En Las mil y una noches hay un río mágico que corre toda la semana, pero descansa los sábados. Ese día no corre el agua, y los viajeros pueden pasar caminando por el lecho de piedras hasta la ciudad que está al otro lado. Los ríos aquí no son tan arbitrarios, pero tienen también sus caprichos, y una de las primeras cosas que nos deberían enseñar en la escuela es que Colombia es un país donde los ríos cambian de costumbres.
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Visité una vez la finca de un amigo en Útica, y lo primero que hicimos fue dejar el equipaje en la casa y bajar una cuesta para mirar el río. Corría allá, a cincuenta metros del barranco, y entre el río y el barranco había una playa cubierta de piedras grises rayadas de blanco. Un escultor se fascinaría viéndolas; yo escogí tres de ellas porque me asombraron sus formas y sus colores y las llevé conmigo. Al día siguiente volvimos al lugar decididos a recoger más piedras, pero era imposible: donde antes estaba la larga playa llena de esculturas naturales ahora corría un río caudaloso y temible. (Vea más recomendados de El Espectador en la Feria del Libro de Bogotá).
Todos somos testigos del modo como los ríos colombianos cambian de curso, de color, de caudal; son ríos imprevisibles: nunca se sabe qué se puede esperar de ellos. Fernando Vallejo contaba que cuando intentó hacer cine en México fracasó, porque los ríos mexicanos no servían para contar historias colombianas, así como los zopilotes de México tampoco sirven para contar historias colombianas en las que aparecen gallinazos.
Aquí los ríos pueden ser por largas temporadas pequeños hilos de agua, mansos arroyos musicales, silvestres, y a veces la gente, confiada en su cauce sereno, construye casas a la orilla de esos riachuelos tranquilos, y disfruta por meses o años del apacible rumor de sus aguas. Hasta que un día el arroyo se convierte en un torrente atronador y salvaje que acaba con las casas de la orilla y con la vida de sus habitantes. Sabemos que una noche el manso río Lagunilla, que pasaba al costado de Armero, ese cauce invariable a diez metros abajo del puente, bajó de pronto de la montaña convertido en una avalancha de fango, troncos y piedras ardientes, una mole de barro de seis metros de altura que acabó en minutos con la vida de veinticinco mil personas.
Los inviernos suelen enseñarnos que muchos construyen sus casas y pueblos sobre territorios de los que no tienen mayor conocimiento; y la tierra nos da sorpresas. ¿Cuánto tiempo hay que vivir en un sitio para saber lo que puede esperarse de él? Aquí la naturaleza nunca nos deja olvidar que el planeta está vivo, pero aunque esos cambios son en Colombia una vieja costumbre, ahora es más grave porque a todo se añaden los sobresaltos del cambio climático.
Los japoneses, que han estudiado y conocido su territorio durante siglos, todos los días se ven sorprendidos por terremotos que traen otras calamidades, como el tsunami de hace unos años, tal vez el primero en ser transmitido por las redes al mundo entero, una ola implacable y vastísima que iba arrastrando barcos, puentes, trenes, edificios, ciudades, como el agua de una manguera que barre una capa de arena. Pero si los japoneses desconocieran tanto su territorio como nosotros el nuestro, esos dos acontecimientos habrían sido catastróficos en términos de vidas humanas. Los daños no fueron mayores porque allá los edificios cumplen las normas de la arquitectura contemporánea, aunque este tsunami desbordó todas las previsiones.
Habitar un territorio exige conocerlo. Si nosotros conociéramos el nuestro como es debido, sabríamos que en la región de Armero cada ciento veinte años vuelve a calentarse el Volcán del Ruiz, vuelven a derretirse los glaciares, crecen los ríos que bajan las aguas del deshielo, y vuelve a represarse el agua sobre la boca del cañón que desemboca en el valle del Magdalena. Fray Pedro Simón ya contaba que cuando en ese lugar había una aldea de treinta personas, hace cuatro siglos, una avalancha semejante acabó con los pobladores. En 1985 los habitantes eran ya más de treinta mil, y muy pocos se salvaron.
