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Hemos tenido que seguir junto a una colaboradora rastros y rutas de La vorágine por un proyecto que desarrollamos para la Biblioteca Nacional y el Ministerio de las Culturas a través de Cocrea: Vértigo de La vorágine. Aunque lo que más hemos hecho es cine, se nos permitió que el llamado fuera más como de juglar y que el resultado no fuera un documental o cosecha cinematográfica propiamente dicha, sino que fuera, será, una cosecha de fotografías, textos y segmentos de video. Eso en lo tangible y por dar un contexto. Porque la cosecha más grande es atestiguar cuántos hermanos y hermanas del territorio que llaman Colombia atraviesan y han atravesado dolores y trampas profundas que han puesto nuestro orden y el abandono del Estado desde que no hay registro: y sin embargo estas esquinas del mundo son las más abiertas a buscar la paz, encontrar los caminos para sanar y parar el desastre que hemos impuesto en el planeta y poner el pecho a las más grandes pestes del capitalismo voraz. (Recomendamos una videoentrevista de Nelson Fredy Padilla al historiador Carlos Páramo sobre la importancia de la novela “La vorágine”).
Se nos ha permitido, además, alejarnos de las tarimas de celebración del libro, porque por las culturas y los pueblos que atravesamos muchas veces ni conocimiento de la existencia del libro hay. Pese a que es uno de los primeros y pocos ejemplos de la literatura occidental de Latinoamérica que aprovechó su fuerza para erguirse como un libro de denuncia de males mayores y vejámenes innombrables: el mismo José Eustasio Rivera se lamentaba de que en lugar de que su texto funcionara como una denuncia efectiva, había dado aires míticos a esos dolores y al etnocidio cauchero en el sur de Colombia.
A donde hemos llegado para este proyecto en el Vaupés, Putumayo, Amazonas, Guaviare, Casanare y en puntos muy variados dentro de cada parada, hemos encontrado casi siempre, por casualidad, o por ser fuerzas tan evidentes y tan vivas, grupos de mujeres congregadas en objetivos específicos conjuntos. Muchas veces familia entre sí. Mujeres y grupos de mujeres concentradas en sanarse de las heridas del conflicto impuesto, el de hace un siglo y el de ahora, concentradas en sanar sus geografías, soltarse del yugo del maltrato machista, cuidar la vida, cuidar el alimento, formar la chagra, recuperar recetas y revivir la lengua.
Salpicado el camino también por hombres muy particulares y masculinidades muy nuevas, nos hemos entregado al rigor de su fuerza y la luz de su dolor para no solo denunciar sus dolores, sino celebrar su fuerza y sus logros imposibles de enumerar. Nos ha aterrado encontrar sin embargo que pese a, como nos explicaba una mujer, activista y gestora social indígena del clan Jitomagaro, a unas horas de La Chorrera, capital de la tortura indígena en la fiebre cauchera, río abajo por el Igará Paraná, no están estancadas en las memorias del etnocidio y están con el “canasto de la abundancia” y no “el canasto del dolor”. Por más de que el horror se haya perpetuado por generaciones.
