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Mecer el tiempo o de la nostalgia costeña

Opinión. La nostalgia costeña susurra al oído lo que la mente no acepta: que ya no estás ahí.

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Eduar Barbosa Caro*
31 de diciembre de 2025 - 12:54 a. m.
Ciénaga Grande de Santa Marta.
Ciénaga Grande de Santa Marta.
Foto: Mauricio Alvarado
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La nostalgia costeña es una sola y dura la vida entera. Es de una categoría delimitada por el mar y el río, que puede caer en la orilla de uno o a la ribera del otro. Se nos siembra al ser concebidos y espera dormida el momento en que los pies den un paso más allá de ciertos límites imaginarios para despertar del letargo. Y ahí, cuando se traspasa esa línea imperceptible, aparece el golpe que sube por el espinazo y te afloja los pies y los ojos y te arruga por dentro, cada tanto y despacio, como las olas. Insistente. La nostalgia costeña susurra al oído lo que la mente no acepta: que ya no estás ahí.

En el Caribe la Tierra gira a la inversa para compensar las influencias de un mundo que va a otro ritmo, distinto y febril. Por eso, cuando baje el sol es la hora precisa para hacer lo que no se puede hacer cuando se quiere hacer pero no se debe, porque sí, cada tiempo tiene su cosa y la añoranza del cielo límpido es, de un modo real y tangible, una bruma abarcadora y atolondrada traída por las brisas decembrinas.

A los que estamos lejos nos llega de repente, bullendo desde dentro, como un despelote entre el sueño y el deseo, camuflada en los compases de una canción lejana o en la estela que deja un patacón cuando nos pasa por el lado. La nostalgia costeña se te pega a la piel y no te suelta, pero porque pasa directo al corazón. Así, uno puede acabar siendo un costeño nostálgico por ósmosis, y por eso esta condición vital no es exclusiva de los que vieron por primera vez el mundo en ciudades y pueblos de un calor aterrador, sino de aquellos que quedan picados por este virus benévolo y cadencioso del existir.

Alguna vez, Gabo dijo que los costeños somos la gente más triste del mundo, y estoy de acuerdo. Aunque tristeza y nostalgia son distintas, ambas hacen parte del repertorio que nos habita: un vaivén de hamaca entre la alegría y la congoja, una mecedora que curva el tiempo y nos deja impávidos ante los recuerdos propios y ajenos.

Dicha nostalgia costeña es del tamaño de una babilla, pero igual cabe en el café con leche de la mañana. Cabe aquí, conmigo, mientras evoco los arreboles que siguen siendo míos, muy míos, muy tuyos y míos. Aquí la tengo, mientras no escucho el canto de los pájaros exactamente a la misma hora que ayer, en bandada, al final de una tarde que no cae sino que se despliega con la firmeza de una sábana almidonada, tibia todavía por el cuerpo que extraña. Dije que la nostalgia era una sola y duraba la vida entera. Y lo reafirmo: cuando me muera compren un cajón bien grande, porque me van a enterrar con ella.

*Barranquillero modelo 91. Doctor (c) en Comunicación (UAndes, Chile). Vive en Bogotá, donde dirige el pregrado en Periodismo y Opinión Pública y la emisora de la Universidad del Rosario.

Por Eduar Barbosa Caro*

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