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Una isla con corazón

Sin alcalde ni policía, a punta de alianzas, dedicación y pasión, el Consejo Comunitario de Orika consiguió una dificilísima primera titulación colectiva de tierras afrocaribes. Hoy, una nueva generación sigue buscando soluciones para los líos de predios y zonas de bajamar, mientras protege del calentamiento y del desgaste el ecosistema de Isla Grande en las Islas del Rosario.

Vivian Newman (*)
15 de junio de 2023 - 12:00 p. m.
Fueron elegidos para representar a 300 familias. Se ríen, se burlan de sí mismos y bailan champeta.
Fueron elegidos para representar a 300 familias. Se ríen, se burlan de sí mismos y bailan champeta.
Foto: Tina Neumann

Son puros pelaítos “atrevidos”, como les dijo una vez el personero, reconociendo su gran empuje a una corta edad. Cinco jóvenes de veintitantos años y un par que apenas superan la treintena componen la junta directiva del Consejo Comunitario de Orika (aunque el verdadero nombre es Consejo Comunitario de Comunidades Negras de la Unidad Comunera de Gobierno Rural de las Islas del Rosario – Caserío de Orika). Fueron elegidos para representar a 300 familias. Se ríen, se burlan de sí mismos y bailan champeta. Pero cuando se trata de sacar adelante a la comunidad, se vuelven serios y no paran. Sin alcalde ni policía, a punta de alianzas, dedicación y pasión, Orika y su junta han conseguido un trascendental primer título colectivo de tierras del Caribe, agua corriente y páneles solares y siguen buscando soluciones para los líos de predios y zonas de bajamar.

Eco-guardianes de la isla

A Isla Grande -parte del archipiélago Islas del Rosario, en el Caribe, donde se encuentra Orika-, se llega saliendo de Cartagena, por Pasacaballos y el Canal del Dique, hasta llegar al muelle de Barú. No al principal, sino al muelle Alberto Elías, que es más chiquito. Atraviesas en lancha un camino acuático rodeado de mangles bobos y después de quince minutos ya estás en la isla (que forma parte del enorme Parque Nacional Natural Corales del Rosario y de San Bernardo). Precisamente, por ser parte de un parque natural, la protección ambiental del maritorio (para no separar lo inseparable: mar y territorio) es una de las tareas más valiosas de la comunidad de Orika. Además, lo hacen mejor que cualquier guardián estatal porque son muchos y están al pie del cañón. Han sembrado más de 4,000 plántulas de mangle rojo en solo 6 meses, como alimento de los peces que viven en los corales. Hicieron un mapa interactivo en el que ordenaron la isla y ya tienen todo mapeado con más detalle que nadie. Falta el plan de manejo ambiental que es muy costoso, pero que debe hacerse con quien administra el resto de la isla. Porque como el maritorio es compartido, lo que hagas de un lado afecta el otro y toca hacer las cosas en conjunto. Así, podrán controlar el turismo para que no lleguen cientos de personas con pasa-día sin respeto al mar, como le sucedió a Playa Blanca. No es fácil, pero lo logran: armonizan sus formas de vida con la protección del ambiente a través de un turismo de eco-hoteles nativos que disfruta del snorkel educativo y se beneficia de las guarderías de corales, un turismo donde la algarabía de los pájaros hace concierto con las champetas del radio en la distancia.

La historia antigua y la reciente

Al tiempo que se abolía la esclavitud en la Nueva Granada en 1851, cinco antiguos esclavos le compraron siete caballerías de tierras baruleras de mangle y con plagas a Manuel González Brieva. Pero no quisieron volverse dueños individuales de lo que equivale a unas 3000 hectáreas de hoy. Dejaron constancia de que la compra era colectiva para todas las familias. Y así ha sido a lo largo de más de ciento setenta años en este espacio donde la comunidad vive, siembra, pesca y baila.

