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Capítulo de “Eso no es amor”, sobre diez feminicidios que impactaron a Colombia

Fragmento del libro publicado por el sello editorial Aguilar sobre casos como el de Valentina Trespalacios, la joven DJ asesinada brutalmente por su novio norteamericano, el de Rosa Elvira Cely y el de Erika Aponte, quien falleció tras recibir dos disparos de su expareja en el centro comercial Unicentro de Bogotá.

Juana Afanador Mejia * / Especial para El Espectador

15 de julio de 2025 - 12:01 p. m.
El libro de Juana Afanador Mejía será presentado este jueves en la librería Prólogo de Bogotá. Los casos narrados revelan las grandes fallas que hay en el sistema para prevenir los feminicidios y dejan al descubierto los prejuicios, los discursos revictimizantes y el machismo que existen frente a este tipo de crímenes.
Foto: Cortesía Penguin
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Introducción

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Cuando empecé a escribir este libro me pregunté cómo contar un relato sobre feminicidios sin revictimizar a las víctimas. Esa fue mi principal preocupación, cómo hago para no crear crónicas rojas y narrar sucesos dolorosos de la manera más cuidadosa y reviviendo a estas mujeres, de las que no sabemos ni los nombres. ¿Cómo rendirles un homenaje y al mismo tiempo contar sus historias? Historias que son violentas, dolorosas, impactantes, y frente a las cuales preferimos apagar las noticias cuando salen o pasar rápido la página del periódico para no enterarnos. Bueno, para eso es este libro. Para verles las caras de frente a diez víctimas de feminicidio de orígenes diversos, de edades distintas, madres, abuelas, hijas, esposas, amigas, compañeras y hermanas, a las que un hombre mató por ser mujeres. Eso es el feminicidio, morir por ser mujer. Esta idea genera malentendidos y rechazo, a veces viscerales. Voy a intentar explicarlo pedagógicamente: la gente se imagina que las razones de esos crímenes son las de todos los crímenes. Celos, venganza, odio, asuntos personales o arreglos de cuentas, y que eso simplemente le pasa a una mujer. Pero la idea de feminicidio invierte esa lógica, y los motivos que alega el feminicida en el momento del proceso, después del crimen, son justificaciones retroactivas para minimizar su actuación y recibir así una condena menos severa, o para tratar de generar cierta empatía y que no lo vean como un monstruo. Mejor dicho, son excusas. Decimos que el feminicidio es morir por ser mujer porque esa característica de la víctima es la que posibilita la violencia que se ejerce contra ella. Del mismo modo, por ejemplo, cuando se habla de infanticidio, no queremos señalar simplemente de forma anecdótica que la víctima fue un niño, queremos decir que por ser niño estaba en una situación especial de indefensión y que el victimario no solo se aprovechó de eso, sino que tuvo que matar de una manera diferente a la que habría utilizado contra otro adulto, típicamente con un despliegue desproporcionado de fuerza. También nos encontramos con los casos en los que la víctima es una niña y se encuentra en una posición de doble vulnerabilidad —durante 2024, en Colombia se registraron más de treinta feminicidios en menores de dieciocho años.

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Las mujeres no somos niños, pero ocupamos una posición precaria y de mayor vulnerabilidad que los hombres en la sociedad patriarcal. Y la violencia masculina, cuando se ejerce contra nosotras, no se ejerce de la misma manera que entre hombres. No es una violencia simétrica, sino siempre una violencia que sorprende y horroriza por el exceso de crueldad y de sevicia. En todos los casos que expongo en este libro, veremos que los feminicidas no solo matan a sus víctimas, sino que, como dice María Victoria Uribe, las rematan y las contramatan. De hecho, las técnicas violentas utilizadas solo tienen un equivalente en las que se han empleado históricamente en contextos de guerra civil para exterminar y aterrorizar a grupos enemigos. El feminicidio, a diferencia del homicidio ordinario, es una guerra que el feminicida declara contra la mujer. Puede sonar exagerado, pero no lo es. El registro de la violencia a la que se recurre es el mismo.

