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Cuando era niño, mis padres y tíos me enseñaron que no debía gritar en los páramos, porque las personas del agua se molestan y envían neblina y lluvia. En Nariño se dice que los ríos y las lagunas albergan ciudades subterráneas, habitadas por guardianes y quienes conocen los alfabetos del agua. Estas narraciones, propias de la tradición oral de los Andes, la costa y la ceja de selva del suroccidente colombiano, no son meras leyendas (Bacca, 2024). Son expresiones vivas de un sistema jurídico multiespecie que reconoce los derechos de los ríos, las lagunas y sus habitantes no humanos, y consagra la responsabilidad de quienes entran en contacto con ellos (Kirksey et al., 2014).
Este enfoque, arraigado en el pensamiento del pueblo Awá, vincula a todos los seres del Katsa Su. Hace algunos años retorné a estos conocimientos en un ejercicio que entrelazó memoria y derecho. Fue justamente en el marco del reconocimiento del territorio del pueblo Awá como víctima del conflicto armado. En talleres y actividades participativas, las comunidades exploraron cómo la violencia los había afectado junto a los seres que habitan los cuatro mundos del Katsa Su.
En este tiempo-espacio, según se desprende de la jurisdicción multiespecie Awá, la justicia es inseparable del territorio y de sus resonancias bioculturales. Así, recordar la ética de respeto hacia las fuentes de agua, que practicábamos inconscientemente con mis amigos de infancia en nuestras caminatas al volcán Chaitán (Azufral), cuyo cráter es una laguna verde ubicada a más de cuatro mil metros de altura, se transformó en un acto consciente de revaloración y resistencia (Bacca, 2024).
En compañía de Boris Delgado, con quien crecimos en Túquerres alrededor del agua, nos propusimos develar la forma como se sienten las afectaciones territoriales desde el pensamiento Awá (Bacca y Delgado Hernández, 2024). Para ello, Unipa y Camawari, crearon espacios comunitarios con el objetivo de identificar cartográficamente las implicaciones del reconocimiento del territorio del pueblo Awá como víctima de la violencia. Delgado nos comparte que en las tradiciones indígenas mapear no es tanto delimitar un territorio como recuperar lo intangible, pues trazar mapas es reflejar la esencia anímica y simbólica de un territorio. El autor llamó a la fusión de lo geográfico y lo emocional cartografías anímicas, y trazó un puente entre las afectaciones territoriales causadas por el conflicto armado y su ubicación territorial en términos emocionales –la alegría, el miedo, la tristeza–.
Lo anímico del territorio incluyó caminatas a ciegas, tacto con piedras y reconocimiento de sonoridades bioclimáticas. Delgado analizó la relación entre las marcas territoriales y las referencias bioculturales, lo que siente el territorio con lo que perciben las comunidades. Sus hallazgos muestran que el territorio siente temor y rabia donde ha habido confinamientos, siembra de minas antipersonal y ejecuciones selectivas. Por otra parte, descubrió que el territorio se sana en los lugares donde se sigue practicando la medicina tradicional y donde florece la lengua materna.
Estos ejercicios biosensoriales son típicos del pensamiento Awá cuando la posibilidad de hablar con no humanos y espíritus es algo cotidiano. A través de años de trabajo, Delgado encontró –o quizás simplemente recordó–, que las leyes del pueblo Awá están profundamente conectadas con los ríos, considerados elementos sagrados que limpian el territorio y aseguran la presencia cultural y espiritual de las comunidades.
La memoria de la niñez de Delgado se recreó a través de la memoria colectiva del pueblo Awá junto al río Vegas, un lugar clave en el pensamiento Awá, cuyas aguas reflejan su derecho e historia. Cerca al corregimiento de Altaquer, por donde atraviesa el río, las autoridades Awá, en un esfuerzo por recuperar el control de su territorio, crearon una cartografía cultural a través de los símbolos de su pensamiento, para comprender mejor las dinámicas del crimen y las implicaciones espirituales de la violencia en sus resguardos.
Este tipo de investigaciones, en las que el territorio es el principal protagonista, evidencian que la guerra ha generado graves rupturas en la relación entre los ríos y las comunidades. Las minas antipersonal, sembradas por grupos armados en los caminos que bordean los ríos, han limitado la movilidad y han convertido los espacios sagrados en lugares peligrosos. La violencia ha afectado tanto la vida de las personas como su conexión espiritual con el entorno, creando una sensación de miedo y distanciamiento hacia sus fuentes de agua (Bacca, 2024).
Hoy, el conflicto persiste en espasmos, pero también lo hace la resiliencia del pueblo Awá, que sigue construyendo su camino de justicia más allá de lo humano (Bacca y Delgado Hernández, 2024). Los Awá han desarrollado un esfuerzo que combina lo íntimo y lo político: traducir su derecho propio al discurso de los derechos humanos. Sus juristas – gobernadores, lideresas, sabias ancianas– han tejido este puente legal en medio de la incertidumbre, al mismo tiempo que invitan a la justicia estatal a hacer tal ejercicio: reinterpretar los derechos humanos desde las fuentes del derecho indígena (Bacca, 2019).