El texto, cuarto capítulo de la sección literaria de Vértigo de La vorágine, único narrado en voz humana, cuenta estas atrocidades que se esparcen hasta este día, este febrero de 2025, dice así: “Habla un hermano. Para que alguien se ubique rápido: unos poderosos hicieron una línea que se llama Colombia, pero dentro de esa línea hay muchos países, pueblos, culturas. Y hasta culturas suprafronterizas, donde los lazos de los pueblos superan esas líneas y tienen relaciones de ‘patria’ con suelos de dos o tres naciones. En Colombia, finalizando el siglo XIX y en buena parte del XX, hubo una fiebre cauchera bárbara con el terreno que la enmarca y con los seres que la habitaron. Es el terrible desastre que narra la segunda parte de La vorágine, que ha alimentado la primera mitad con la belleza del Llano y otros horrores. Esa fiebre cauchera se dio sin ningún pudor con un etnocidio como fondo y superficie. Como desde el presidente hasta terratenientes tenían tierras allí o intereses en estas tierras y en la industria cauchera, jamás el dolor de las comunidades fue una variante en la ecuación. De nada les servía a los indígenas que sus territorios se los pelearan las naciones y las nacionalidades: en su vida diaria o en su bienestar en nada práctico. Además, por esas mismas razones los flagelos y las cifras se maquillaban. Oficialmente se hablaba de 6.000 indígenas torturados o muertos, cuando la realidad hizo evidente que fueron más de 40.000 torturados y asesinados directos, sin contar que la tortura, como las deudas allí narradas, se heredaban por generaciones. Un indígena tenía que recoger 10 kilos de caucho, que se compraba a pocos centavos. Se le pagaba con algún alimento o una camiseta, que valía varias decenas de pesos. Cuando un indígena llevaba años sometido a la extracción de caucho, aún no pagaba siquiera una parte de la primera camiseta. Cuando moría humillado y extenuado, o torturado, sus hijos y nietos pasaban a heredar la deuda. Esto en el mejor de los casos. Allá, donde podía anidar perfecto el demonio de la codicia, al indígena que no cumpliera la meta de recolección diaria se le cortaban las manos. O se le vertía caucho hirviendo en sus oídos o fosas nasales, o el orificio que les causara gracia a los patrones, se les violaba a sus familias en frente de ellos o los azotaban mientras los estiraban en arcaicas y aterradoras máquinas de retorcer el cuerpo. O se les ahogaba, se les colgaba con las manos arriba, o lo que se le ocurriera a la siempre inatajable maldad humana: especialmente la del poderoso sobre el oprimido, al civilizado sobre el salvaje, al ‘humano’ sobre las ‘subespecies o subrazas’, para las que era imposible quejarse o levantar la voz, o inútil cuando se atrevían o lograban hacerlo”.
No solo La vorágine, sino varios libros retratan esta ignominia, tanto documentales como ficciones de la época. Pero el libro que logró detener de alguna manera el desastre al menos parcialmente fue el famoso Libro azul, de los ingleses: Roger Casement, británico enviado por su Gobierno para destapar la podredumbre y crueldad de la industria cauchera, como lo había hecho antes con la cauchería del Congo, exponía y documentaba la ferocidad de la casa Arana y la Peruvian Amazon Company, como se llamó oficialmente la empresa montada por el peruano Julio César Arana y familia. Su demoledor informe hizo que el Gobierno británico retirara sus inversiones en la zona y juzgara en suelo británico a Arana, obligando al desmonte de sus empresas y su orden de horror.
Arana se defendió en el juicio utilizando, entre otras cosas, fotografías que él mismo había ordenado al fotógrafo francés Eugène Robuchon. Solo había escogido para su defensa las más dulces, pues la mayoría eran obras de horror que calcaban la realidad de los indígenas. Robuchon desapareció sin que se aclararan las circunstancias, y se sostiene que su muerte fue ordenada por Arana al ver la letal evidencia fotográfica de su empresa criminal, y para poder tomar sin pudor las imágenes que solo sirvieran a su defensa. Se le ordenó una nueva misión fotográfica selva adentro y de allí nunca regresó. Arana vivió tranquilo el resto de su vida e incluso llegó a ser diputado. En cualquier caso, el desmonte de la casa Arana en La Chorrera y de la sangrienta industria del caucho en esos dominios solo sirvió para cambiar de verdugos a los indígenas de la zona y de la cuenca del Igará Paraná. Por solo nombrar una ruta.
Cuántas humillaciones necesita un indígena para que podamos llamarlo “hermano”. Cuántas humillaciones necesitan su familia y su etnia para que puedan ser llamadas “comunidad”. Cuando salieron los caucheros del control de la casa Arana, la tomó la Iglesia católica como guarida a través de los franciscanos (luego capuchinos y monjas lauritas), y fue montado allí un orfanatorio e internado, regido por estos religiosos. A mediados de los años 50, esta institución pasaría a un nuevo terreno en las afueras de La Chorrera, en un monte, y la vieja casa Arana con el tiempo se convirtió en un internado indígena, Casa del Conocimiento, regido por las autoridades indígenas del territorio.