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Para comenzar este libro, hice una lista de noticias sobre feminicidios que me habían impactado en los últimos años y escribí sobre algunas, y sobre otras, no. En el camino, mientras les contaba a mis amigos y familiares que estaba investigando sobre feminicidios, me llegó una historia inesperada: en un almuerzo familiar, mi papá me habló de un caso que le había referido su hermana mayor cuando eran pequeños y que fue muy famoso en los años cincuenta en Bogotá. Él se acordaba de que la historia involucraba a un extranjero italiano o francés y que la víctima se llamaba Teresita. Con esa anécdota a medias, supe del caso de Teresita la descuartizada, que había causado conmoción en 1949 y que llenó las páginas del periódico El Tiempo durante meses. Ese hecho fue una excelente oportunidad para hablar de feminicidio cuando no existía en el Código Penal y para explorar las leyes colombianas de los años cincuenta, en plena Violencia, y de paso para ahondar en los archivos de los periódicos de la época, leer las crónicas sobre el asesinato y ver la representación que hacían los medios de este tipo de crímenes. ¿Qué pasaba en esa época cuando mataban a una mujer? Dicho feminicidio, ocurrido antes de que existiera legalmente el feminicidio, nos permite pensar en cómo eran tipificadas esas muertes en el pasado reciente, y en cómo la idea del crimen pasional que intento deconstruir fue precisamente la que hizo posible superar la tipificación del delito de feminicidio.

Y, bueno, ¿cómo hacer un libro sobre feminicidios en Colombia y no hablar de Rosa Elvira Cely? ¿Cómo no escribir sobre el crimen que nos dejó paralizados y nos puso a hablar de feminicidio en el país? Rosa Elvira cambió nuestra historia y logró que el feminicidio fuera reconocido como un crimen autónomo, pero tuvieron que pasar años para que el Congreso de la República lo decretara así en julio de 2015 con la Ley 1761. Por medio de periodistas, logré llegar a la hermana de Rosa Elvira, Adriana, quien tuvo la generosidad de hablar conmigo, contarme cómo ha vivido después del asesinato de su hermana y cómo fue intentar encontrar justicia en medio de una cantidad enorme de irregularidades y el desdén de las autoridades. También conversamos sobre la mediatización del caso, la vida de su sobrina, huérfana por feminicidio, y el gran reto aún por delante de que existan imputaciones por feminicidio y no por homicidio para evadir la responsabilidad de este crimen específico.

Los demás relatos se fueron presentando en medio de charlas y caminatas. Cuando me preguntaban a qué me estaba dedicando, contaba que estaba escribiendo un libro sobre feminicidios y que estaba buscando historias. En una caminata al alto de Guadalupe, una amiga me dijo que conocía a una mujer venezolana a la que le habían matado a su hermana. Así llegué a Andrea, la hermana de Deyanira. Mi amiga me pasó su número de teléfono, la contacté y nos pusimos una cita en una cafetería en Soacha. Nos tomamos un tinto y Andrea me contó la historia de su hermana, cómo habían llegado a Colombia desde Venezuela, y se abrió de una manera generosa y sin tapujos. Mientras charlamos un par de horas, en las que la voz se le entrecortaba por momentos, se reía, se acordaba de anécdotas y mirábamos a la gente de al lado, reconstruyó la vida de su hermana. Con Andrea rompí el miedo que tenía de revictimizar, y ella me reafirmó la importancia de contar las historias de las víctimas olvidadas, aquellas que nunca salieron en los noticieros, en la prensa, y que deben ser contadas. El caso de una mujer berraca migrante, que llegó a pie a Bogotá desde Arauca con sus hijos y que se enfrentó a un mundo de violencia, en un país y en una ciudad totalmente nuevos para ella, como muchas de las mujeres migrantes venezolanas en condiciones vulnerables que han llegado a territorio colombiano. Siempre pensamos, por alguna razón, que las mujeres a las que matan son necesariamente locales, pero no nos preguntamos por esas mujeres que migran en busca de una vida mejor y que se encuentran con un sinfín de barreras, pero también de violencias, producto de la misma migración. No es lo mismo ser una mujer colombiana que una mujer venezolana migrante en Colombia, que tiene mayores posibilidades de ser víctima de violencias basadas en género.

A la historia de Yudi Angélica llegué buscando artículos en Google, y en particular me llamó la atención un artículo de El País titulado “El desamparo condena a las familias de las víctimas de feminicidios”, escrito por Sally Palomino. Apenas abrí el enlace apareció la foto de una mujer con un retrato de su hermana, que había sido víctima de feminicidio. Ahí, de frente, aparece la foto de la víctima, y la columna empieza con una frase que me marcó: “Yudi Angélica Beltrán sabía que la iban a asesinar”. Después de leer eso necesitaba conocer esa historia, entender por qué Yudi sabía que la iban a matar, y cómo llegó a ser víctima de ese crimen. En ese mismo momento le escribí a la periodista y le pedí el contacto de la hermana de Yudi, con quien concreté muy rápidamente una entrevista. Con Maryluz hablamos virtualmente y la acompañé en su trayecto del trabajo a la casa. En la cámara se veía igual que en la foto que aparecía en el artículo de El País. Me fue contando de Yudi, me hizo sentir su angustia mientras relataba lo que habían tenido que pasar, y, como Andrea, se abrió y me relató la vida y muerte de su hermana. Esa historia fue escalofriante, la forma en la que la encontraron, la desolación de la familia por no poder verla, y lo importante que es la presencia del cuerpo, o de los restos, para poder tener un cierre y despedirse de la persona amada.