Este diálogo interjurisdiccional ha cobrado vida en el trabajo de la Comisión Étnica de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que, en respuesta al llamado de los pueblos indígenas, ha impulsado una coordinación con la Jurisdicción Especial Indígena (JEI). Este esfuerzo busca proteger los territorios ancestrales reconociéndolos como espacios bioculturales de diálogos multiespecie.
El pensamiento Awá está intrínsecamente ligado al Katsa Su y, por tanto, a sus ríos, montañas y niebla. Por las arterias del Katsa Su fluyen aguas cargadas de significado. Como las leyes de la música, que organizan el caos en armonías coloridas, estos senderos invitan a descifrar el murmullo sutil de la selva, a comprender que la justicia trasciende el dominio de lo humano.
Para el ɨnkal Awá, este paisaje sonoro reafirma los vínculos con los espíritus tutelares sanando las marcas de la guerra. Pero este diálogo entre sistemas de justicia es un terreno minado. Las jerarquías epistémicas de la burocracia estatal tienden a desdibujar o ignorar los referentes indígenas, perpetuando una indiferencia que pone en riesgo los procesos de memoria, duelo cultural y reconciliación que el pueblo Awá necesita para curarse (Franco Gamboa, 2015). El Caso 02 de la JEP, que aborda las violencias en el territorio Awá, representa un punto de inflexión para avanzar hacia una justicia restaurativa (Lyons, 2022b).
La meta es reparar los daños sufridos reconstruyendo los puentes entre sistemas jurídicos que históricamente han sido ajenos. El reto es monumental: establecer rutas de coordinación entre la JEP y la jei que no reproduzcan relaciones jerárquicas, sino que permitan un verdadero diálogo intercultural (Ruiz-Serna, 2023). Esto implica reconocer el papel central de la memoria colectiva, las narrativas de resistencia y los lazos que unen al pueblo Awá con su territorio.
En este marco, las leyes de la gente río, Pi Awá, son un ejemplo de cómo las normativas indígenas pueden interconectarse con las dinámicas de la justicia transicional. Los ríos, guardianes silenciosos del Katsa Su, cargan consigo historias, derechos y cartografías territoriales. Para los Awá, la justicia es un equilibrio sonoro de sus mundos. El camino es incierto, pero el pueblo Awá avanza con la certeza de que la justicia, como la selva, debe abarcar todo aquello que vive y respira.
Memoria del agua
El territorio del pueblo Awá está atravesado por el Oleoducto Transandino de Colombia (OTA), una arteria subterránea que, desde 1969, transporta crudo a lo largo de 305 kilómetros. Esta infraestructura estratégica conecta las reservas petroleras del municipio de Orito, en el Putumayo, con el Puerto de Tumaco, en Nariño. Sin embargo, su presencia ha significado mucho más que desarrollo energético para este pueblo: ha traído consigo contaminación, desplazamiento y lucha por la supervivencia.
No fue hasta 2005 que el Estado colombiano, a través del Ministerio de Ambiente, emitió la Resolución 1929 a fin de que la operadora Ecopetrol S.A. implementara un Plan de Manejo Ambiental (PMA) para mitigar el impacto de sus operaciones. En 2013, la gestión del OTA pasó a manos de Cenit Transporte y Logística de Hidrocarburos SAS, una filial de Ecopetrol, tras la autorización de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA). Hoy, el oleoducto se encuentra fuera de servicio, con su reactivación prevista para finales de 2024, pero los daños ya han dejado huellas profundas en el territorio y en la vida del pueblo Awá (Griffin, 2024; Tarazona, 2024).
El OTA ha sido blanco recurrente de atentados y de la instalación de válvulas ilegales, actividades que han provocado más de 447 derrames desde 2014, según reconocimientos de Cenit. Las consecuencias han sido devastadoras: los ríos, fuentes vitales para la comunidad, se han contaminado con crudo; la flora y la fauna han sufrido estragos irreparables. Para los Awá, esto ha significado un golpe a su equilibrio ecológico y cultural. La contaminación ha desplazado a las comunidades de espacios sagrados y ha puesto en jaque la transmisión de sus prácticas ancestrales a las generaciones futuras. Los efectos sobre la salud son igualmente alarmantes.
Niños, niñas y ancianos han experimentado problemas médicos derivados de la exposición a químicos tóxicos. La comunidad, que ya enfrenta un acceso limitado a servicios de salud, ha tenido que luchar contra enfermedades desconocidas y sus secuelas, mientras sus voces se alzan en busca de justicia y reparación. Para los Awá, el oleoducto es mucho más que una infraestructura, es el símbolo de un modelo de desarrollo que no los incluye y que ha puesto en riesgo su forma de vida.
