Publicidad

Fabio Castillo, el valiente jinete del periodismo colombiano

Un periodista e historiador le rinde homenaje al admirado autor de “Los jinetes de la cocaína”, fallecido la semana pasada en Bogotá.

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
06 de noviembre de 2025 - 03:00 p. m.
Fabio Castillo, creador de la unidad investigativa de El Espectador en los años 80. Aparte de “Los jinetes de la cocaína”, también publicó los libros de denuncia “La coca nostra” y “Los nuevos jinetes de la cocaína”.
Fabio Castillo, creador de la unidad investigativa de El Espectador en los años 80. Aparte de “Los jinetes de la cocaína”, también publicó los libros de denuncia “La coca nostra” y “Los nuevos jinetes de la cocaína”.
Foto: Archivo Particular
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Yo no sé lo que es el destino

Caminando fui lo que fui

Allá Dios que será divino

Yo me muero como viví

Silvio Rodríguez, “El Necio”

Mucho de lo que hago se lo debo a Fabio Castillo (y a “Pedro Navaja”)

Era una noche de marzo de 1987, y mientras oía en el apartamento familiar la salsa colombiana, que estaba en boga con el Grupo Niche y, sobre todo, Joe Arroyo, mi papá, curtido desde su adolescencia con la rumba de la “Caseta Matecaña” que siempre iba por varias ciudades; las fiestas que se armaban en algunos de los barrios populares, las tenidas a punta de son cubano y la naciente salsa en la Universidad Nacional, así como las pachangas poderosas, con ansias de pensar mientras se rumbeaba (o rumbear mientras se pensaba) de “El Goce Pagano” de la 23 y, sobre todo, “Galería Café-Libro” de sus amigos Alberto y Consuelo, me dijo que eso que oía estaba muy bien, pero que también le pusiera cuidado a la “salsa de Nueva York”, esa que, según me dijo, “tenía sonidos urbanos contemporáneos” que, aparte del guateque sabrosón que no podía faltar, también incorporaba “jazz, rock, sonidos brasileros y algunas cosas más”.

Diciendo eso, aunque yo no entendía muy bien de lo que hablaba, puso en mis manos el álbum “Siembra”, firmado por Willie Colón y Rubén Blades, que inmediatamente empezó a sonar, descrestándome por completo por su sonido poderoso, arreglos novedosos y, sobre todo, letras de canciones que contaban historias bien originales, algunas de tinte político, como “Plástico”, y otras con un toque cotidiano y callejero que me llamaron mucho la atención, principalmente una que hablaba de un bandido de barrio que caminaba “por la esquina del viejo barrio” y usaba un “sombrero de ala ancha de medio lao”. Ese tema espectacular era “Pedro Navaja” (ya ustedes lo sabían), el cual sin duda me tramó por su descripción muy vívida de ese “guapo” de barrio que, si bien estaba en las calles del “Bajo Manhattan” en Nueva York, también podía estar en cualquier ciudad latinoamericana, con sus malandros y camajanes urbanos que existían en aquellos tiempos y todavía continúan haciéndolo, a su manera, aunque ahora tal vez de forma menos pintoresca.

Por esas asociaciones, a veces gratuitas, a veces no, que uno de niño hace con ciertos personajes de la realidad, la descripción de Pedro Navaja, que bien iba narrando Rubén Blades mientras la orquesta modulaba e iba subiendo de tonalidad, se me pareció a la de un poderoso narcotraficante, muy en boga en aquellos tiempos, llamado Gonzalo Rodríguez Gacha, conocido como “el Mexicano”, quien aparecía en una fotografía con un sombrero de ala ancha y de medio lao y, seguramente, zapatillas por si hay problema salir volao”. Y, claro, si bien Pedro Navaja era un simple bandido de barrio que, posiblemente, actuaba como proxeneta de “Josefina Wilson” y termina asesinado por ella, mientras que alias “el Mexicano” era, tal vez, el narco —y paramilitar— colombiano más poderoso de todos, al final sentí que “Pedro Navaja” era parte de un mismo contexto, es decir, el de aquellos personajes que, buscando un beneficio particular, y con no poco revanchismo social, podían pasar por encima de los demás, saltándose las normas e incluso atacando violentamente a cualquiera que se apareciera para lograr sus cometidos, fueran los que fueran.