Con el tiempo, la tierra y la comunidad han sufrido muchos embates. A la producción de coco de la que vivían le cayó la plaga que se conoce como porroca. Luego la pesca disminuyó por la dinamita y la extracción de peces muy pequeños, al tiempo que se deterioró el arrecife coralino debido al calentamiento, al agua contaminada del Canal del Dique y a las pozas sépticas de hoteles. Finalmente, y por pura necesidad, algunos miembros de la comunidad vendieron lo que no podían vender y se convirtieron en cuidanderos y cocineras de sus compradores.

Así fue como llegamos a la historia reciente en la que dos miembros de una generación previa lideraron la recuperación de lo que parecían estar perdiendo. Por un lado, Ever de la Rosa, antiguo representante del Consejo de Orika, promovió a principios del 2000 la limpia del monte para crear un asentamiento que permitió el rescate no solo del territorio sino de la cultura que los une como grupo y que se encontraba adormilada sobre las escrituras que protegían la propiedad colectiva. Por otro lado, Lavinia Fiori, nativa adoptada por la comunidad, ha navegado en este asentamiento, empujando y apoyando la sostenibilidad y restauración ambiental a través de la maraña institucional. Ambos, con apoyo de Dejusticia y la Universidad de los Andes, impulsaron un tortuoso y trascendental proceso legal ante la Corte Constitucional que en 2012 reconoció, por primera vez en Colombia, la titulación colectiva de una comunidad afro en las Islas del Caribe colombiano. Junto con el territorio que colectivamente les pertenecía desde la esclavitud, se protegió su cultura y el vínculo ancestral de estas familias que siempre tienen almuerzo para el que se aparezca al mediodía. Lograron que la Ley 70 sobre títulos colectivos ancestrales no fuera un papel sino que se instalara en la isla. También lograron, dice Lavinia, que Parques no solo protegiera los arrecifes y manglares sino las prácticas ancestrales de las comunidades negras, como la pesca y el turismo. Lograron, en fin, ser dueños de sus tierras y de su destino. Frase que además de sonar bonito, se materializa por la cantidad de negocios que ahora son de los nativos y en los que trabajan como dueños, no como peones. Y así, van abriendo la puerta a otros consejos comunitarios afros del país.

La historia de hoy

Volvamos a nuestro grupo de jóvenes nativos champeteros que actúan como voceros de la comunidad. Sus contribuciones, al igual que sus preocupaciones, se centran en la ampliación de la titulación colectiva y la organización del maritorio. Hay varias amenazas derivadas no sólo del calentamiento global, sino de la desidia de la institucionalidad, que cuando no hace proyectos turísticos y de arrendamiento de predios que afectan al vecindario, simplemente ignora a la isla. En consecuencia, este grupo ha tenido que jugar un rol de liderazgo para promover la convivencia y el ordenamiento del territorio. Convocan a los operadores turísticos y conocen a todo el que vive y arrienda en la isla. Son los mejores cuidadores de este bien común. Y no piden que las empresas de turismo que se encuentran en la zona sean retiradas, pero sí que la titulación colectiva sea una herramienta para evitar el desplazamiento forzado hacia Cartagena, la pérdida de su propiedad y de su identidad colectiva. Dayana Medrano, nacida en Caño Ratón de una madre que tuvo otros ocho hijos, asumió el reto vital de alejarse del embarazo temprano y el parto permanente que había visto en su casa, para postularse como representante del Consejo de Orika. Estudió derecho becada. Hizo una tutela que acompañó de un revuelo de periódicos, radio y redes sociales por dos meses, para lograr un puesto de salud que hoy brilla en Orika. Y ahora, con gran dosis de orgullo, embolsillada en un par de chores y una melena exuberante, me mira de frente y me dice que ama la isla y que hará todo por ella. Todos los logros son poco al lado de los planes de esta comunidad.

“¿Cómo estás, mi corazón?”… interrumpe Dayana nuestra conversación para saludar a un joven que pasa… Y yo respondo que el corazón de esta isla, gracias a la comunidad de Orika, ha dado un vuelco de 180 grados, y suena tan sano e indispensable como el pum pum en la champeta del palenquero Charles King.

(*) Investigadora asociada de Dejusticia

(**) Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.

Por Vivian Newman (*)

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