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Cómo hacer un país; cómo conectar sus mares con sus montañas, sus desiertos, sabanas, llanuras y principales ciudades eran los pensamientos de la élite política y empresarial durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando Colombia decidió encarar su compleja geografía, que le impedía consolidar un proyecto nacional y modernizar el transporte. Así, construyó su primer ferrocarril, en Panamá en 1855, año en fue declarado Estado soberano, bajo la presidencia de José de Obaldía, nacido allí, precisamente. Luego, bajo el radicalismo liberal, el presidente Manuel Murillo Toro (1864-1866) impulsaría la construcción de un ferrocarril desde Buenaventura a Bogotá, y otro entre Bogotá y Santander. Notable esfuerzo, dada la precariedad fiscal de la República.
Tal impulso modernizador habría de continuar bajo la presidencia del general Rafael Reyes, después de la devastadora Guerra de los Mil Días (1899-1902) y de la separación de Panamá (1903), propiciada por Estados Unidos para hacer un canal interoceánico. Vastas zonas del territorio nacional carecían de energía eléctrica y vías de comunicación; la economía dependía de las exportaciones de oro, café y algodón; y el principal eje víal era el río Magdalena, sobre el cual casi no había puentes. Reyes introdujo cambios en el ordenamiento territorial y creó varios departamentos, entre ellos Caldas, en un territorio que incluía el de los actuales Quindío y Risaralda. Esta región tenía una producción cafetera abundante, el problema era la dificultad para moverla desde Manizales, ubicada en la escarpada cordillera Central, hasta Honda en el río Magdalena, embarcarla a la costa Atlántica y exportarla. El país se movía a lomo de bueyes y mulas, por trochas y barcos a vapor. Reyes, quien conocía el territorio porque lo había caminado, promovió el tendido de varias líneas férreas, sin embargo, un tren entre Manizales y Mariquita era casi imposible. Entonces, alguien tuvo la audaz idea de hacer un cable aéreo entre estas dos ciudades, evocando las tarabitas indígenas. Y así se hizo. Fue, en su momento, el más largo del mundo: 72 kilómetros. Gracias a esta obra, inaugurada en 1922 tras la Primera Guerra Mundial, se transportaban 10 toneladas de café por hora, lo que antes tardaba 10 días, y por la mitad del precio de la arriería.
El renacimiento
En Mariquita, como nodo vial, se construyó una estación adonde llegaban y salían vagones repletos de tabaco de Ambalema y pesadas vagonetas con café de Manizales. De tal magnitud fue la producción tabacalera, que durante el siglo XIX significó el 80 % del tabaco de toda Colombia. De esta forma se concentró en esa tierra una población inglesa compuesta por ingenieros y operarios, en un complejo de más de 40 hectáreas, con casaquintas, canchas de tenis y fútbol, talleres de mecánica, bodegas de almacenamiento y una capilla. Los inmigrantes ingleses trajeron su cultura, su religión y sus frutas, a ellos se debe el cultivo de mangostino, que habían extraído de Asia; dejaron también descendencia e hicieron su propio cementerio. Como lo afirma el profesor José Ernesto Ramírez, “además de importar especies agrícolas, diseñar acueductos y plazas de mercado, racionalizar la gestión en las obras públicas y anticipar la idea del transporte multimodal, innovaron la arquitectura local y conformaron un núcleo social reconocido por sus costumbres, intercambios y expectativas”. Por esos días, Mariquita recuperó algo del esplendor del siglo XVII, cuando fue un enclave minero, y del XVIII, cuando albergó a José Celestino Mutis y la Real Expedición Botánica (1783-1816), el principal esfuerzo de la Corona española por conocer las bondades naturales del territorio, más allá de los rutilantes metales preciosos. Se vivió entonces una especie de renacimiento. Estos dos medios de transporte, el tren y el cable, dieron lugar a nuevas empresas y comercios, al surgimiento de expresiones culturales, como una sala de cine, y a que los mariquiteños se familiarizaran con apellidos como Lindsay, Blackett, Lynett y Miller, entre otros.
¿Qué queda de esa época?
Del cable aéreo, en Mariquita no queda nada. Las veintidós torres y los hilos de acero a través de los cuales se deslizaban sus vagonetas fueron vendidos como chatarra en la década de los 70.