Por “Pedro Navaja”, en gran medida, me engomé con estos temas de bandidos, mafiosos, pistoleros y malandros, pero no solo por eso, pues hubo algo más que hizo que me metiera todavía más con esos temas, pues es seguro que, por esos mismos días, me encontré con un librito azul que mi papá tenía en su mesa de noche y que, si no estoy mal, en esa época promocionaban constantemente en la radio y la televisión. ¿De qué libro se trataba? De uno que estaba causando sensación en el país y que, por sus denuncias en tiempo real, generaba muchísimos comentarios en todas partes, pues recopilaba numerosa información sobre el denominado narcotráfico, un fenómeno que estaba transformando por completo, y desde hacía varios años, las dinámicas de vida del país, no solo por la inmensa cantidad de dinero que movía hacia todas direcciones, sino también porque varias de esas organizaciones dedicadas a esa actividad, en el contexto de la “Guerra contra las Drogas”, se habían trenzado en violentas disputas contra todo aquel que osara oponerse a sus intereses. Ese libro, que tenía una carátula muy sugestiva en la que alcanzaban a salir Pablo Escobar, Jorge Ochoa y, tal vez, Gonzalo Rodríguez Gacha (solo se le ve el sombrero de ala ancha), me atrapó inmediatamente con su primera frase que decía:

“El 9 de agosto de 1986 fue asesinado en Medellín Isaac Guttnan Esternbergf. Era el creador de la máquina de muerte más violenta que haya conocido el país: la escuela de los sicarios de la motocicleta”.

Ese mismo día desapareció sobre la selva del Guaviare la avioneta en que se transportaba Camilo Rivera González, un veterano traficante de cocaína entre Bolivia y Leticia. Su hermano, Vicente Wilson, también desapareció. Fue localizado seis meses más tarde en Panamá, país en el que se había nacionalizado.

Todos eran empleados del Cartel de Medellín”.

El comienzo de ese libro me atrapó, pues hablaba de temas bien tesos, refiriéndose a personajes que parecían sacados de películas de mafia, pero también de terror, por las acciones violentas que cometían, no solo en la actualidad de 1987, sino en un pasado que yo en esos tiempos sentía lejano, pero que era solo de unos pocos años atrás. Pero, sobre todo, me enganchó, porque, con una forma de relatar efectiva y concreta, describía a varios individuos que, asociados en organizaciones que las autoridades gringas denominaron como “carteles de la droga”, estaban poniendo en jaque a la institucionalidad, ya fuera enfrentándola directamente o buscando instrumentalizarla para sus propios intereses (con muchos de sus socios ubicados en todas partes), dejando en el camino numerosas víctimas, no solo por las largas historias delincuenciales de sus integrantes, sino por una confrontación que cada vez escalaba más y se estaba llevando por delante a funcionarios públicos, jueces, policías y mucha gente del común.

Ese libro era —es— “Los Jinetes de la Cocaína” y fue escrito por Fabio Castillo, el periodista, investigador y escritor que murió el 28 de octubre en la ciudad de Bogotá, y sobre quien quiero decir algunas cosas, porque, efectivamente, mucho de lo que hago hoy en día, y ya desde hace algunos años, se lo debo verdaderamente a él. Y no exagero.

