El reloj señalaba las siete y diez de la noche del miércoles 17 de diciembre de 1986. Ese día habíamos laborado con el corazón encogido porque desde primera hora afrontamos la inesperada y dolorosa noticia de la desaparición de Amparo Hurtado de Paz, corresponsal en Miami, con quien habíamos tenido una relación cercana desde cuando trabajó en la redacción en Bogotá. Amparo era cuñada de José Salgar, nuestro jefe de jefes, y murió a manos de su hijo mayor, quien además le quitó la vida a su padre y a su hermana en una acción esquizofrénica.
Don Guillermo Cano Isaza, inolvidable director, llegó ese día más temprano de lo acostumbrado, un poco antes de las nueve y treinta de la mañana, para afrontar con sus bríos de siempre, aunque compungido por el suceso, una nueva jornada al frente de El Espectador. Como siempre lo hacía, tomó una de las máquinas de escribir de la redacción y se sentó a escribir la nota editorial de homenaje a la memoria de Amparo Hurtado, que salió publicada en la sección Día a Día de la edición del jueves. Al mediodía fue a almorzar a su casa y regresó al periódico hacia las tres de la tarde.
A solas en su oficina, el resto de la tarde escribió su última Libreta de Apuntes, titulada “Navidades negras”. Luego salió a la redacción para compartir comentarios. Eran las siete y diez de la noche y ya estaba cerrada la edición nacional. Yo acababa de despedirme del jefe de redacción diurno, Luis Palomino, pero me detuve frente al “Muro de la Infamia”, un tablero cubierto en yute rojo y enmarcado en acero inoxidable en el que se exhibían las “embarradas” de la redacción en las ediciones publicadas, el mismo que en su tiempo hizo famoso don Gabriel Cano con su implacable esfero de tinta roja.
Lo hice porque el sin igual editor de la sección judicial, Luis De Castro, había colocado la tradicional “Polla futbolera”, que alentaba elaborar el propio don Guillermo. Esa noche se jugaba la final del fútbol colombiano entre América y el Deportivo Cali en el estadio Pascual Guerrero. La “Polla futbolera” era importante. Se jugaba poco dinero, pero el triunfador se sentía como un ganador de lotería. Cuando regresaba de los talleres, don Guillermo me vio y comentó: “¿Sí vio el marcador que me correspondió?”. Era tres a cero en favor del Deportivo Cali, difícil en esos días de dominio escarlata.
“A lo mejor se da”, respondí. Y él replicó con suficiente conocimiento futbolero: “Es difícil porque ambos equipos se conocen, creo que será muy cerrado el marcador”. “Tiene razón, don Guillermo”, admití, y luego agregué: “En el deporte no hay nada escrito”. “¿Y ya se va?”, expresó sonriendo, cambiando de tema. “Sí señor”, respondí. “Entonces hasta mañana, porque yo también me voy en unos minutos”. Fueron las últimas palabras que escuché directamente de don Guillermo Cano y también los últimos segundos en que lo vi antes de la terrible noticia de ese miércoles 17 de diciembre.
Con diferencia de minutos, bajamos al estacionamiento del periódico. Él se fue hacia su camioneta Subaru, yo a una de las “chivas”, como llamábamos a los jeeps en que nos transportábamos para cubrir noticias y que don Mike Forero hizo famosas en la cobertura de las Vueltas a Colombia en bicicleta. Me esperaba para llevarme a casa el conductor Evangelista Rodríguez, o don Evangelio, como le decíamos. No alcanzamos a llegar a la calle 63, frente al coliseo El Salitre, cuando Juan Guillermo Cano, hijo mayor de don Guillermo y jefe de información de El Espectador, dio la voz de alarma.
A través del servicio de radio-teléfono, Juan Guillermo Cano informó que su padre había sufrido un atentado. Después de un breve diálogo con él quedé mudo, sin saber qué hacer. Don Evangelio reaccionó y, cometiendo una infracción de tránsito, hizo un giro de 180 grados para retornar al periódico. Entonces interrumpió el silencio la voz de Luis Palomino: “Lo llevan a la clínica de la Caja Nacional de Previsión”. Los colegas Ricardo Luna y Rodolfo Rodríguez lo sacaron malherido de su camioneta color rojo púrpura y en el Renault 4 de Alfonso Convers lo condujeron al centro asistencial.
