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Tres minutos antes de que detonaran las dos bombas en la Base Aérea Marco Fidel Suárez de Cali en la tarde del jueves 21 de agosto, Marta estaba sentada en el antejardín de la vivienda en la que vive su hija junto a su novio Andrés Monroy.
Ella no sabe a quién atribuirle el milagro de estar viva después de que, tras levantarse de su silla para ir al baño, uno de los cilindros del atentado cayó en el tejado, lo rompió y destruyó gran parte de la entrada de la casa.
“Las personas de antiexplosivos nos dijeron que el cilindro que cayó aquí fue el que detonó a los demás, salió disparado desde el camión frente a la base aérea y destruyó nuestra vivienda”, aseguró Monroy, con su ropa cubierta de una estela de tierra que levantó la explosión.
Él estaba trabajando lejos de la casa y quien le avisó del atentado fue su pareja, con una serenidad que lo impactó. “Me dijo: ‘amor, ven urgente que pasó algo’. Yo le pregunté que qué había sucedido y me respondió que una bomba explotó, pero que ellas estaban bien”, añadió Monroy, quien trabaja como ingeniero de sistemas.
Marta se desmayó por el susto, pero no resultó afectada tras el atentado, que dejó 76 heridos y seis fallecidos. Ahora, la vivienda, de un piso, tiene una grieta en el techo del antejardín, los vidrios de las ventanas se rompieron y se cayó el cielo raso en la habitación principal y el baño.
“Hoy nos toca dormir en otro lugar porque aquí es imposible. En muchas ocasiones nosotros trabajamos desde casa, pero nos sentimos inseguros y con miedo. También nos da mucho dolor perder parte de lo que habíamos conseguido con esfuerzo”, agregó.
En la calle lo único que suena es el crujido de los vidrios rotos que son recogidos por los vecinos. Las personas están en silencio, que solo rompen los comentarios de “¿están bien?”, al que todos contestan que sí, sin mayores detalles. Los rostros son cabizbajos y otros tantos confirman en un abrazo que el dolor no se expresa solamente con llanto.
Diagonal a la vivienda de Monroy está la casa de Amelia Muriel de Martínez y Jesús Martínez, una pareja de esposos que llegó al barrio en 1971. Ambos están sentados en su antejardín sin hablarse. Miran a su alrededor y saludan con la mirada a algunos vecinos.
La puerta de su vivienda está abierta y adentro solo se ve polvo, tierra, escombros, el techo dañado y a sus hijos con varias escobas intentando limpiar. “Nosotros estábamos solos cuando se escuchó la explosión. Yo le estaba arreglando las uñas a mi esposo e intentamos salir a la calle como pudimos, porque ninguno de los dos puede caminar bien”, aseguró Amelia.
Su esposo, por su parte, mantiene el silencio. La explosión afectó la vivienda en la que han vivido durante más de 50 años, en la que criaron a sus hijos y ahora viven solos. Todo lo que consiguieron durante décadas fue destruido.
“Me siento abandonada por la vida, pero gracias a Dios no tenemos ningún rasguño”, añadió Amelia. Segundos después, su esposo Jesús Martínez rompe su silencio. “Es la segunda vez que nos toca escuchar una bomba aquí. La primera fue hace 25 años, cuando también atacaron con cilindros a la base aérea. No sé por qué ellos tienen sus instalaciones aquí, sabiendo el riesgo que representa para la comunidad”.
Ni siquiera la leve lluvia es capaz de levantarlos de las sillas. De vez en cuando, Amelia choca suavemente la parte posterior de su cabeza con la fachada de su casa. “No sé si nos ayudarán a reconstruir nuestro hogar. No teníamos nada de lujos, pero ahora ni siquiera tenemos dónde acostarnos”, agregó.
“El daño ya está hecho”, aseguró Amelia.
De acuerdo con la alcaldía de Cali, más de 60 personas resultaron heridas, entre las que hay cinco niños, de la explosión que se registró en la tarde del pasado jueves 21 de agosto, junto a la base aérea de Cali. Seis personas murieron y por lo menos cuatro permanecen en estado crítico.
Entre tanto, desde la acera un vecino se acerca a la casa de Amelia y Jesús y les pregunta por qué no entran a la casa para resguardarse de la lluvia. Amelia cede y responde: “Nos da miedo”.