Castillo y el periodismo como crítico del poder

Fabio Castillo comenzó su carrera de forma precoz, al punto de que ya a los 20 años trabajaba en el diario El Nuevo Siglo desde donde oficiaba como un agudo investigador caracterizado por ser tremendamente crítico de las relaciones entre el “poder” y la delincuencia de todo nivel. Bien pronto demostró que también tenía habilidad para conseguir temas del interés para el público, al punto de que muy joven ganó un premio Simón Bolívar de Periodismo por el reportaje “Así se soborna en Colombia”, lo cual le causó alabanzas, pero también cuestionamientos, obviamente de quienes se sintieron señalados por las graves denuncias allí presentadas. Total, con estas apariciones, Castillo hizo mucho ruido, lo que llevó a que, con bastante afán, sobre todo porque El Nuevo Siglo lo “chiviaba” cada rato, Guillermo Cano, director del prestigioso diario El Espectador, lo buscó insistentemente para conformar la unidad de investigación del periódico, continuando con esa cruzada que tenía por lograr una información veraz, crítica y, sin duda, valiente frente a cualquier tipo de poder establecido o emergente. Así, desde 1979 y ya en El Espectador, el nombre de Fabio Castillo se hizo aún más popular para los lectores, que lejos estaban de saber que se trataba de un muy joven periodista que apenas comenzaba su vida profesional y que, efectivamente, pudo formar, con una mezcla de veteranos y sobre todo novatos, el grupo de investigación que, impulsado por Cano, emprendió muchas de las más enconadas batallas libradas por el periodismo en Colombia, incluso a costa de su propia seguridad personal (y su propia vida). Y eso se vio muy pronto, porque Castillo y otros periodistas comenzaron a pisar callos que evidenciaban las muy cuestionables prácticas que algunos, sustentados en sus relaciones sociales, capital económico e incidencia política, llevaban a cabo en desmedro de otros sectores de la sociedad, con lo cual El Espectador se comportó como un contrapoder que sacaba a relucir muchas prácticas cuestionables, pero a veces normalizadas, generando no pocas dificultades que, con el tiempo, se fueron escalando hasta niveles insospechados.

En ese camino, Castillo, con la tutela de Cano, emprendió las investigaciones contra el Grupo Grancolombiano, en ese entonces el emporio económico más poderoso del país que, perjudicando a muchos ahorradores, había implementado una práctica ilegal que se conoció como “autopréstamos”. Las denuncias publicadas contra este grupo económico que, por cierto, era, tal vez, el principal patrocinador, a través de la pauta publicitaria, del periódico, llevaron, no sin pocas resistencias, al derrumbe del emporio y al posterior encarcelamiento de su cabeza visible, Jaime Michelsen Uribe. Claro que, para muchos, las denuncias publicadas significaron pegarse un tiro en el pie, pues al enfrentarse a ese importante factor de poder económico y político, las retaliaciones podían ser muy fuertes, sin embargo, por encima de cualquier cosa estaba la verdad y el compromiso con el periodismo que, por lo menos en ese caso, no se vendía al mejor postor.

Sin embargo, lo del Grupo Grancolombiano sería poca cosa comparado con lo que vendría después, pues, con el impulso acucioso de Cano, Castillo emprendió una investigación que generó muchas más situaciones complicadas, ya que comenzó a indagar sobre el pasado y presente de aquellos notorios y “pintorescos” personajes que, sustentados en una actividad ilegal conocida públicamente como narcotráfico (aunque la cocaína, valga decir, no es un narcótico), aparecieron súbitamente creyendo que todo lo podían comprar (y, en efecto, compraron muchas cosas), trenzándose en notorias confrontaciones armadas y buscando, incluso, ocupar espacios del poder político electoral que, por esa misma época, recibía gustosamente las “ayudas” de esos personajes que, al haber aparecido, al menos aparentemente, de “la noche a la mañana” y hacer muchos “milagros”, fueron llamados popularmente “mágicos”.

“¿Dónde están que no los ven?” Dijo Cano en uno de sus más recordados editoriales, en gran parte sustentados por las investigaciones de Castillo, para denunciar los vínculos entre el narcotráfico, la política electoral, el empresariado tradicional y muchos funcionarios oficiales que, aparentemente, algunos deliberadamente no querían ver. Total, ya personajes como Carlos Lehder Rivas y Pablo Escobar Gaviria, entre muchos más, estaban haciendo ruido por sus obras sociales (la revista Semana de aquel entonces bautizó a este último como el “Robin Hood Paisa”) y su empeño de ocupar altas posiciones en el contexto de la política electoral, lo cual llevó a El Espectador a investigar profundamente el origen, los pasos y las acciones de estos individuos que, según se decía, pero no se corroboraba del todo, provenían del “bajo mundo”. Al tiempo, Castillo sacó a la luz a un personaje que si bien era bastante notorio por donde pasaba no era muy conocido a nivel nacional, por lo menos en ciertos ámbitos. Este individuo era Gonzalo Rodríguez Gacha, lo llamaban popularmente “el Mexicano” por su afición a la cultura de México y estaba revolucionando al país por ser pionero en el cultivo masivo de hoja de coca en el oriente del país, construir gigantescos complejos de laboratorios y armar verdaderos ejércitos privados que, poco tiempo después, pondrían en jaque al establecimiento colombiano. Y hubo muchos más editoriales y artículos de El Espectador que sacaron a relucir a los narcos colombianos con sus aviones, pistas de aterrizaje, equipos de fútbol, políticos a sueldo, ejércitos paramilitares, bandas armadas y, por supuesto, mucha plata.

