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                                                                                                                              A Cartagena por el río Sinú

                                                                                                                              La mención del nombre de la hoy capital de Bolívar producía miedo entre los sinuanos. Hay que regresar a comienzos del siglo XX para entender por qué.

                                                                                                                              José Luis Garcés González *

                                                                                                                              Para los sinuanos de las últimas décadas del siglo XIX y de los primeros cuarenta años del siglo XX, Cartagena era una palabra escalofriante. Producía miedo. Hacía sudar los cuerpos. Entristecía a los que les tocaba viajar. ¿Cartagena? Hum, ¡eso está al otro lado del mundo!, exclamaban. De allá no se vuelve. Era la ciudad de la eterna distancia. La única opción, en esa época, para ir a Cartagena era el río Sinú. Por tierra, imposible. No había carreteras, ni siquiera destapadas. El primer kilómetro de carretera (nada de asfalto o pavimento: tierra pura) se emparapetó en esta región en 1948. Lo que había eran caminos de herradura, trochas, cruces por los potreros, “mataos” por la pisada de la abarca.

                                                                                                                              Pero lo obligatorio del asunto era que había que ir a Cartagena si se querían continuar los estudios, o hacer negocios, o buscar ayuda médica. Catalino Galván, cuenta don Jaime Exbrayat, salió de San Pelayo a cursar medicina a Cartagena a principios del siglo XX y tuvo que dejar hecho el testamento, lo despidieron entre alaridos y cubrieron, durante su ausencia, las puertas y ventanas de su casa con crespones negros. ¡Cartagena, eso queda al otro lado del mundo! Había que meditarlo mucho.

                                                                                                                              Doña Estebanita Martínez demoró pensando dos años el viaje que iba a hacer para permanecer quince días en un tratamiento de salud. Una semana antes de la partida murió de un cólico miserere. Algunos dijeron que fue por agua contaminada, otros que por físico miedo al largo y tenebroso viaje.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Del Sinú se enviaban maderas, carne salada, manteca de cerdo, vituallas, aves de corral, frutales, queso, suero y mantequilla en grandes cantidades. Las personas eran conscientes de ese hecho político-económico, pero la palabra continuaba despertando miedo.

                                                                                                                              Todavía hay ancianos que recuerdan lo que ocurría en los años cuarenta cuando cogían a los muchachos para que fueran a pagar el servicio militar obligatorio. Los correteaban a caballo o los esperaban a la salida del Cine Variedades o del Teatro Roxi.

                                                                                                                              Allí los sorprendían, los agarraban, los ataban por los puños y los llevaban al cuartel de la policía. Al amanecer del otro día, los montaban en las lanchas o en las barquetonas, los amarraban pecho de paloma y se los llevaban en El Sol, la Bolívar o en la lancha Concepción. ¿A dónde? Pues a Cartagena, ¡eso que queda al otro lado del mundo!; allá arribarían treinta horas después si no había dificultades en la desembocadura del río.

                                                                                                                              Las madres y los familiares lloraban a moco tendido, se iban a despedirlos a la muralla construida por el primer ingeniero monteriano, Víctor Tribiño, en la década del treinta. Los lamentos estremecían. “¡Ay –se quejaban–, llevárselos a Cartagena, de donde no se vuelve jamás!”. “¡Ay, hijo de mis entrañas, cuánto me dolió parirte y criarte para que ahora te lleven amarrado para Cartagena, eso que está al otro lado del mundo!”. “¡Ay, Dios mío, cuídamelo; Virgen del Carmen, protégemelo!”. Varias madres perdían el conocimiento y había que llevarlas a los cobertizos cercanos para echarles en las sienes ron compuesto, párate muerto, o ponerlas a oler creolina para despertarlas.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Durante el sitio de Pablo Morillo y sus soldados, en 1815, del Sinú se mandaron decenas de embarcaciones con comida para aliviar el cerco por hambre a que estaba sometida esa capital; incluso, algunas de esas lanchas fueron capturadas por los españoles y sus ocupantes sometidos a juicio sumario y fusilados de inmediato, historia que poco se conoce en Cartagena y en el resto del país.

                                                                                                                              Pasaron los años y, después de varios esfuerzos, en 1951, Córdoba se independizó de Bolívar y comenzó un lento resurgimiento. El río, poco a poco, dejó de ser la vía para las lanchas y las lanchas un lugar para el miedo. Empezó para él el tiempo de la nostalgia. Todavía fluye, serpentea, se golpea contra las barrancas, carga planchones o canoas, y al fin se derrama en el mar Caribe.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Los 300 kilómetros terrestres que nos separan de Cartagena fueron cubiertos, al principio, por lentos y viejos buses de palito embadurnados de polvo y barro por todas partes, y aunque se demoraban doce o quince horas para llegar, la gente viajó más y las relaciones comerciales se tornaron más sólidas. Y la palabra Cartagena dejó de provocar miedo. Hoy, entre la Heroica y Montería no hay más de cuatro horas de distancia. ¡Ya no está al otro lado del mundo! ¡Ya no produce espanto!