Cuando llegamos allá, Alfonso Convers nos recibió pesimista: “Lo vi muy mal, creo que no se salva”. Adentro, Rodolfo Rodríguez ya tenía la noticia: don Guillermo Cano había llegado sin signos vitales y los esfuerzos de los galenos de la Caja Nacional fueron inútiles. Nos dimos un prolongado abrazo y luego regresé a la “chiva” para dar por el radioteléfono la noticia que jamás hubiese querido dar en el periódico: “¡Don Guillermo está muerto!”. Nadie respondió. Después de un silencio interminable, Luis Palomino comentó escueto: “Le acabo de informar a Juan Guillermo”.
Para los asesinos, la “vuelta fue fácil”, como lo confesó años después uno de ellos. El director de El Espectador nunca utilizó guardaespaldas y jamás tuvo un arma en sus manos. Ni siquiera un cortaúñas. Su valor fue escribir sin temor a nada ni a nadie, porque, como muchas veces nos lo hizo saber, “la verdad se ilumina por sí sola”. Esa noche salió del periódico al timón de su carro, cien metros adelante frenó para hacer la U en la avenida 68 rumbo al norte, y allí lo esperaban los criminales. Mientras el compinche lo aguardaba en una moto, el homicida le descargó una ráfaga de ametralladora.
Al regresar a la redacción, la primera llamada telefónica fue del maestro Héctor Osuna, quien pedía le confirmáramos lo que no podía creer y ya transmitía la radio. Después llamaron desde Cartagena el corresponsal Antonio J. Olier y su señora Carlota Mendoza. Luego el colega Emilio Zogby desde San Andrés, el editorialista Carlos Villalba Bustillo, nuestro colaborador en deportes Tobías Carvajal. Uno a uno se reportaron los amigos de la casa desde todas las regiones de Colombia. Si habíamos empezado el día con el corazón encogido, en ese momento ya era una uva pasa.
Tres horas más tarde, los restos mortales de don Guillermo Cano fueron llevados al periódico. El catafalco de color caoba fue colocado en el salón principal del edificio que los empleados habíamos bautizado “Patio Bonito”. Toda la noche estuvo custodiado por los empleados de las distintas secciones del diario. Pronto apareció el presidente Virgilio Barco con su esposa y varios de sus ministros, después llegaron dirigentes gremiales y políticos. La solidaridad con El Espectador se hizo visible. La valentía de su director había sido agredida por la mafia del narcotráfico.
Lo demás son recuerdos. Su verticalidad moral inversa a la corva física que evidenciaba su espalda. Su cabellera canosa y su figura paterna que siempre acogió a quienes trabajamos a su lado. Sus consejos y su don de gentes que jamás serán olvidados por quienes pasamos por esa memorable época en “el mejor periódico del mundo’’, como lo definió alguna vez Eduardo Zalamea Borda, el gran Ulises, cuando superaba en circulación, favorabilidad y lectura a todos los medios escritos de Colombia. Todo gracias a su ejemplo de periodista a toda prueba cuando se trataba de encarar la verdad.
“Nunca sé qué puede pasar cuando salgo del periódico para mi casa’’, dijo horas antes de su asesinato en una de las pocas entrevistas que concedió en su vida, porque siempre fue alérgico a ellas y, hasta donde pudo, evitó cámaras y micrófonos. La timidez congénita que todos le conocimos. A cambio, nos quedamos con su coraje. Su última sentencia, 30 años después, sigue vigente: “Así como hay fenómenos que compulsan el desaliento y la desesperanza, no vacilo un instante en señalar que el talante colombiano será capaz de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y más próspera”.
Fue un ejemplo de vida como hijo, hermano, esposo, padre y abuelo. Y todavía más como periodista, amigo o jefe. Un inigualable director de cuyos sabios consejos, sus alumnos de ayer en El Espectador, siempre nos sentiremos orgullosos. Las nuevas generaciones tienen el deber de conservar su legado personal y recobrar su obra, no solo para constatar qué significa hacer periodismo con la verdad por delante, sino para que la historia nunca olvide lo que hicieron don Guillermo Cano, su familia y su periódico por defender a Colombia de un enemigo común que continúa su desafío.