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A pesar de los siglos todavía no hemos alcanzado una conciencia plena de la totalidad y de la pluralidad de nuestro territorio. Hablarle a la vez a alguien que está en Manaure y a alguien que está en Medellín, en Leticia o en Pasto es un hecho mágico. Y con respecto a la necesidad de estar situados, yo diría que ahora no basta con estar en el mundo, sino que hay que estar en el lugar. El avance de la globalización exige curiosamente cada vez tener más conciencia del lugar donde estamos, de la singularidad del entorno. Necesitamos saber a qué país pertenecemos, ya que, con respecto a muchas cosas urgentes del mundo, hay un saber que tiene que estar situado. Hay problemas que se deben resolver en diálogo íntimo con los territorios.
Dicen que los habitantes del Ártico tienen muchas palabras para designar el color de la nieve, y podemos suponer que los habitantes del desierto tienen muchas palabras para describir los colores, las calidades y los movimientos de la arena. Y no es que sean sinónimos: es que habitar un territorio exige afinar la percepción de sus características, de las cosas que no puede ver tan fácil quien no está en contacto cotidiano con esa realidad. Lo digo porque nuestro deber desde el comienzo era conocer con minuciosidad y con precisión este país, su topografía, sus climas, su vegetación, su fauna, la calidad de sus suelos, sus dones y sus destrucciones, como decía Neruda.
Pero uno de los problemas de las sociedades que han sido colonizadas es que se acostumbran a mirar el mundo no desde sus propios ojos sino desde los ojos de las metrópolis que les impusieron su visión del mundo. Germán Arciniegas decía que aquí no hubo un descubrimiento sino un cubrimiento de América, que todo lo que había aquí fue cubierto por lo que llegó, las lenguas indígenas por la lengua española, los rituales de la naturaleza de los pueblos indígenas por el culto del martirio y del espíritu de la religión europea, las ideas de equilibrio por las ideas de desarrollo, y hasta hubo un colonialismo estético que nos enseñó que la belleza, tanto humana como natural, tenía que corresponder a los parámetros de Europa.
Aprendimos a decir, “qué paisaje tan lindo, parece Suiza”, y tuvo que venir el barón de Humboldt a revelarnos que era aquí donde la naturaleza era exuberante y espléndida, que si en Europa hay treinta mil variedades de plantas, en la América equinoccial hay cien mil variedades, y que aunque el pájaro que nos enseñaron a celebrar en las canciones era el ruiseñor, que aquí no existe, en estas tierras se encuentra la mayor variedad de aves del mundo.
Los poetas quedaron en deuda con los toches y con los tucanes, así como quedaron en deuda con los osos hormigueros y con los guatinajos, porque sólo se sentían autorizados a cantarles a unos “lánguidos camellos de elásticas cervices” que aquí solo existían en los gobelinos de la familia Valencia en Popayán. Nuestros pueblos indígenas tenían una orfebrería tan artística y tan delicada que el museo más importante de Colombia es el Museo del Oro, del Banco de la República, sin embargo, aceptamos mansamente la leyenda de que los pueblos indígenas eran salvajes e ignorantes y que solo los españoles trajeron aquí la cultura.
Todavía estamos en mora de conocer el territorio, de conocer los climas. Fue porque no había un diálogo profundo de los glaciares de las tierras altas, donde nacen las aguas, con las llanuras ardientes a donde bajan los ríos, por lo que se dio la catástrofe de Armero, y también porque nuestra memoria histórica es tan precaria que los responsables de la seguridad de las comunidades no habían leído nunca a fray Pedro Simón, que hace más de tres siglos describió una avalancha idéntica en el mismo sitio, cuando el calentamiento del volcán, que es cíclico, derritió los glaciares.
Había que conocer los problemas del agua en La Guajira, los ritmos de las inundaciones en La Mojana, saber que la región de las ciénagas recibe el tributo de las aguas del país entero, y por esa misma razón podía terminar recibiendo toda la contaminación que las ciudades del centro del país arrojan a sus ríos, saber que la rana dorada del Chocó no es la criatura más venenosa del mundo sino tal vez la más milagrosa, de algún modo condensa la riqueza de toda la biodiversidad de esas selvas lluviosas, porque como dijo Paracelso todo es veneno y todo es medicina solo depende del uso y de la dosis, porque conocer la singularidad de cada una de las regiones de un país tan bello y tan complejo nos enseñaría a habitar en él no solo en paz sino con espíritu de colaboración, y que esa solidaridad geográfica y cultural nos fortalecería enormemente en nuestro diálogo con el mundo.
El centralismo ha sido nefasto sobre todo porque nos hace olvidar que cada región del país tiene tesoros únicos y que una grandeza mayor nace del mosaico de conjunto; que es urgente el cruce de conocimientos entre los páramos, los bosques de niebla, las tierras medias, las llanuras fluviales, los llanos, las selvas y los litorales; que el agua es el elemento que enlaza toda esa variedad, porque Colombia parece diseñada por la naturaleza como una inmensa fábrica de agua; y no se entiende que estemos permitiendo el arrasamiento de los páramos, la destrucción de las cuencas, el envenenamiento de los ríos, la tala de las selvas.
Y qué si no la educación nos puede dar la conciencia de esa pluralidad, puede enseñarnos que el país no son apenas unos mapas políticos sino fecundos intercambios entre los territorios; que la patria está en el viento y en la lluvia, en los nidos de los pájaros y en las cuevas de los osos, en la salud de las serpientes y de los grillos, en las manchas del jaguar que, como dice un relato de Borges, contienen en secreto la escritura del dios.