Pero nos ocupa la otra, y es el tema central de este texto. No cesó el horror con la llegada de estas comunidades representantes del hermano Jesús, que había ordenado que nos amáramos todos. Para nada. Conozco a través de Jitomakury, activista y lideresa indígena de la familia huitoto, cientos de historias y narraciones sobre lo que tuvieron que vivir los niños que accedieron a este estilo de “formación”, única posibilidad académica para la mayoría, avalada y auspiciada además por el Gobierno colombiano. Ella es testigo directo en su familia, de tres generaciones de humillaciones y maltrato, y de los de cientos de niños y niñas víctimas de este régimen de crueldad y silencio. Es como si hubieran cambiado los árboles de caucho por esos niños indígenas; como si reemplazaran, también así, a sus abuelos. Tejeré, con su permiso, algunas de sus vivencias para terminar contando el estado actual del internado y la situación miserable de la infancia indígena en estas instituciones, que tuve oportunidad de atestiguar con mi corazón, mis ojos y mi cámara en octubre de 2024.
Pero empecemos con su mami. Hoy una mujer de una fuerza infinita, chagrera, cultivadora, de canastos inmensos en el vigor de su cuello desde antes del amanecer hasta que llega la tarde. De, contra toda recomendación y rompiendo las reglas de la forma de cuidar los huesos en la medicina occidental, subirse aún a cocoteros, palmas y otros árboles a pie limpio para bajarle frutas a su clan, de toda fuerza al imponerse a una vida de tristezas por quedar huérfana siendo una niñita sin edad aún… Al estar sola en el mundo no la visitaba nadie en el orfanato. Suficiente razón para ser encerrada los domingos en los mismos dormitorios de las castigadas. Aunque de repente eso de “castigadas” es muy genérico, pues castigadas eran y vivían casi todas. Y con toda clase de castigos: desde el hambre y la oscuridad hasta el látigo y el machete. “Malas eran las monjas… terribles”, dice en su tímido hilito de voz. Transmito algunas, todas documentadas y registradas y enmarcadas en la memoria, que funciona como los libros vivos de muchas comunidades. Alguna compañerita de esta abuela, siendo niñas, no lograba ayudar de manera efectiva en la cocina por lo que recibió un golpe de machete por el filo en el cráneo. El machete paró contra el hueso, por fortuna.
Cuando una niña cometía una falta grave, como “hablar su lengua” por ejemplo, se amarraba un palo dentro de la boca por la nuca, impidiéndole el habla y marcándole una horripilante sonrisa por días. No horas, ni minutos. Días de hambre y desespero. Si reincidía, si tenía miedo, si se quejaba, se le podía condenar al azote. Cuando las monjas estaban extenuadas de golpear o tenían pereza, o algo en su angurria de crueldad las satisfacía más por mano ajena, obligaban a que cinco compañeritas castigaran a la implicada. Y la que no cumpliera era la siguiente víctima: cada niña debería situarse en una extremidad y jalar a su compañerita condenada como si de eso dependiera su vida: y un poco porque de no hacer cómo se le pedía y al ritmo que se le pedía el azote caía sobre ellas. Generalmente las cuatro tenían que cometer la tortura forzadas y llorando, pero sin parar, de puro pavor. Una quinta empuñaba el azote que generalmente tenía que subir y bajar 100 veces hasta que dejaba la carne al aire y la piel en jirones.
Ante la histórica mala calidad de agua, del estado de los alimentos en la frontera de la podredumbre, en la institución y aupadas por el hambre que las debilitaba, las epidemias de diarrea y parásitos eran una constante y aún lo son. De noche se les encerraba en los dormitorios para obligarlas a defecar con todas las compañeras como testigos, y a la que por la falta de luz o exceso de materia evacuada se le regara, era obligada, con todas a recoger con la mano en la mañana siguiente. Si la limpieza con la mano quedaba mal hecha se obligaba a las niñas a meter la mano en los baldes con heces propias y ajenas.