Todo esto llevó a que El Espectador, mucho más que otros medios de comunicación, fuera la punta de lanza del periodismo para denunciar aquello de lo que otros mencionaban en voz baja, pero que, por conveniencia, temor o complicidad, no sacaban a la luz pública. Pero El Espectador lo hizo, porque “sí los vio” y las consecuencias serían tremendas, como se sabría poco tiempo después.

El pulso de la nación

Los emergentes narcotraficantes ya habían hecho presencia en concejos municipales, asambleas departamentales y otras instancias ligadas a la política electoral. Y es que lo hacían, pues ya eran, en gran medida, muy conocidos en los directorios de las ciudades colombianas, ya que muchos políticos profesionales, incluso de nivel presidencial, los buscaban para que les financiaran las campañas, les prestaran vehículos o les ayudaran a organizar distintas reuniones sociales. También había empezado a pasar, y existía cierto recelo al respecto, que varios se estaban lanzando a las corporaciones públicas, obteniendo lugares en concejos y asambleas. Igualmente, había ocurrido que viejos políticos, ávidos de obtener grandes sumas de dinero, habían participado en las famosas “apuntadas” que, sobre todo a finales de los años setenta, se hacían en Bogotá, Medellín, Cali, Pereira, Armenia y Barranquilla, entre otras, para multiplicar exponencialmente lo que se invertía, lo cual, así no lo reconocieran abiertamente, los convertía en “narcos”. Sin embargo, también estaba ocurriendo que grandes capos del negocio, como Carlos Lehder y Pablo Escobar, decidieron lanzarse al Congreso de la República, causando revuelo en los mentideros políticos, pero también periodísticos del país, pues eso los hizo mucho más visibles de lo que ya eran, generando no pocas críticas en algunos, pero también gran curiosidad en otros. Las tentativas de Lehder, quien había lanzado el “Movimiento Latino Nacional” y buscaba, con una osada propuesta, enfrentarse a los dos partidos políticos tradicionales, fracasó por la excesiva visibilidad que alcanzó, en la que, incluso, reconoció sus actividades como narcotraficante, pero las de Escobar tuvieron éxito, pues, a pesar de haber sido expulsado del Nuevo Liberalismo por Luis Carlos Galán, en una recordada manifestación en el otrora importante Parque de Berrío en Medellín, fue recibido con los brazos abiertos por el grupo Renovación Liberal, dirigido a nivel nacional por Alberto Santofimio Botero.

Con este movimiento, Escobar se posesionó como miembro suplente de la Cámara de Representantes, y comenzó a asistir a las sesiones del Congreso, no sin pocos comentarios de algunos de los que allí se encontraban. La presencia del capo en el Congreso, pero más que eso, la participación activa de los narcotraficantes en numerosas actividades legales, como la banca, el fútbol, la construcción, la aeronáutica y la política en general, así como su incidencia en las decisiones que tomaban varios funcionarios públicos, llevaron a que unos pocos sectores comenzaran a investigar y a denunciar los vínculos de lo que se conocía como “mafias” con la institucionalidad y el “establecimiento”. En esto fue clave el trabajo investigativo de Fabio Castillo, quien, con mucha calma y paciencia, revisó archivos de prensa y expedientes; entrevistó numerosas personas y viajó a distintos lugares del país, pues era necesario saber de quiénes se hablaba y, como bien supo después, contra quiénes se enfrentaba. Muchas de sus investigaciones se publicaron en El Espectador, desde donde se le empezó a denominar “dineros calientes” a esos recursos que, provenientes de actividades ilegales, como el narcotráfico, estaban haciendo presencia por doquier en la vida pública colombiana.