Nos hicieron creer que América tiene quinientos años, como si el continente hubiera nacido con la llegada de las carabelas de Cristóbal Colón, y ahora venimos a enterarnos de que en las paredes de los montes de Chiribiquete hay una capilla sixtina del arte indígena a la que un investigador ha llamado la Maloca cósmica de los hombres jaguar, donde sin duda está representada una cosmovisión mucho más profunda de este territorio desde hace casi veinte mil años.
Qué anormal es la historia de una comunidad que apenas descubre que este territorio ha sido interrogado por el arte y cifrado en mitos desde hace doscientos siglos. Qué urgente es arrojar una mirada más compleja, más lúcida y más llena de orgullo sobre un mundo al que por ignorancia y por desamor estamos permitiendo que lo destruyan las motosierras voraces y los incendios de los acumuladores de riqueza que quieren convertir en potreros las selvas.
Uno de los fenómenos más interesantes que estamos viviendo, es la irrupción del mundo en la escuela y la irrupción de la escuela en el mundo, entre otras cosas por el hecho de que la escuela ha tenido que trasladarse por un tiempo a los hogares, y se ha dado algo involuntario pero necesario, que es renovar las relaciones entre la vida del hogar y la vida escolar, que han estado tan divorciadas.
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Desde el comienzo de nuestra historia moderna tenemos deudas que no se han pagado con este territorio, con su belleza y su diversidad, y también con la riqueza y la variedad del tejido cultural que lo habita. Ahora que intentamos aprovechar esta ocasión para tener una conciencia del país, para sincronizar los relojes, también podemos sincronizarnos con el mundo, cuando ya en todo el planeta los problemas son los mismos y exigen a la vez soluciones globales y locales.
Dije antes que no basta estar en el mundo y que hay que estar en el lugar. Ahora debo decir que no basta estar en el mundo y en el lugar: que hay que estar en la época. Y todas estas son tareas urgentes de la educación. Porque si la educación es la solución, como suele decirse, también es el problema. Es más, solo asumiéndola como problema se la puede convertir en una solución.
Porque no hay duda de que son los maestros los que más aprenden, que en un país como Colombia son los que más se dan cuenta de lo que pasa, los que más entienden el tremendo desafío histórico al que estamos enfrentados. Porque son la memoria, pero a la vez están en relación cotidiana con el futuro. Saben qué funciona bien y sobre todo se dan cuenta de todo lo que funciona mal.
Y por eso son a menudo los menos satisfechos, los más inconformes, los que exigen los cambios. No es un capricho personal o gremial, es un ejercicio de responsabilidad. Conocen los desafíos del lugar y de la época, ven las grandes verdades imperantes y advierten en ellas los grandes problemas.
En el mundo entero hay grandes palabras que hoy no crean grandes certezas sino grandes incertidumbres, palabras como democracia, progreso, desarrollo, justicia, que están cada vez más llenas de preguntas. Porque la democracia no puede ser apenas, como alguien dijo, “ese curioso abuso de la estadística”, ni un sistema en el que ya no deciden los ciudadanos sino el dinero.
Y solo puede haber un progreso cuando hay un rumbo, así como uno solo puede saber si está avanzando si sabe para dónde va. Y el desarrollo en todo el mundo nos está interrogando sobre cómo se hace compatible el imperativo del crecimiento con la necesidad del equilibrio, y cuál es la tensión entre lo que hay que cambiar y lo que hay que saber conservar. Y la justicia nos obliga a pensar cuál es la tensión que hay entre las leyes y las costumbres, y por qué es más provechoso prevenir que castigar.
Es allí donde yo veo a los maestros como un ejemplo de otro poder posible y de otro liderazgo, mucho menos centralizado, mucho más ético. Porque si de algo estamos necesitados es de ciudadanías activas y libres, que enfrenten los problemas y no solamente los padezcan, que asuman la responsabilidad por el mundo y no se limiten a delegarla en los políticos y en los expertos.
La comunidad necesita con urgencia apropiarse del país en un sentido muy distinto al sentido de propiedad. A mí me gusta repetir que el verdadero dueño de una obra de arte no es el que la compra para guardarla en una caja fuerte sino el que la conoce y la ama. El que puede hablar con amor y con conocimiento de La noche estrellada de Van Gogh, del Guernica de Picasso o de un retrato de Leonardo es mucho más dueño de la obra que el que la tuviera guardada en una caja fuerte.
Y con el país ocurre lo mismo. Una aventura de conocimiento, el acto profundo de nombrar el territorio, un acto de amor por las regiones y por sus intercambios, un ejercicio múltiple de recuperación de su memoria y de apropiación de los mitos y de los símbolos, esa sería una verdadera apropiación del país, para configurar ciudadanos orgullosos, solidarios, comprometidos, capaces de grandes transformaciones.
Entonces concluyo diciendo que en el ejercicio del arte de educar es muy importante transmitir el conocimiento acumulado de las generaciones, pero que frente al país y frente a la época se nos impone también la creación de un nuevo conocimiento y a la vez la formación de un nuevo ciudadano. Porque lo que cambiará el mundo es la invención de un nuevo modo de vivir, de nuevas conductas ciudadanas, una revolución de las costumbres, y solo una educación renovada, alegre y comprometida puede responder a los enormes desafíos de este tiempo.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.