El padre de Jitomakury, una de las autoridades espirituales y ceremoniales de la cuenca hoy en día, también padeció el rigor de la fuerza de esas congregaciones y su impunidad para el abuso. Con relatos bastante parecidos o donde cambiaba el frente de tortura, o las herramientas implementadas; recuerdo con dolor cómo contaba que estaban completamente normalizadas las golpizas y las humillaciones aún delante de sus padres. Este tipo de faltas son común denominador en los departamentos citados y sin duda por regiones que en esta ocasión no exploramos. Pero la sensación de pavor en una particularmente oculta e inaccesible como las de las Amazonias, con el nombre que tengan, hacían las pestes mucho más extremas y frecuentes.
Pero para no repetir historias, quisiera subrayar cómo se refirió a otro tipo de abuso como uno de los que más le afectó siendo niño: el alimento. Mientras los sacerdotes y monjas tenían ganadería y quién se las matara y preparara con exquisitez, los niños que comían en salas contiguas de ollas mugrosas e inadecuadas (como vimos que sucede hasta hoy y sustenta la palabra de los que fuimos y las imágenes que tomamos), debían comer las sobras de esos animales, generalmente huesos u órganos intragables que ya tenían colores sospechosos encima: mohos verdosos, amarillos purulentos, etc.
No me imagino la indignación de padres y madres “blancos”, si es que eso hay en Colombia, donde fueran sus hijos los que padecieran estos flagelos. Esas sobras se combinaban con el cuncho mugroso de un polvillo nutricional con escasos dos o tres centímetros de agua. Y ni nombrar los castigos cuando los niños por hambre, sabiendo la amenaza del castigo, buscaban fruta en los árboles, como niños salvajes y naturales que venían de sus terruños, con esta institución como la única posibilidad de estudiar en cientos de kilómetros a la redonda. Jitomakury, sus hermanas y toda su generación también lo padecieron.
No repetiré aquí dolores, aunque a ellas les tocara repetirlos todos: las mismas formas de tortura, el encierro en los mismos dormitorios en los que estuvo su mami, el mismo pavor, el mismo malestar, la misma falta mínima de higiene, el abuso de la fuerza. Y aunque parezca increíble e imposible, otros de los salones de castigo son exactamente los mismos recintos en que fueron torturados sus antepasados en la casa Arana, y que quienes conocemos sabemos que huelen a escalofrío. Cuento otras dos variedades: las palizas que recibía su hermana porque, ante la ausencia de agua medianamente limpia en el internado, y bajo el rigor de la humedad, la sed y el calor, se escapaba a bañarse en un riachuelo cercano a las marraneras, desnuda como hacía en sus montañas y en su río. De allá la traían, siendo una niñita, a juete y arrastrada para seguir la azotada delante de la comunidad, y devolverla al salón donde la dejaban castigada. Alguna vez las monjas pidieron a las niñas dibujar un animal. Esto ya en el cruce de la década de 80 a 90.
Jitomakury, amante atenta de la naturaleza, quiso hacer un mono de los que tanto se encontraba en los terrenos de su familia: selva pura. Pura y dura donde, como ella dijo, no se andan enfangando en el dolor “ahí están las cicatrices de los árboles… ese recordatorio basta”. Sí. Solo es dar un paso afuera de su casa y se está en selva pura y dura, en árboles cicatrizados de sus heridas de caucho, en chagra nueva y vigorosa. Así que el catálogo de animales con el que creció tiene de sobra especies de todas las superficies. Entonces hizo su mono completo. Así con la nostalgia de la selva. Como los había visto desde niña, allá entre su familia donde era libre de la cárcel del aprendizaje y una evangelización tergiversada. Le hizo, por supuesto, testículos, pipí, cola, pelo, cara, ojos... Pero las monjas se quedaron concentradas, por alguna razón, en el pene del mono y algo despertó en ellas, pues consideraron el dibujo pecaminoso y así se lo hicieron saber a látigo a esa niñita que dibujaba un animal amado. Además de la juetera, delante de los compañeritos como escarmiento, la obligaron a ir de rodillas a una iglesia en un terreno con un suelo hirviente donde hasta ir en botas duele. Por solo nombrar un dolor de su generación.