Este término fue recogido por el Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla que, proveniente del Nuevo Liberalismo, emprendió una investigación contra los narcotraficantes y, sobre todo, los vínculos de estos con sectores legales, que eran muchos más de los que se creía, incluyendo, incluso, a varios funcionarios relacionados con el gobierno. Esto llevó al recordado debate en el Congreso de la República sobre “dineros calientes” en el que el representante Jairo Ortega (del que Escobar era suplente) sacó un cheque de un millón de pesos girado al ministro Lara por el narco afincado en Leticia, ligado al Cartel de Medellín, Evaristo Porras Ardila. Si bien esto puso contra las cuerdas a Lara, este recrudeció su persecución a los narcotraficantes, pues, ante la celada organizada, tenía que defender su buen nombre. Poco tiempo después, el coronel de la Policía Antinarcóticos Jaime Ramírez Gómez dio un poderoso golpe que afectó notablemente las finanzas de los capos del narcotráfico, pues descubrió y desmanteló el complejo de laboratorios “Tranquilandia” que había dejado en evidencia que la actividad narcotraficante en Colombia era de organización y alcance industrial. Y mucho de esto fue acompañado por El Espectador, que, con el impulso de Cano y la investigación de Castillo, continuaba publicando artículos y editoriales que denunciaban las actividades de los narcotraficantes. De hecho, después del debate en el Congreso, Pablo Escobar pidió públicamente que aparecieran las pruebas que sustentaran las acusaciones que se le hacían, pero, para su sorpresa, estas aparecieron en el periódico El Espectador, pues Fabio Castillo le entregó a Guillermo Cano una foto de Escobar en sus archivos que demostraba su lejana captura en Itagüí el 16 de junio de 1976 con un cargamento de 39 librasde cocaína traído de Ecuador.

De ahí en adelante, Escobar perdería su visa estadounidense y comenzaría a ser objeto de órdenes de captura por varios hechos violentos y delincuenciales que, como bien sabemos, se incrementarían exponencialmente, lo cual le llevó a permanecer, de ahí en adelante, en una situación de clandestinidad. Pero el capo no perdonaba y comenzó una sangría que terminaría casi una década después, mediante una historia que cambió por completo al país y dejó una estela de la que aún se habla y tiene muchas secuelas. En este camino, las víctimas serían rápidamente aquellas que se la habían jugado por denunciar a Escobar, sus socios y sus vínculos con actores de la legalidad, pues Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado el 30 de abril de 1984, Jaime Ramírez Gómez fue asesinado el 17 de noviembre de 1986 y Guillermo Cano fue asesinado el 17 de diciembre de 1986, entre muchos más.

De ahí en adelante, Fabio Castillo viviría también, aunque por otras razones, en una situación de semiclandestinidad de la que realmente no terminó de salir.

“Los Jinetes de la Cocaína”, un libro fundamental

Fabio Castillo publicó su libro “Los Jinetes de la Cocaína” en diciembre de 1987 con la poco conocida editorial Documentos Periodísticos. El libro fue un gran éxito, pues, a pesar de que había habido unos trabajos previos, como los escritos por Mario Arango y Jorge Child, ninguno había conseguido presentar un documento tan amplio y contundente, sustentado en abundante información y numerosas fuentes, como el que Castillo había presentado. En gran medida, Castillo basó su trabajo en las muchas investigaciones que había llevado a cabo en El Espectador, pero las había seguido ampliando, en un escenario de orfandad y profundo dolor por el asesinato de Guillermo Cano y de muchas más personas cercanas que, defendiendo sus principios, habían decidido denunciar los vínculos del narcotráfico, la delincuencia y la política en Colombia.