En una charla con mi mamá sobre estas entrevistas que ya había hecho, se acordó de un caso de feminicidio que la marcó muchísimo: el de una mujer en Medellín que tenía once hijos, y cuando la Alcaldía se pronunció sobre su muerte, dijo que esta había sido por falta de autocuidado. Mejor dicho, a la mujer la mataron por culpa de ella. El relato de mi mamá me pareció difícil de creer, once hijos en estos tiempos, y la Alcaldía le echó la culpa; qué pasó con todos esos niños, la familia cómo hizo, y además la revictimización por parte del Estado, que se supone que nos debe proteger. Me contacté con dos de sus hermanas y entrevisté a una de ellas. Clara, una mujer joven, tranquila pero firme, me contó la historia de su hermana mayor, Claudia. Me habló del día en que Claudia fue víctima de feminicidio y de cómo todo cambió para siempre y vivir se volvió difícil. Con ella hablamos mucho del impacto en las familias y de un tema que poco se toca: los huérfanos del feminicidio, que fue más grave aún en el caso de su hermana, pues dejó once hijos de todas las edades, cuya crianza tuvieron que asumir las hermanas y los papás de Claudia; del vuelco que el feminicidio causa en las vidas de las familias; de cómo se vive después de un trauma de este tipo, cómo se sigue con la vida, y de cómo se acompaña a once sobrinos en la orfandad. Eso no es una exageración, es la realidad de una familia de carne y hueso, que todavía hoy sigue luchando para que se haga justicia, porque esta va más allá de una condena.

Escribir sobre feminicidio implica tratar de entender cómo funciona la justicia y qué pasa dentro del sistema judicial para demostrarlo y condenar al culpable. Así llegué a una amiga de una amiga, que me contó de un caso que la marcó mucho, no solo por la violencia, sino por la familia de la víctima. Nazly era una trabajadora sexual que tenía una vida de película. Hablé con su hermana Linda, una mujer que sentí que conocía de siempre, de una dulzura impresionante. Superexpresiva cuando hablaba de Nazly, con una sonrisa enorme cuando describía a su hermana, con lágrimas cuando revivió el momento del funeral y con tranquilidad cuando recordaba los momentos felices que vivieron juntas. La hermana de Nazly rompió todos mis prejuicios e ideas de cómo era la familia de una trabajadora sexual. También lloró, porque narrar la vida de su hermana era revivir un momento difícil de profundo dolor, que decidió compartir conmigo, por lo cual nunca voy a saber cómo agradecerle. Linda me puso en contacto con su padre; nos vimos por el barrio Ricaurte y nos tomamos un tinto mientras me contaba la vida de su hija, y me dejó con una frase que aún resuena en mí: el feminicidio de una hija nunca se supera y nunca se debe superar, porque es algo con lo que la familia debe aprender a vivir, ese feminicidio hace parte de su vida y siempre lo hará. Ese caso me dio en el corazón, como todos. Y me ratificó la necesidad de hacer este libro como un homenaje a las víctimas y a sus familias, a las hermanas que luchan a diario para que la memoria de las suyas siga viva. No puede ser que las víctimas de feminicidio sean una cifra de la que nos olvidamos, debemos tenerlas presentes con nombre y apellido.

En mi búsqueda de seguir entendiendo la relación entre justicia y feminicidio logré hablar con el abogado de Valentina Trespalacios, una víctima reciente de un caso muy mediático, que reúne muchos de los temas que me interesan: el papel de los medios de comunicación en el cubrimiento de los feminicidios en Colombia, la construcción del amor como sufrimiento y dolor, la cosificación de las mujeres y por qué o cómo un abogado llega a este tipo de casos. Con el abogado tuvimos una charla muy interesante sobre justicia y venganza, sobre la necesidad de ayudar a las familias que no tienen los medios para pagar recursos legales eficientes y sobre la presión al sistema judicial para que estos casos no queden en la impunidad. También conversamos sobre la necesaria búsqueda de penas ejemplarizantes y de un cambio social y cultural que deje de justificar el feminicidio y reconozca todos los tipos de violencia que son ejercidos contra las mujeres. El caso de Valentina Trespalacios tuvo la particularidad de que lo viví minuto a minuto, porque mientras escribía se estaba llevando a cabo el juicio, y eso me permitió ver los detalles, los alegatos de los abogados, las pruebas y las reacciones de la gente que lo seguía. Y el hecho de que, como en el caso de Teresita, el feminicida también hubiera sido un hombre extranjero me hacía preguntarme si por ser extranjero podía salir bien librado, como pasó con Angelo Lamarcca.

