El Carnaval de Barranquilla que también se vive en las casas

Juan Mina sirve de ejemplo para entender el alcance familiar, cultural y social del Carnaval, que este año también ha permitido el encuentro de colombianos… y venezolanos.

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Brianda Jiménez B.*
12 de febrero de 2018 - 06:41 p. m.
EFE
EFE
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

El carnaval lo hace la gente. En las calles del Atlántico, en los patios de las casas y en sus terrazas, se vive la alegría de la fiesta más alegre de Colombia: el Carnaval de Barranquilla. A veces, como cosa natural, cintas amarillas son colgadas de extremo a extremo de las cuadras para hacer de ellas santuarios de alegría y goce.

La arena sobre la calle parece danzar al ritmo de la música. La pollera colorá se mezcla con el sonido atosigante del viento, y unos granos de arena cubren ahora mis ojos. Una voz masculina me saca del trance.

-Buenas tardes, bienvenidos- dice un hombre de estatura mediana. Lleva un sombrero adornado con papelitos de colores y una camiseta negra con un ‘monocuco’ pintado en el centro. Es el señor Teo, el anfitrión de la casa ubicada en Juan Mina, corregimiento en que se divide la zona rural de Barranquilla, a 5 km al suroccidente del casco urbano sobre la carretera del Algodón.

Un grupo de profesores del Colegio Metropolitano de Barranquilla había decidido organizar una reunión de carnaval como ejercicio de integración entre ellos, sus amigos y familiares. El señor con sombrero ‘Son de Negro’ nos hace pasar. Mi madre y mi abuela entran primero, lo saludan y yo las sigo. La casa está vestida de alegría. Guirnaldas de colores en el techo, flores salmones y fucsia, junto con apliques de ‘marimonda´ y ‘monocuco’ en las paredes blancas adornan la fachada.

El sonido de la música se hace más fuerte a medida que nos adentramos en la casa. Ahora el repique del tambor del mapalé retumba por todos sus rincones y hace temblar los espejos en la sala. Un enorme kiosco en medio del patio aparece ante mis ojos. Está construido al estilo tradicional de la región, con techo de palma cubierto con telas azules y amarillas, ocho pilares en los que cuelgan de extremo a extremo guirnaldas de colores que engalanan el recinto, y un piso de canto rodado pequeño, con pedazos de baldosas grises que sostienen al personal sentado en sillas y mecedores.

Llegaron los venezolanos

Las personas charlan muy entretenidas. Gesticulan palabras que se las lleva el viento y la música aplaca. Baten las manos y ríen como si se entendieran. Entre ratos, sorben del vaso con sancocho de gallina.  Saludo a los que conozco y a los que no; de beso en la mejilla y de apretón de manos. La gente está vestida de carnaval. Señoras con trajes de ‘negrita Puloy’, ‘garabato’, con antifaces, sombreros, collares, pulseras, flores y turbantes de colores. Caballeros con camisas de lentejuelas; uno de ellos resalta con una camiseta amarilla del Polo, y otros con dibujos de carnaval en ellas; ‘congos’, toritos, y sombrero vueltiao. Del más joven al más viejo; vestidos de alegría.

El sol va ocultándose a medida que terminan las estrofas de La Guacherna, Te Olvidé, Culebra Cascabel, y las del Checo Acosta. De repente, la música deja de sonar y el equipo de sonido cede su protagonismo al Mariachi Costeño Venezolano. Cinco muchachos atraviesan el kiosco. Van vestidos de guayabera de colores, sombreros y pantalones blancos, con bombo, congas, guacharaca y metales. Los repiques empiezan y los hombros de la gente parecen seguirlos. Con cierta timidez, algunos se sientan. Los jóvenes venezolanos parecen improvisar sus ritmos, pero divierten a la audiencia con sus movimientos extravagantes mientras tocan los instrumentos. Unos se tiran en el piso y dan pequeños saltos con el trasero. Algunas risas se escapan, y los cuerpos gozosos los acompañan en el baile.

La gente baila en un solo son… tal y como en los inicios del carnaval cuando la música, la danza, los disfraces y la alegría de los bailes de tercera o salones burreros para la gleba, eran motivo de reunión. Un lugar de diversión. Un punto de encuentro donde oriundos, turistas e inmigrantes comparten sus culturas. Todos se unen para bailar. Es como traer al presente esa misma época en la que las personas que venían de trabajar en el mercado dejaban sus burros y mulas afuera del lugar, y se daba apertura al goce en los sitios de concentración cultural, como parte de la idiosincrasia de la Costa Caribe.

El paso de la mancha amarilla

Entre el murmullo de la gente, un tipo con sombrero vueltiao se asoma por la puerta del patio. Porta una camiseta blanca y de su rostro redondeado sobresale un bigote gris. Una mancha amarilla pasa veloz ante mis ojos. El señor con camiseta del Polo recibe al recién llegado, y junto a él empieza a repartir tarjetas amarillas a las personas mientras presenta a su invitado. Las tarjetas llevan la imagen del señor del bigote. Pequeñas líneas de expresión se forman en las mejillas de quienes las reciben. Muy discretamente dicen gracias, observan las tarjetas y las guardan en sus bolsillos. El señor del bigote se retira con igual sigilo al de su llegada.

Una lluvia de maicena y espuma se esparce por el lugar. Algunos escapan y aguardan en las esquinas. Otros solo toleran y sonríen. El anfitrión de la reunión parece haber decidido armar el desorden. Las canciones carnavaleras retoman la parada, mientras el Mariachi Costeño Venezolano descansa. Ahora los que estaban sentados se colocan de pie, y los que se ocultaban en las esquinas se reúnen de nuevo. No hay excusas para no celebrar. Una señora con caminador se levanta de su mecedor y mueve sus hombros, los presentes la animan sonando sus palmas.

Al ritmo de su majestad la cumbia, las mujeres deslizan sus pies sobre el piso, con pasos cortos y sin llegar a levantarlos, y con oscilaciones laterales mueven sus caderas de una forma natural. Los hombres las siguen, levantan los talones del pie derecho, y entre veces se desplazan con los dos pies sobre el piso. Un ligero ‘wueeeepaa’ se escapa de sus labios y se pierde con el soplo de la flauta de millo.

En el carnaval, la enfermedad se olvida… y también se baila. Las señoras se burlan de sus pesares y los comparten con el resto. Todo es motivo de unión pues lo que importa es el goce… el goce cultural. Ese es el carácter popular de la fiesta. En las calles de los barrios o en los patios de las casas se fortalecen las raíces; se viven experiencias en las que se resalta su esencia; se goza y divierte y se socializa. Se tolera y se respeta. Es lo que produce preservar los valores y la tradición cultural.

*Estudiante de la Universidad del Norte, de Barranquilla               

Por Brianda Jiménez B.*

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.