Uno de los deberes de la educación sería enseñarnos a habitar en el territorio. Pero Colombia es un país con el que no es fácil familiarizarse. El territorio es una suerte de rompecabezas, y sinceramente creo que no es fácil aquí aprender geografía en los mapas: los mapas producen ilusiones de unidad, ilusiones de división y hasta ilusiones de contigüidad. No nos permiten ver cuán cerca están Tunja y Pasto, y cuán lejos están Bogotá y Melgar; cuán unidos están San Agustín y Barranquilla. y cuán lejos están Popayán y Guapi. Los mapas muestran apenas una parte de la realidad, un aspecto de las cosas que existen. Para tratar de entender este mundo habría que superponer mapas de suelos, cultivos, climas, cursos de agua, fenómenos atmosféricos, acontecimientos históricos, poblaciones y culturas, por lo que, sin duda, como sugiere Borges, el mejor mapa es la realidad, el mejor aprendizaje es la vida misma.
Uno creería, viendo el mapa, que Medellín y Santafé de Antioquia tienen muchas cosas en común porque pertenecen al mismo departamento. Lo mismo podemos decir de Cali y Buenaventura, Pasto y Tumaco, Manizales y La Dorada, Tunja y Puerto Boyacá, Bucaramanga y Barrancabermeja... Sin embargo, en más de un sentido, no hay sitios más distintos.
De Colombia puede decirse que es varios países, y cada uno llega hasta cierta altura: un país desde el nivel del mar hasta los ochocientos o mil metros: un país de mares, litorales, ríos, lanchas, canoas, luz madura y sensualidad a flor de piel; otro país desde los mil hasta los mil seiscientos metros: un país de bosques floridos, cafetales, platanales y ciudades de vegetación exuberante; y otro de mil seiscientos hacia arriba: un país de abismos, niebla, lloviznas, páramos, pueblos sombríos, montañas misteriosas y nieves perpetuas.
Esos países solo son homogéneos por la altura: por eso las ciudades que en realidad se parecen entre sí, y parecen pertenecer a la misma región, son Pasto y Tunja, Cali y Villavicencio, Leticia y Magangué, Medellín y Armenia. Y lo que a menudo prueba ser un error son más bien las divisiones políticas, dictadas por la mera cercanía física.
Durante mucho tiempo Bogotá gobernaba al país como si todo estuviera a dos mil seiscientos metros de altura; como si aquí no hubiera tierra caliente, ni selvas, caimanes, anacondas, guacamayas ni hormigas arrieras. Y también, como si aquí no hubiera comunidades indígenas, ni descendientes de africanos; como si aquí no se hablaran ochenta lenguas distintas; como si Colombia fuera exclusivamente un país de gente blanca, católica, europea; un país de muebles vieneses y humor británico, de gabardinas y paraguas negros bajo una lluvia eterna. Los presidentes de la república visitaban a veces con sus ministros Cartagena o Mompox enfundados en sacolevas negros, y la gente no acababa de saber qué velorio era ese.
Basta viajar tres horas en cualquier dirección para encontrarse en otro país. Para ir de la resolana a la niebla, de la alegría a la melancolía, de la extraversión al silencio, de las praderas a los abismos, de la selva al desierto, de la sequía a la inundación. Pero esto, que parece un problema y una dificultad, tendría que ser todo lo contrario: una lección de riqueza. Bien leído, bien entendido y bien celebrado, ha debido enseñarnos hace mucho tiempo el respeto por la diversidad, la alegría de la pluralidad y la estética de los contrastes.
No hay nada más ameno, diverso y entretenido que viajar diez horas por tierra en Colombia: de Bogotá a Cali, de Medellín a Cartagena, de Bucaramanga a Santa Marta, de Buenaventura a La Dorada. Recuerdo que una vez en Francia le conté a mi amiga Marie Kayser, cuando me enseñaba a reconocer el canto del ruiseñor en los bosques de Chaville, que en la adolescencia íbamos con mi padre a visitar a un amigo suyo, Pedro Lino Gómez, desde Fresno hasta el Magdalena Medio.