El éxito del libro se debió a que, a pesar de que ya se hablaba mucho sobre los más notorios narcotraficantes, que por ese entonces estaban trenzados en una violenta confrontación con el Estado (y contra muchos otros actores armados y desarmados), “Los Jinetes de la Cocaína” los ponía en evidencia, relatando los orígenes de muchos de los capos, contando de los antecedentes de estas actividades, estableciendo trayectorias delincuenciales, configurando los diferentes focos de narcotráfico y mencionando los nombres de numerosas personas, varias activas en la política electoral antes, por esa época y después (echen ojo y verán). Y todo se hacía con un tono de denuncia muy contundente que, además, recordaba la novela negra, sobre todo cuando los textos eran acompañados de numerosas fotografías de personajes que, sin duda, se mostraban como los “malos” de una película —o una canción—, pero de la vida real.

Mucho de esto hace ser a “Los Jinetes de la Cocaína” uno de los libros de investigación periodística —e historia— más importantes que se han escrito en Colombia. Está, tal vez, al nivel de “Trochas y fusiles” de Alfredo Molano; “Mi alma se la dejo al diablo” de Germán Castro Caycedo; “Bandoleros, Gamonales y Campesinos” de Gonzalo Sánchez y Donny Merteens, y “La Violencia en Colombia” de Eduardo Umaña, Germán Guzmán y Orlando Fals Borda, y tal vez más, porque fue escrito en “tiempo real”, es decir, cuando estas estructuras delincuenciales estaban en su apogeo con sus grandes jefes actuando en todo el país. Las fuentes de información se sustentaron en expedientes, archivos de prensa, libros de investigación, documentos de la DEA y el Departamento de Estado de Estados Unidos, así como entrevistas a numerosas fuentes que hicieron que tuviera además todo el peso para adelantar investigaciones contra muchos de los allí señalados.

Su manera de narrar, la abundante información que contiene, las denuncias públicas que hace y su impacto en la sociedad colombiana que, en gran medida, solo con ese libro supo del alcance que tenían las estructuras narcotraficantes en Colombia, hacen de “Los Jinetes de la Cocaína” un documento imprescindible para conocer mucho de lo que pasaba en este país durante los años ochenta y de lo que, así algunos no lo quieren aceptar, sigue pasando.

Y reitero lo que implica que ese libro haya sido escrito en “tiempo real”, pues la información relevante que allí contenida, no solo de los narcos más reconocidos, sino de sus socios y beneficiarios de la política, la banca, los equipos del fútbol, el deporte y otras cosas, con sus aviones, helicópteros, propiedades y pistas de aterrizaje (se entiende de lo que hablo, ¿cierto?), son fundamentales para comprender la realidad de este país y, en muchos casos, la doble moral de los muchos que han usado al narcotráfico como “caballito de batalla” para desprestigiar a los políticos rivales, pero sin ver convenientemente lo que tienen en sus propias huestes.

Claro, puede que muchas de las afirmaciones que hace ese libro se vean hoy con un componente moralista que puede sentirse anacrónico. También, algunas frases parecen exageradas al otorgarle la culpa de muchas cosas terribles solo a los narcotraficantes y no a quienes están detrás de ellos. Sin embargo, es obvio que se trata de un documento de ese momento, además, escrito y publicado en plena persecución contra su autor, quien era amenazado por Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, dos individuos que no perdonaban, y que, por eso mismo, le hicieron huir y permanecer en el exilio, lejos de Colombia por muchos años.

“Los Jinetes de la Cocaína” fue toda una revolución y hoy, casi cuarenta años después lo sigue siendo, pues resulta impresionante ver todo lo que el libro presenta y denuncia sobre lo que estaba pasando en ese momento con esas estructuras dedicadas a saciar la demanda por un producto de alta calidad manufacturado en Colombia y que, por su ilegalidad, resultó ser un negocio buenísimo. Sin duda, muchos de los que escribimos sobre esos mismos temas, estamos parados sobre los hombros de Fabio Castillo y eso jamás se podrá negar, como él no olvidó a quienes dedicó su libro, al escribir:

“Por los caídos en la guerra sucia de la mafia, mis amigos:

Guillermo Cano Isaza

Rodrigo Lara Bonilla

Manuel Gaona Cruz

Jaime Ramírez Gómez

Darío Velásquez Gaviria

Ricardo Medina Moyano

Hernando Baquero Borda

Alfonso Patiño Roselli

Luis Enrique Aldana Rozo

Carlos Medellín Forero

Jorge E. González Vidales

Y tristemente serían muchos más.