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En medio de intercambios de chats, en uno de esos tantos grupos de WhatsApp, una amiga y compañera feminista mandó un mensaje en el que expresaba su preocupación por una publicación de Facebook de un feminicida condenado. Cuando vi ese mensaje le escribí inmediatamente a Gin, quien lo había compartido, preguntándole de qué se trataba. Mi amiga me contó que el feminicida de una de sus grandes amigas, al parecer, tenía acceso a Facebook desde la cárcel, o había salido libre, pero no entendía qué podía estar pasando. El intercambio nos llevó a hablar de María del Rosario, su gran amiga víctima de feminicidio, una mujer feminista, profesora, de la que uno pensaría que estaba lejos de ser la víctima perfecta, y alrededor de cuya muerte hubo mucho silencio y vergüenza. Un caso con muchas preguntas no resueltas, con muchos vacíos y con muchas reflexiones sobre qué es lo que impide denunciar la violencia intrafamiliar en muchos sectores de la sociedad.

Por alguna razón horrible, todos conocemos o hemos oído hablar de alguna víctima de feminicidio, y durante la escritura de este libro me acordé de una joven trabajadora doméstica que iba a la casa de una de mis tías y a la que le habían matado a su hermana. Entre varios familiares nos acordamos del feminicidio de la hermana de Leidy, Johanna Andrea, y de lo doloroso que fue para ella. A Leidy le escribí, le pregunté si quería hablar conmigo y contarme sobre el feminicidio de su hermana, a lo que respondió que claro. Al principio la charla no fue muy fluida; Leidy es una mujer callada, reservada, de pocas palabras, pero poco a poco, mientras avanzábamos en la historia de vida de su hermana, se soltó. Me compartió episodios dolorosos, otros muy bonitos, y la experiencia de Johanna Andrea, que resultó muy distinta a la suya; su hermana menor, que se creía la mayor, que vivió muchas violencias desde muy jovencita y tuvo una vida muy corta.

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Finalmente, la última historia por contar fue tal vez la más difícil, por ser la más reciente. Yo creo que todos nos acordamos del Día de la Madre de 2023, en el que hubo un feminicidio en el centro comercial Unicentro, en la ciudad de Bogotá, que sacudió a todo el país. A Erika Aponte la mató su expareja en su lugar de trabajo y luego se suicidó. Este caso mezcla muchísimas cosas: una víctima que había denunciado a su agresor, que había seguido todos los protocolos; el suicidio del feminicida; un niño huérfano; la sensación de injusticia, y el espacio público. Para narrar lo ocurrido, por medio de la periodista Natalia Cortés, me puse en contacto con Sandra, la tía paterna de Erika. Después de varias semanas intentando, nos encontramos a la salida de su trabajo un día entre semana y lluvioso en Bogotá. Pasamos un par de horas charlando sobre su sobrina. El caso está muy vivo para la familia y el dolor es intenso y se siente en cada frase de Sandra. En medio de lágrimas, se refirió a la niña de sus ojos y a su enorme amor por ella. Yo creo que eso le dio la fuerza para hablar, para que la vida de Erika no quede en el olvido.

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Este libro está compuesto por diez historias de mujeres víctimas de feminicidio en Colombia. Las escribí, sin darme cuenta, por medio de entrevistas realizadas a sus hermanas y a mujeres cercanas a ellas. La investigación me llevó a encontrarme con estas mujeres y a que la voz del libro fuera potenciada por sus testimonios. En la reconstrucción de los hechos me apegué con mucho cuidado a los relatos y los confronté con cifras, investigaciones sociológicas que abren reflexiones y archivos periodísticos y de prensa, para complementar todos los puntos de vista.

Escribir este libro ha sido una montaña rusa de emociones, de alegría por poder reivindicar la vida de estas mujeres, rendirles un homenaje y abrazarlas desde las palabras. Esta es mi movilización.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Juana Afanador. Es científica social de la Universidad de los Andes, con maestría en Sociología de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Es una voz muy reconocida del movimiento feminista en Colombia. Ha sido profesora en el Instituto de Estudios Políticos de Lille, la Universidad de París-Est Marne-la-Vallée, la Universidad París-Saclay y la Universidad de los Andes. Es coautora, junto con David García, de “Metro elevado: ¿un nuevo Reficar u Odebrecht?" (2019). Ha escrito para El Espectador y Razón Pública, entre otros medios de comunicación. Es panelista y analista política de “La Mesa Ancha” de Noticias RCN.

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Por Juana Afanador Mejia * / Especial para El Espectador

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