La primera parte del viaje la hacíamos en un campero. En La Dorada tomábamos el autoferro hasta el lugar donde debíamos subir a una canoa para descender un tiempo por el río Ermitaño, entre las selvas, por un cauce lleno de troncos muertos. Al final montábamos a caballo unas horas, entre bosques que todavía se veían llenos de monos y loros gritones, y llegábamos a la casa de la llanura. María escribió en su diario: “Cuatro medios de transporte para visitar a un solo amigo”.
Nada como ese viaje a Francia me ayudó a descubrir la belleza de Colombia. Yo había pasado aquí todos mis años, y tal vez por eso el país no me sorprendía demasiado; me bastó vivir en Europa para empezar a sentir nostalgia de este país lleno de balazos (quiero decir, de esas hojas inmensas, perforadas, que aquí llaman así), de estos cambios de clima, de estas montañas, de esta inagotable variedad de árboles.
Los árboles de Europa son hermosos, a veces enormes y sus colores cambian con las estaciones, pero son tan pocas las especies, que podemos ver el único árbol repetido durante horas. ¿Cómo hace uno para vivir sin samanes ni ceibas, sin bosques de palmeras en las montañas, sin cambiar radicalmente de clima en pocas horas, pasando de las llanuras calurosas a las tierras frescas de cafetales y plátanos de hojas rasgadas, sin el milagro de esos guayacanes amarillos que alegran las montañas, sin el azafrán de los cámbulos y el lila de los gualandayes, sin esos yarumos que brillan en medio de los bosques como árboles blancos, sin el violeta eléctrico de los sietecueros?
Colombia es todavía de una exuberancia asombrosa. Cómo sería cuando el río Magdalena estaba dentado de caimanes, cuando la sabana de Bogotá estaba llena de venados, cuando por los cielos de Cundinamarca cruzaba el vuelo de los cóndores enormes que le dieron su nombre, ya que esa palabra, Cundinamarca, significa, o significaba, “el país de los cóndores”.
He navegado horas por el Magdalena, y aunque ya no abunda la vieja fauna silvestre, aun es hermoso ver el vuelo de los cormoranes, las garzas blancas, los ibis; es bello ver por las carreteras de tierra caliente los gavilanes y las águilas que bajan a entibiarse en el asfalto. Hace poco, entre Cambao y Armero, vimos una pareja de zorros cruzando la vía junto a los arrozales, y cerca de Ambalema una larga serpiente coral que corría sinuosamente por la carretera.
Hemos tenido pésimas costumbres, y quizá la peor es la manía de exterminar la fauna silvestre. Uno de los vicios que llegaron de Europa fue la cacería inútil: empezaron su trabajo los rifles y las carabinas, y no quedó un tigre en Risaralda, ni un armadillo en Caldas, ni un zaíno en Córdoba, ni un cóndor en Cundinamarca, ni un venado en la Sabana, ni un caimán en el Magdalena, ni una babilla en el Cauca, ni una anaconda en el Meta; mejor no recordar que hace un par de generaciones aquí no había muchacho que no llevara una honda de hilos de caucho para derribar pájaros por gusto.
No nos enseñaron que en Colombia, el país con mayor variedad de aves del mundo, teníamos la oportunidad extraordinaria de convertirnos en grandes ornitólogos, observadores y conocedores de muchas especies de pájaros, en dibujantes de aves o de plantas como Matiz y Rozo, los artistas de la Expedición Botánica, de quienes dijo el barón de Humboldt que eran los mejores pintores de plantas del mundo. Mejor regalar a los muchachos binóculos para asombrarse con los colores de los plumajes, con los diseños de los azulejos y los carpinteros, de las tángaras y los barranqueros; mejor enseñarlos a reconocer los cantos de los toches y los sinsontes, del turpial y del mirlo, como lo hacía Marie en Francia con los ruiseñores, en vez de reaccionar ante cada trino con una piedra infame.
No hemos sido agradecidos con la tierra en que vivimos: no le dan a uno el paraíso para que lo degrade y lo arrase, sino para que lo agradezca y lo dignifique. Una educación verdadera exigiría de cada uno de nosotros un conocimiento mínimo del mundo en que vive; que ante la diversidad de la vegetación, en vez de convertir el hacha en símbolo de la cultura, aprendiéramos a ser la voz de esos árboles, sus protectores y defensores.
