Y la semilla empezó a germinar: nuevos vinilos, aerosoles baratos, pinceles y muros que involuntariamente se trazaban en el mapa mental de los grafiteros de la ciudad. En 2010 Bogotá dejó de estar dividida por espacios ajenos en donde no era permitido pintar. Lo dice un artista de la calle que tiene como norma de vida guardar el anonimato para no personificar lo público: “Hay diferentes parches en esto del grafiti. Nosotros somos unos amigos, una fraternidad que comparte una visión y una lectura de la ciudad en donde no está prohibido rayar las paredes. Sobrepasar los riesgos es la esencia del grafiti. Sobrepasar el miedo para revivir lugares muertos”.
Desde hace 10 años este grafitero empezó a escribir en las paredes olvidadas de un barrio en Suba. Y sabe, como toda su fraternidad, que tomarse las calles de la ciudad toma tiempo: “No es tan fácil llegar a bombardear los espacios no autorizados. En 2004 empezaron a llegar grafiteros de Venezuela, Australia y Países Bajos. Hay pelaos que comen calle y que viendo eso quisieron imitarlo”. Conoció las esquinas rayadas en Ciudad Bolívar, en Chapinero, en el Chicó. Esos niños que comían calle empezaron inventando un seudónimo y una firma trazada en un solo color debajo de los puentes vehiculares. Luego, este hombre llegó a formular una conclusión: “Detrás de cada grafiti hay algo así como una ecuación matemática”. Él pintó retratos que le costaron varios meses de trabajo. Después derramó pintura blanca sobre sus grafitis: “La ciudad se transforma con nosotros”.
Mientras él se ocultaba en un suburbio urbano, otro grafitero, ‘Toxicómano’, buscaba lugares “abandonados por el Estado”: “A donde no llega ni el Estado ni la institución llegan los grafitis. Es una protesta a la propiedad privada”. ¿Qué frontera me impide atravesar los muros con mi pintura?, se empezaron a preguntar. “En la ciudad usted encuentra mezclas de arte callejero norteamericano y francés. Muchas ilustraciones influenciadas por la cultura punk y el hip hop. Nosotros, y muchos de los grafiteros, buscamos un estilo propio. Hacemos trabajos con planillas y esténcil, y con fotografías de personajes tomadas por ahí”. Las obras de HowNosm le dieron inspiración a más de uno.
‘Toxicómano’ ve en cada barrio diferentes universos: “Hay grafitis más específicos, hay gente que nunca sale de sus barrios. El grafiti barrial se está estructurando”. Un ejemplo claro es el muro de la calle 80 con avenida Boyacá: allí, en 2010, grafiteros de Venezuela, Australia y Holanda dibujaron nuevos trazos que inspiraron a “los que comen calle” en el barrio Bolivia o en el Quiroga. Cabe recordar que por ese entonces la ciudad se encontraba estancada en obras sin terminar, lo que dejó como resultados culatas al descubierto que más tarde se convertirían en lienzos. “Hubo un empoderamiento por la ciudad”, dice ‘Toxicómano’.
Tampoco es gratuito que este año el Instituto Distrital de las Artes esté entregando becas de intervención artística urbana en la calle 26. El discurso oficial parece haber cambiado: “El resultado de esta convocatoria promueve nuevas relaciones de los transeúntes con el espacio público, al mismo tiempo que se procura mejorar la calidad del espacio urbano”. Y tampoco es casualidad que los colectivos de la ciudad (Miblogota, por ejemplo) se empeñen en dedicarles meses a las nuevas obras de arte que trazan los ciudadanos.
¿De dónde viene la Bogotá a color?
En un diagnóstico del grafiti en Bogotá, que hizo el Distrito en 2012, aparece que en los años sesenta, cuando se popularizó la fotografía en la ciudad, la gente empezó a interesarse por los paisajes que estaban fuera de sus casas. Ya en los setenta la Facultad de Arte de la Universidad Nacional apostó por un movimiento de estudiantes que quisieron pintar murales exponiendo sus ideales políticos. “Inspirados en las vanguardias históricas, en movimientos como el Dadaísmo y el Situacionismo, e impulsados por la fuerza irreverente que despertaron las protestas estudiantiles de mayo de 1968, los artistas se lanzaron a intervenir su territorio”, dice el estudio.
A finales de los setenta las guerrillas del M-19, las Farc, el Eln y el Epl ya habían adoptado el grafiti como instrumento para visibilizarse ante los transeúntes. No obstante, en los ochenta las culturas hip hop y punk empezaron a tomarse las paredes de la ciudad. La estética fue marcada por películas y documentales como Beat Street (1984) y Wildstyle (1983). Dentro de esta década es memorable la primera edición de la revista Slang, en donde aparece un grafiti que Rick Pin dibujó en el caño de la calle 127, en 1987.
Una de las imágenes arquetípicas del grafiti bogotano es ese dibujo de letras anchas que se repite en miles de esquinas y que remite al hip hop. En 1998 llegó la escuela del grafiti Writing a la ciudad: “Aparecen grupos representativos como R.O.S. (Represent Our Style), quienes le dieron una forma muy particular a esta organización, como la exaltación del autor, la creación del estilo y la formación de grupos especializados en hacer grafiti por toda la ciudad”, explica el diagnóstico.
Finalmente llegó la generación del grafiti que transgredió el miedo. Entre 1999 y 2001, artistas extranjeros (como Beso, Esoh y Alfa) visitaron la ciudad y buscaron algunos muros abandonados para dejar huella. Así, dice el informe, Bogotá llegó a tener alrededor de 5.000 grafiteros en 2012. El 90% de los encuestados por el Distrito dijeron que en algún momento han sufrido el “abuso de autoridad”. Esto, sin embargo, no detuvo la ola de dibujos hechos con betún, tiza, ácidos, tintas, escarcha, pintura en vinilo o aerosol. En las situaciones más bruscas, como dice el estudio, los grafiteros empezaron a marcar las paredes con cincel y martillo.