Para decirlo con palabras del historiador, poeta y empresario Hernando Ávila Vanegas, en el libro Mariquita, 25 siglos, “Los fantasmas rondaron nuestro suelo, saquearon las quintas, desmontaron los talleres, desaparecieron los tornos de precisión, las herramientas, la maquinaria y los muebles importados, y otros igualmente finos construidos por las encallecidas manos artesanales de hombres como Atanasio Puerto, Belisario Sánchez, Francisco y Manuel Reyes, Ricardo Giraldo Estevens, Jesús Pérez, Ignacio Muñoz, los señores Lozano, Rubio, Bedoya, los Pinzón y tantos, que conforman una galería de héroes y mártires exterminados por el festín acolitado por jefes de Estado, ministros, senadores y representantes del alto gobierno. En nuestro suelo patrio no quedó nada en representación de estas empresas construidas para abrir los mejores surcos de progreso en el corazón de la patria. No quedó para el recuerdo de esta gran epopeya una vagoneta, una torre ni una sola locomotora, todas las hacinaron en los talleres de Flandes para ser descuartizadas con acetileno y comercializadas como chatarra, vendidas por kilos, destrozadas como obsoletas osamentas de un ejército de legendarios guerreros que ofrendaron su vida al servicio de la patria muriendo no a manos del enemigo, sino en la de superiores compatriotas”.
Desde hace décadas, al complejo ferrovial de Mariquita, en poder del Instituto Nacional de Vías (Invías), se lo están comiendo la hierba, las termitas, las telarañas y los hongos. No se permite la entrada de la población local, quizá por algo de vergüenza. De los rieles quedan solo unos pocos tramos, los ladrones han hecho su oficio, algunos de ellos han sido vistos en casa de un exalcalde. Esas bodegas, talleres y casaquintas, a punto de derrumbarse, podrían albergar museos, centros de cultura o escuelas de artes y oficios. De esta forma, los vestigios de la Mariquita “inglesa” se borran en medio de la indiferencia de la burocracia. Un proceso similar al acontecido con el patrimonio de la Real Expedición Botánica.
Ahora que escribo esta crónica, experimento una sensación posiblemente similar a la de don Florentino Peña Gutiérrez, descendiente del mártir de la independencia y prócer José León Armero, que en febrero de 1884 dejaba su testimonio de dolor en el Papel Periódico Ilustrado, de don Alberto Urdaneta, respecto al abandono de la casa de habitación de Mutis y del solar en donde fundara el primer Jardín Botánico de la Nueva Granada y de otros monumentos históricos.
“Del convento de San Francisco con su claustro redondo, sus celdas abovedadas, su templo embaldosado de azulejos y enmaderado de nogal, y del de Santo Domingo, que guardó los restos venerados del mariscal Gonzalo Jiménez de Quesada y Rivera, no quedan hoy ni los cimientos”.
La carta de Peña, escrita dos años antes de que se promulgara la centralista Constitución de 1886, deja en claro que, pese a estar aún en la Colombia federal, ya Mariquita se veía obligada a ceder su patrimonio histórico a la nación, en un vano intento por salvarlo. “La Municipalidad hace poco cedió al Estado todos esos escombros, portadas, mampostería, etc., para materiales del Panóptico que se va a construir en lo que fue el Jardín Botánico”. Pero la Nación, con algunos hijos, suele ser más madrastra que madre, pues no ha sabido cuidar nada, ni siquiera ese enmalezado cementerio “inglés” en donde reposan los restos de algunos de quienes hicieron posible el tren y el cable.
La Nación está en deuda con la ciudad que diera nombre a la antigua provincia neogranadina, sobre la cual Tomás Cipriano de Mosquera fundara el Estado del Tolima. Estas huellas ruinosas son una prueba de la indolencia y del irrespeto hacia una tierra que en siglos anteriores nos diera no solo la riqueza de sus minas, sino que permitiera la movilización de millones de toneladas de café, tabaco y algodón. Pero también en Mariquita, al igual que en Macondo, llegó la peste del insomnio, que trae consigo la del olvido… que ya somos.
* Guillermo Pérez Flórez es abogado, periodista y comunicador social. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia y de la Academia de Historia del Tolima.