Lo primero sería conocer sus nombres y propiedades, las diferencias de las maderas y los follajes; que sepamos que hay maderas balsámicas, como las llamaba Aurelio Arturo, cortezas curativas, raíces alimenticias, hojas aromáticas; y que cuando sea preciso derribar un árbol por alguna razón importante, sepamos agradecerlo y convertirlo con gracia en objetos nobles y bellos; porque hay árboles que saben de música, hay maderas que saben navegar, las hay que perfuman el mundo y las hay que curan y arrullan.
Es necesario escuchar la voz del territorio, saber lo que cuentan los ríos, lo que saben las selvas, lo que los pueblos nativos aprendieron en veinte mil años de familiaridad con las arcillas y sales, con los frutos y las maderas, con los peces y pájaros, con el calor y la lluvia, con el viento y la borrasca.
El nuestro es el continente que más recientemente se ha incorporado a los paradigmas de la modernidad. Olvidamos que hasta hace cinco siglos el océano Atlántico nunca había sido recorrido, y que eso es asombroso en un mundo donde la cultura humana existe hace cincuenta mil años. Yo he dedicado muchos años a estudiar ese hecho fascinante: que este planeta hasta hace cinco siglos tenía una cara oculta.
Imaginemos que en algún lugar de la galaxia halláramos un planeta cuyos dos hemisferios nunca hubieran tenido contacto, y que en cada uno de ellos se hubiera desarrollado una civilización independiente, con sus lenguas, dioses, arquitecturas, magias, ritos, animales y plantas. Imaginemos que un día esos dos mundos distintos se encontraran: fue eso lo que ocurrió en la Tierra, pero infortunadamente cuando se dio el encuentro de estos dos hemisferios no se dio un intercambio de conocimientos y una mezcla de tradiciones.
Lo que ocurrió no fue un intercambio sino un choque violento, un exterminio cruel, y los que tenían mayor desarrollo técnico y menos límites mentales sometieron y esclavizaron a los otros. Más grave aún es que la cultura invasora se haya dedicado a borrar a las culturas nativas, y apenas en los últimos tiempos, gracias en primer lugar a la misteriosa resistencia cultural de los pueblos, y gracias también a la etnología y la antropología, hemos intentado reconocer y rescatar algunas de las tradiciones milenarias de las culturas indígenas, sus lenguas, mitologías, artes, medicina y saber ancestral.
Somos hijos de una convergencia asombrosa y es como si no lo supiéramos. Somos descendientes a la vez de los soberbios, valientes y crueles viajeros europeos, y de los sabios y misteriosos habitantes de América, pero aún no hemos hecho una síntesis de esos mundos. Tuvimos que pasar un largo período, que en algunos países fue más breve, para tomar conciencia de la complejidad de nuestros orígenes y del deber de conocer y respetar la riqueza de esas culturas.
El mundo americano fue ocupado por los otros. Los asiáticos llegaron hace más de veinte mil años, los europeos hace más de quinientos, los africanos hace más de cuatrocientos. América es culturalmente una síntesis de Asia, Europa y África, en un territorio que imponía otras leyes y sugería otros sueños, aunque aquí lo europeo tuvo siempre más prestigio y poder. Y donde hubo mayor fuerza de resistencia, mayor capacidad de asimilación o sabiduría para la síntesis, lograron formarse temprano mezclas complejas de esos mundos. Un día en México la virgen católica asumió su rostro indígena, el rostro inconfundible de la Guadalupana; del mismo modo la virgen con alas tallada por Bernardo de Legarda que vemos en el altar mayor de San Francisco, en Quito, se exaltó en la representación de la Pacha Mama incaica. Y las figuras de la santería cubana, Yemayá, Changó y Obatalá, fusionaron las divinidades de África con las figuras del santoral católico. Aquí nada es como en Europa, Asia ni África: los siglos nos han hecho distintos, y en esa diferencia está nuestra riqueza para dialogar con el mundo.
Como cantaba Leopoldo Lugones: “Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido, por estos cuatro siglos que en ella hemos servido”.
* Espere mañana la segunda parte de este texto. La presentación del libro será el sábado 30 de abril, a las 6:00 p.m., en el auditorio José Asunción Silva, en Corferias, Bogotá.