Los costos de un periodismo valiente

Fabio Castillo vivió en el exilio más de 10 años, pues sus trabajos de investigación en El Espectador y, sobre todo, la publicación de su libro lo obligó a hacerlo. Estuvo en Quito, Miami, Madrid y París, siempre sintiéndose de paso y viviendo lo que él denominaba una condena, además, con el temor generado por la vigilancia constante de sus enemigos que hasta le enviaron una bala en un sobre para demostrarle que, así fuera en el lugar más recóndito de la tierra, lo encontrarían. Esto hizo que se moviera siempre sigilosamente, mantuviera una obvia paranoia y fuera receloso, desconfiado y de pocas palabras.

Desde el exilio, continuó su trabajo periodístico, aunque ya sin el soporte que le había dado El Espectador. Posteriormente, publicó dos libros más: “La Coca Nostra”, de 1991, y “Los Nuevos Jinetes de la Cocaína”, de 1996, ambos con datos relevantes y algunos chismes, aunque muy lejos de la calidad y el impacto que tuvo su primer libro, pues, evidentemente, la información obtenida ya era de difícil consecución y, sobre todo, contrastación. Asimismo, ya habían salido muchos más libros buenos, regulares y malos que, en muchos casos sustentados en el primer libro de Castillo, consignaban nuevas informaciones sobre esos individuos que, dedicados a exportar cocaína, iban mutando en nuevas “razones sociales” para caracterizar a las organizaciones que iban emergiendo en ese complejo contexto del narcotráfico.

Total, Castillo era un periodista de la vieja usanza, de esos que iban a los territorios, interrogaban a la gente, se metían semanas enteras a revisar los expedientes y buscaban escarbar verdades muchos más allá que lo que dicen desde la oficialidad. Y es que, desde que trabajó con Guillermo Cano, o incluso antes, Fabio actuó como uno de esos periodistas duros y valientes que acompañaba muchas de esas denuncias hechas, no solo moralmente, sino firmando directamente muchos de esos artículos que denunciaban con nombre propio a los narcos y, sobre todo, sus relaciones con factores de poder tradicional político y económico. Eso, claro, le generó muchos costos para su estabilidad financiera, tranquilidad personal y vida cotidiana. Sin embargo, siempre creyó que todo eso valía la pena.

Y solo decidió regresar a Colombia, además en silencio, cuando Rodríguez Gacha y Pablo Escobar ya estaban muertos.

Adiós a un héroe del periodismo colombiano

Creo que me vi personalmente a Fabio Castillo solo tres veces, aunque en todas hablé de manera extensa con él. La primera, cuando hice mi monografía de grado y lo entrevisté durante dos horas; la segunda en compañía de la periodista colombo-irlandesa Anna Carrigan, de quien era muy amigo, y la última el 30 de abril de este año, en la conmemoración del asesinato del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, donde fui invitado a decir unas palabras, y pude saludarlo con deferencia. También me comunicaba con él, no sin pocos desacuerdos, por Facebook, y por medio de unas cuantas llamadas telefónicas. Igualmente, participé con él, vía Internet, en un par de conferencias públicas.

Siempre reconocí en Castillo su influencia, pues, posiblemente sin su libro no me habría interesado en investigar muchos de los temas que trabajo. Y si bien no compartía algunas de las posiciones que tenía en la actualidad sobre ciertas cosas, no dejé de admirar que fuera un periodista valiente, capaz de poner en riesgo su vida por ejercer un oficio con seriedad y pasión, pues jamás se vendió a las ofertas que le hicieron, siendo fiel a las enseñanzas —y respetuoso de la memoria— de Guillermo Cano, y, sobre todo, apelando a la honestidad consigo mismo, con su oficio y la búsqueda de la verdad. En ese camino, fue crítico de gobiernos pasados y también del actual, y jamás dejó de ser el cuestionador del poder y los vicios de los dirigentes, sin importar su color político o la bandera que enarbolaran.