Pero han prolongado su tortura con algo aún peor: maltratar y tener como animales a niñas y niños, entre esos sus sobrinas, que hoy, en 2024, asisten a ese internado que más parece una indigna cárcel de menores. Así les sucede a esas almas libres, luminosas y salvajes. Yo fui a visitarlo porque ella, indignada, se había quejado y ha exigido que el orfanatorio, como lo llaman, e internado, pasara a ser dirigido y gestionado enteramente por el Azicatch (Asociación Zonal Indígena de Cabildos y Autoridades Tradicionales de La Chorrera), y se les retirara el comodato a los religiosos, ya que no invierten un centavo del inmenso presupuesto asignado cada año para gestionar, mantener y cuidar el lugar. Pasando al control completamente indígena podrían ejecutar de inmediato los planes de mejora han concebido, los proyectos de infraestructura diseñados e incluso implementar su conocimiento milenario de la zona, como parte fundamental del programa académico, de su recuperación y su entendimiento con la selva y su cosmogonía.
En este momento las vidas de esos niños y niñas no solo están soportando un peso psicológico y espiritual descomunal, sino en inminente riesgo físico, de su salud y su vida. Para que quede claro: la integridad de las vidas de estos niños sigue en riesgo extremo permanente hoy. Conviven con la tragedia como si caminaran con una soga al cuello. No. El internado-orfanatorio sigue en control de la Iglesia, a la que además el Estado le paga un arriendo inmenso por “prestar” el servicio y “mantener” las instalaciones en “excelente” estado. Concretamente, al Vicariato Apostólico de Leticia. Pero parece que no se invierte ni un centavo de los recursos en estas necesidades.
Jito, como la llamamos amorosamente, lideresa en varios frentes y miembro y directiva en varios colectivos, además de ser la coordinadora de Mujer, Familia y Niñez de los cuatro pueblos de la zona Azicatch, montada en la moto de su indignación, nos llevó como un huracán al lugar, empezando por el inmenso dormitorio de las niñas en el internado, donde la semana anterior a nuestro paso habían caído dos grandes vigas sobre las camas de dos de ellas. Allí duermen varias de sus sobrinas entre muchas otras niñas. Fuimos a ver los tanques inmundos de donde sale el agua que deben consumir y que las mantiene enfermas, como viven, de parásitos. Comprobamos que ninguno de los 12 sanitarios de las niñas y los niños funcionan y que la mayoría (la totalidad prácticamente) son armas de filo cortante, como se puede ver en las fotos: de repente es otra tortura programada, no lo sé, porque la negligencia es de meses, de años.
El Estado paga esos miles de millones y no ha habido un mantenimiento como se exige desde 2018. Remiendos mentirosos. Remiendos hasta la indignidad: las niñas, que están en un internado, en ese, no tienen un solo sanitario que funcione, pero tampoco una sola ducha. Deben ir a bañarse a diario a las 5 de la mañana en el único lugar que alberga agua de un nivel medianamente sano y donde hay algo de intimidad: las antiguas marraneras de los curas. El lugar de alimentar sus puercos. La cochambre. No sé qué haría yo si mi hija, mis sobrinas o sobrino tuvieran que bañarse donde lo hacían los cerdos. No sé qué haría un profesor sabiendo esto de sus hijos. No sé lo que haría un político, un empresario. Qué tiene que pasar en ese infierno para que, como quiere la comunidad, sean los indígenas quienes inviertan y manejen el orfanatorio y decidan lo que allí debe ser impartido. ¿Cuál es la diferencia? Cuántas humillaciones necesita un indígena para que lo llamemos “humano”, para que le llamemos “hermano”.