Las aguas que durante generaciones han sostenido la vida y la memoria de los Awá se enfrentan a una amenaza que excede lo visible. Los derrames de crudo del OTA, tanto aquellos relacionados con el conflicto armado como los derivados de negligencias humanas, han transformado paisajes imponentes en escenas de desolación. Ríos ennegrecidos por el petróleo, bosques degradados y animales muertos son los rostros más evidentes de una tragedia que resuena en lo más profundo del pensamiento Awá.
Para este pueblo, la contaminación de las fuentes hídricas es una ruptura ecológica de la armonía que guía su relación con el ordenamiento territorial. El desequilibrio en las relaciones socioterritoriales y la pérdida de lugares cosmorreferenciales son algunas de las consecuencias que los Awá enfrentan a diario, mientras intentan mantener vivas sus prácticas ancestrales.
Los ecosistemas impactados, que van desde los bosques húmedos andinos hasta los manglares y ríos de la región, son parte de un tejido de vida que sostiene la biodiversidad y, con ella, la memoria biocultural del pueblo Awá. Con cada derrame se pierde algo más que agua limpia o tierra fértil, se erosiona la capacidad de transmitir conocimientos y tradiciones que han sido el pilar de su identidad por generaciones.
En este escenario, la ineficiencia de las instituciones estatales se convierte en un capítulo adicional de esta tragedia. Las soluciones prometidas han sido temporales, insuficientes y, en muchos casos, ajenas a las realidades culturales de los Awá. Así, el derrame de petróleo en el Katsa Su constituye un acto de violencia sistémica que atraviesa cuerpos, espíritus y ecosistemas.
En el silencio de los bosques contaminados y los ríos ennegrecidos resuena un llamado urgente a la acción. Se trata de abordar las raíces profundas de la crisis climática: la desigualdad estructural, las dinámicas del conflicto armado y el abandono histórico de los pueblos indígenas. Reconocer estos vínculos es el primer paso hacia una justicia multiespecie que repare los daños visibles, restaurando el tejido territorial.
En el pensamiento del pueblo Awá, los ríos no solo cruzan el territorio; lo purifican, lo tejen, lo narran. Fluyen como arterias que limpian la piel de la selva y, al hacerlo, despliegan redes invisibles que sostienen la vida del ɨnkal Awá, ese caminante que ve en el agua la ley natural reflejada. De acuerdo con Delgado, un ejemplo patente de las afectaciones multicausales del extractivismo y la guerra es el río Vegas. Venerado por su conexión entre la alta y baja montaña, este cuerpo de agua ha sido testigo de algo más oscuro: un tiempo donde su cauce se mezcló con crudo, cuerpos mutilados y ecos de explosiones. Entre 2003 y 2011, la guerra convirtió al río en un escenario de muerte. Su curso, que alguna vez conectó la vida y el ritual, se transformó en un corredor estratégico de violencia.
Desde Altaquer hasta el resguardo de Maguí, el sendero que acompaña al río Vegas se dibuja como una línea frágil entre la montaña y el agua. Un espacio angosto de apenas cuatro metros separa al caminante de los estallidos ocultos bajo tierra, sembrados por el Ejército de Liberación Nacional (ELN), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y las bandas criminales (Bacrim) en años de lucha encarnizada.
Para los Awá, caminar este sendero era avanzar con cuidado extremo, sintiendo la amenaza constante de un suelo que podía traicionar. “Quedamos con el miedo adentro”, le confesó un guardia indígena a Delgado, describiendo cómo el temor caló hondo y creó una distancia emocional con el río. Desde 2023, las autoridades y la guardia indígena del Cabildo Mayor Awá de Ricaurte (Camawari) iniciaron un esfuerzo sin precedentes: trazar una cartografía cultural de sus resguardos. Este mapa buscó problematizar las formas en que la guerra ha fracturado los espacios bioculturales.
En el río Vegas, las comunidades Awá insisten en rescatar su memoria, afirmando que el Katsa Su se entrelaza a través de sus cuerpos de agua. Este desequilibrio atraviesa el alma del pueblo. En el agua se ven ahora las heridas de una violencia que amenaza con borrar las huellas del pasado. Sin embargo, los Awá no han dejado de resistir y en cada cartografía anímica que honra al río Vegas se gesta un acto de desafío contra el olvido.
Su lucha es por un futuro donde los estragos de la guerra no sean el último reflejo en sus aguas. El Vegas sigue fluyendo aunque lento y herido. Para los Awá, su cauce aún guarda secretos y memorias que esperan ser escuchados como una promesa inquebrantable de que algún día volverá a ser el guardián que sostiene la memoria colectiva.
* Abogado, editor del libro y subdirector de Dejusticia. El libro se puede descargar de manera gratuita aquí.