Supongo que, como pasa con aquellas personas que tienen un gran éxito con su primera obra, Castillo intentó el resto de su vida dar un nuevo golpe como el de “Los Jinetes de la Cocaína”, pero no lo consiguió. Total, a él no le importaba, ya que, a pesar de la notoriedad que llegó a tener por el éxito de sus investigaciones y su primer libro, siempre prefirió el bajo perfil y no estar figurando todo el tiempo, y lo hacía, no solo por seguridad, sino porque tenía claro que lo importante no era el periodista (criticando, de hecho, a muchos de sus colegas que resultan acercándose mucho al poder), sino el mensaje. En ese camino, intentó crear un portal periodístico que, por distintas razones, no funcionó del todo, aunque lo iba moviendo de vez en cuando. También, varias veces mencionaba que estaba escribiendo un nuevo libro con numerosas denuncias, pero nunca conocí avances al respecto. Total, independientemente de eso, al haber sido el autor de ese libro inolvidable en un contexto tan complicado, peligroso y miedoso, Castillo se encuentra en la primera línea de los grandes periodistas que ha habido en el país, no solo por la calidad de su investigación, sino por su valentía, compromiso, honestidad y lealtad a toda prueba, incluso a costa de su propia seguridad.

He oído que tenía dificultades económicas y me pregunto si alguna universidad en los últimos años contó con la experiencia y el conocimiento de Castillo para dictar clases o conferencias. También indago si escribió permanentemente en algún medio, incluyendo El Espectador, su casa editorial, para que le pagara lo que un investigador de su trayectoria se merecía. Y me pregunto si, entre todos esos periodistas que premian en reconocimiento por su vida y obra se contempló el nombre de Fabio Castillo como uno de esos nombres relevantes e ineludibles en la historia del periodismo de este país.

Yo sabía quién era Castillo y su importancia; por eso, la última vez que lo vi, le dije:

“Lo que hago se lo debo a usted”.

Él simplemente sonrió y quedamos en vernos pronto. Dijo que me llamaría, pero no lo hizo, aunque sí me escribía frecuentemente y ese encuentro se fue posponiendo y posponiendo. Hace muy poco me había escrito de manera entusiasta sobre mi nuevo libro, diciéndome que le interesaba mucho el tema de los vínculos de varios personajes cuestionados con miembros de la oligarquía colombiana, y le reiteré mi interés de que charláramos personalmente para darle un ejemplar, pero no lo hicimos y ya no lo podremos hacer.

Fabio Castillo partió definitivamente, pero quería escribir sobre él y lo mucho que significó su obra para mí. De pronto, ante esta partida que se siente temprana (porque Castillo tenía apenas 66 años), me llegó también el recuerdo de cómo descubrí a “Pedro Navaja” de Willie Colón y Rubén Blades, lo cual, tal vez, no cuadra mucho con el resto del texto, pero es que, de verdad verdad, quería contar de esas dos influencias fundamentales y, sobre todo, la manera en que llegué a “Los Jinetes de la Cocaína”, ese libro ineludible para quien quiera saber, no solo la historia del narcotráfico en Colombia, sino lo que era el país durante los años ochenta.

Total, quiero reiterar que mucho de lo que hago, lo que sé y me interesa se debe a Fabio Castillo, pues con su valentía, arrojo, ética, honestidad y compromiso con su profesión, con lo malo y lo bueno, lo impreciso y preciso, lo temerario y sutil, se convirtió en un verdadero héroe, no solo para los periodistas que siguieron su estela, sino para la gente del común que pudo observar que el compromiso es con la gente y no con el poder. Por eso, valga decir que ha muerto un héroe, un valiente, un maestro, un necio (en el sentido de la canción de Silvio) y alguien que, a pesar de los grandes problemas y un sentimiento que a veces es de desazón, fue un jinete, pero de los que han ayudado a salvar a Colombia, y agradezco mucho habérselo podido decir.

* Petrit Baquero es historiador y politólogo. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Las Guerras Esmeralderas en Colombia (Planeta, 2025).

Por Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

UnaVezMás (22193)06 de noviembre de 2025 - 06:03 p. m.
Tremendo!
Watasabi(56195)06 de noviembre de 2025 - 04:16 p. m.
Magnífico homenaje a un periodista de quilates, con sus altos y bajos, como todos
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.