                                                                                                                              *Director del periódico cultural “El Túnel” y catedrático de la Universidad de Córdoba. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, al francés, al eslovaco y al inglés. Su libro más reciente es la novela “Fuga de caballos”. E mail: jlgarces2@yahoo.es

                                                                                                                               

                                                                                                                              Para los sinuanos de las últimas décadas del siglo XIX y de los primeros cuarenta años del siglo XX, Cartagena era una palabra escalofriante. Producía miedo. Hacía sudar los cuerpos. Entristecía a los que les tocaba viajar. ¿Cartagena? Hum, ¡eso está al otro lado del mundo!, exclamaban. De allá no se vuelve. Era la ciudad de la eterna distancia. La única opción, en esa época, para ir a Cartagena era el río Sinú. Por tierra, imposible. No había carreteras, ni siquiera destapadas. El primer kilómetro de carretera (nada de asfalto o pavimento: tierra pura) se emparapetó en esta región en 1948. Lo que había eran caminos de herradura, trochas, cruces por los potreros, “mataos” por la pisada de la abarca.

                                                                                                                              Pero lo obligatorio del asunto era que había que ir a Cartagena si se querían continuar los estudios, o hacer negocios, o buscar ayuda médica. Catalino Galván, cuenta don Jaime Exbrayat, salió de San Pelayo a cursar medicina a Cartagena a principios del siglo XX y tuvo que dejar hecho el testamento, lo despidieron entre alaridos y cubrieron, durante su ausencia, las puertas y ventanas de su casa con crespones negros. ¡Cartagena, eso queda al otro lado del mundo! Había que meditarlo mucho.

                                                                                                                              Doña Estebanita Martínez demoró pensando dos años el viaje que iba a hacer para permanecer quince días en un tratamiento de salud. Una semana antes de la partida murió de un cólico miserere. Algunos dijeron que fue por agua contaminada, otros que por físico miedo al largo y tenebroso viaje.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Del Sinú se enviaban maderas, carne salada, manteca de cerdo, vituallas, aves de corral, frutales, queso, suero y mantequilla en grandes cantidades. Las personas eran conscientes de ese hecho político-económico, pero la palabra continuaba despertando miedo.

                                                                                                                              Todavía hay ancianos que recuerdan lo que ocurría en los años cuarenta cuando cogían a los muchachos para que fueran a pagar el servicio militar obligatorio. Los correteaban a caballo o los esperaban a la salida del Cine Variedades o del Teatro Roxi.

                                                                                                                              Allí los sorprendían, los agarraban, los ataban por los puños y los llevaban al cuartel de la policía. Al amanecer del otro día, los montaban en las lanchas o en las barquetonas, los amarraban pecho de paloma y se los llevaban en El Sol, la Bolívar o en la lancha Concepción. ¿A dónde? Pues a Cartagena, ¡eso que queda al otro lado del mundo!; allá arribarían treinta horas después si no había dificultades en la desembocadura del río.

                                                                                                                              Las madres y los familiares lloraban a moco tendido, se iban a despedirlos a la muralla construida por el primer ingeniero monteriano, Víctor Tribiño, en la década del treinta. Los lamentos estremecían. “¡Ay –se quejaban–, llevárselos a Cartagena, de donde no se vuelve jamás!”. “¡Ay, hijo de mis entrañas, cuánto me dolió parirte y criarte para que ahora te lleven amarrado para Cartagena, eso que está al otro lado del mundo!”. “¡Ay, Dios mío, cuídamelo; Virgen del Carmen, protégemelo!”. Varias madres perdían el conocimiento y había que llevarlas a los cobertizos cercanos para echarles en las sienes ron compuesto, párate muerto, o ponerlas a oler creolina para despertarlas.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Durante el sitio de Pablo Morillo y sus soldados, en 1815, del Sinú se mandaron decenas de embarcaciones con comida para aliviar el cerco por hambre a que estaba sometida esa capital; incluso, algunas de esas lanchas fueron capturadas por los españoles y sus ocupantes sometidos a juicio sumario y fusilados de inmediato, historia que poco se conoce en Cartagena y en el resto del país.

                                                                                                                              Pasaron los años y, después de varios esfuerzos, en 1951, Córdoba se independizó de Bolívar y comenzó un lento resurgimiento. El río, poco a poco, dejó de ser la vía para las lanchas y las lanchas un lugar para el miedo. Empezó para él el tiempo de la nostalgia. Todavía fluye, serpentea, se golpea contra las barrancas, carga planchones o canoas, y al fin se derrama en el mar Caribe.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Los 300 kilómetros terrestres que nos separan de Cartagena fueron cubiertos, al principio, por lentos y viejos buses de palito embadurnados de polvo y barro por todas partes, y aunque se demoraban doce o quince horas para llegar, la gente viajó más y las relaciones comerciales se tornaron más sólidas. Y la palabra Cartagena dejó de provocar miedo. Hoy, entre la Heroica y Montería no hay más de cuatro horas de distancia. ¡Ya no está al otro lado del mundo! ¡Ya no produce espanto!

                                                                                                                              *Director del periódico cultural “El Túnel” y catedrático de la Universidad de Córdoba. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, al francés, al eslovaco y al inglés. Su libro más reciente es la novela “Fuga de caballos”. E mail: jlgarces2@yahoo.es

                                                                                                                               

                                                                                                                              Por José Luis Garcés González *

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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