniciar nuestro viaje de regreso a Bogotá. Al llegar a Mariquita tuvimos que parar porque el tráfico era un caos total. Allí alcanzamos a ver decenas de cadáveres que habían sido rescatados y los habían tapado con sábanas, esperando que sus familiares los identificaran. Posteriormente, nos ubicamos en una larga fila de personas que querían comunicarse por los teléfonos públicos con sus familiares para reportarse como sobrevivientes.
Luego de unos 30 minutos pudimos llamar a nuestras casas. Una persona controlaba que el uso del teléfono solo fuera por dos minutos, para que todos tuvieran la misma oportunidad. Eran las 6 a. m. y recuerdo que mi madre me contestó. Ese día era su cumpleaños, pero tal sería la tensa situación que estábamos viviendo que sólo la saludé y no la felicité. Seguidamente le comenté que no se preocuparan por mí porque yo estaba a salvo y que iba de regreso. Ella quedó sorprendida porque no entendía de qué estaba hablando. Solo comprendió unos minutos después al recibir la llamada de mis hermanos, que no habían podido dormir porque estaban pendientes de las noticias, ya que la noche anterior ellos se enteraron a través de la radio, que había una emergencia en Armero y sabían que yo me encontraba en ese fatídico lugar. Los periodistas, al parecer en una transmisión extra, estaban haciendo suposiciones de lo que pudo haber ocurrido en Armero luego de la erupción del volcán.
Lo que llegó a Armero fue una masa caliente compuesta por lava, lodo, rocas, árboles y escombros. La avalancha arrasó con todo y finalmente sepultó a la ciudad. Doy gracias a Dios porque pudimos salir a tiempo. La avalancha primero cubrió las partes bajas y luego la segunda bombada destruyó lo que quedaba de la ciudad.
Son muchos los testimonios de personas que lograron salvarse para relatar lo sucedido. Ocurrieron muchas situaciones milagrosas. Horas después, se supo de gente se hubiera salvado si no hubieran salido corriendo desesperadamente, porque algunas casas quedaron en pie y algunos de sus habitantes sobrevivieron permaneciendo en las azoteas, gracias a que rocas gigantes taponaron las calles y el lodo no pudo avanzar en algunos sectores.
La plaza principal, donde estuvimos algunas horas antes de la tragedia, quedó totalmente sepultada. Incluso, la torre de la iglesia tenía 40 metros de altura. Fue algo aterrador y dantesco según algunos sobrevivientes. Fue una peligrosa experiencia difícil de borrar de la mente.
Nosotros iniciamos nuestro viaje de regreso en medio del cansancio, la angustia, la tristeza y la gratitud hacia Dios, porque estábamos vivos después de haber estado en una de las tragedias más grandes del mundo, por su magnitud y la cantidad de muertos. Mientras nosotros regresábamos, un ejército de periodistas y organismos de socorro se dirigían hacia el lugar.
El carro de mi amigo Gustavo estaba cubierto por una capa gruesa de ceniza volcánica, por lo que algunas personas advirtieron que estábamos muy cerca de la erupción. En un parador donde desayunamos la persona que nos atendió nos recomendó que no pasáramos por Armero, porque había sido destruida por una avalancha. Nosotros le comentamos que veníamos de allá.
A las 9 a. m. llegamos primero a la casa de mi amigo Gustavo y presencié cómo, muy emocionado y llorando, abrazaba a su esposa y a sus hijos. También vi como guardó, como un siniestro recuerdo, la llave del hotel Pindalito donde nos íbamos a hospedar la noche de la tragedia y donde quedaron algunas de nuestras pertenencias.
Posteriormente, Gustavo me llevó a mi casa donde igualmente abracé a mi madre y lloré muy conmovido por la terrible experiencia. Mi amigo Gustavo tomó algunas provisiones y de nuevo regresó ese mismo día al sitio de desastre por una vía alterna que el conocía. Fue hacia Cambao y luego tomaría una trocha paralela al río Magdalena para llegar a la finca de su padre y tratar de recuperar algunas cabezas de ganado que se habían dispersado, porque el administrador había huido con miedo del desastre.
Luego de haber tomado una ducha y descansar un poco, a las 12 del día me encontraba en el centro de Bogotá, carrera décima con Avenida Jiménez, adquiriendo una edición extra de los periódicos que registraban a grandes titulares la tragedia de Armero. Todavía guardo en mi archivo algunas fotos que pude tomar en el sitio de tragedia a las 6 a. m. sobre la orilla del río Gualí y que hoy publico.
Tres meses después de esta inolvidable experiencia, mi amigo Gustavo me invitó para hacer un recorrido sobre el barro seco y las ruinas de Armero, que había sido declarado un camposanto. Con gran expectativa, mi amigo localizó el sitio donde estaba el hotel Pindalito que estaba situado a pocos metros de un edificio destruido de cuatro pisos que podía reconocerse. Allí me enseñó una esquina de la piscina del hotel, que emergía de la superficie del barro seco.
Finalmente, le doy gracias a la vida por haberme permitido vivir 40 años más de vida y porque esa noche nos acompañó y nos guio por el camino correcto para encontrar nuestra salvación. De otra manera, las piedras, el lodo y la avalancha nos hubiera triturado como ocurrió con las 25 mil personas que esa noche fallecieron.
* Periodista colombiano radicado en la ciudad de Waterloo, Ontario, Canadá, desde 2001.