Un día del año 2001 Nuquí se levantó con cinco muertos. Cinco muertos. La mayor masacre de la que da cuenta su historia. El velorio más masivo. El entierro más llorado. Fueron los paramilitares. Quizás el bloque Pacífico de las autodefensas. Eso dice Tadeo Mosquera Hurtado, 42 años, cuatro hijos, cinco esposas. Luego de sepultar a los muertos —cinco campesinos con cultivos, hijos y “cara de guerrilleros”, según los victimarios— Nuquí se entregó al miedo. A las 6:00 p.m. las calles —siempre con niños correteando y hombres jugando póquer y vendedores de cocos y pescado— se convirtieron en corredores sombríos. Ni un alma. Ni un murmullo. “Fue duro, muy duro”, dice el señor Tadeo. Luego llegó el Ejército. “Volvimos a sentirnos seguros”. Volvieron a abrir las puertas. Volvieron los niños a las calles. Volvió la felicidad. La felicidad al pueblo más feliz de Colombia. Podría sonar a una exageración. Pero Tadeo así lo manifiesta, ocasionalmente.
Tadeo Mosquera camina por la calle principal de Nuquí. Un municipio al occidente del Chocó. Un pueblo pequeñito de 8.000 habitantes, 26 grados centígrados, un aeropuerto para avionetas, una escuela, una iglesia católica, una estación de Policía, una cancha de fútbol con graderías y una sola calle pavimentada, de unos 50 metros, por donde camina el señor Tadeo. Camina y saluda a una señora que lleva una bolsa de mercado, a un muchacho que se está tomando una gaseosa, y a otro más que está conversando en un corrillo. Es domingo. Todas las puertas están abiertas. Hay música a alto volumen. “Este es el barrio de los pescadores”, dice el señor Tadeo señalando una fila de casas de madera, al lado del río Nuquí, montadas en palafitos para soportar las crecientes.
El barrio de los pescadores es quizás el más pobre, el más desordenado, el más sucio, el más desprotegido. “El río en asocio con el mar está depredando esta zona, está carcomiendo la orilla. Mire cómo la naturaleza, que tanto protegemos, que tanto defendemos, nos está atacando a nosotros”. El que habla es Santos Henry López Murillo, 68 años, nueve hijos, seis compañeras sentimentales. Educador pensionado. Líder del municipio. Luego interrumpe Tadeo para decir que la cooperativa de los pescadores, “esa casa abandonada que usted ve ahí”, quebró por el desorden de los administradores.
Sigue recorriendo Tadeo las calles del pueblo y se sigue viendo la pobreza y las basuras siguen en las calles y los pies descalzos y las aguas negras estancadas y se pregunta uno si es posible que los nuquiseños sean felices. “Sí”, repite Tadeo. Por la tranquilidad. Porque es mi tierra y tengo lo mío. Porque si usted no tiene comida le basta sólo con caminar unos pasos para pescar en el mar y problema solucionado. Porque el que vive en la ciudad vive acelerado. “Yo voy a las ciudades a pasear pero no vuelvo a vivir”, dice Tadeo con un dejo de desgano. Residió dos años en Medellín y 18 meses en Buenaventura. Suficientes para no querer volver.
El turista
Desde la avioneta se ve selva y sólo selva y montañas y verde. Luego de 35 minutos de viaje, desde Medellín, se ve al fondo una línea azul difusa. Cuando la avioneta empieza a perder altura aparece un pedacito de tierra poblada en medio de la selva —Nuquí— y una inmensidad de mar azul, verde y también amarillo. El aterrizaje es en una pista ínfima y maltratada que en algún momento fue la vía principal del pueblo. Bienvenido a Nuquí. Bienvenido al paraíso. Así anuncian las guías de viaje a este municipio del Pacífico: comida, mar, cabañas, naturaleza, ballenas jorobadas apareándose en sus aguas —de julio a noviembre—. Del pueblo, de las calles sin pavimentar, de la falta de acueducto y energía —sólo tienen el servicio ocho de las 24 horas— no se habla en las guías. Pero tampoco se ha dicho que en el Chocó, donde casi todo es pobreza y carencias, hay un municipio pobre con pobladores pobres pero felices y tranquilos en sus tierras. A veces parecería que son resignados. Podrían ser las dos cosas.
—¿Sabe por qué viven así? Porque en Nuquí hay un solo estrato social: la pobreza. No hay gente tan adinerada para generar envidias. Ni gente tan pobre que viva resentida. Todos son iguales —dice Álvaro Zora, 44 años, dos hijos, dos compañeras sentimentales, chocoano, empresario—. En cambio en Quibdó pasa todo lo contrario. Hay pobreza extrema y riqueza extrema.
Luego de que aterriza la avioneta el turista llega a una casona de paredes gastadas y sillas viejas: el aeropuerto. A la entrada un policía le solicita un documento de identidad y le pregunta ¿cuál es su profesión? Casi siempre, de inmediato, el turista aborda un carro o una lancha directo a un hotel o a unas cabañas, frente al mar. Luego el turista recorre las playas, va a una excursión para el avistamiento de las ballenas jorobadas, bucea, duerme en hamaca. Casi nunca el turista camina las calles de Nuquí ni conoce las artesanías de los indígenas embera ni duerme en el hotel del pueblo ni baila en su discoteca. Casi nunca el turista que va a Nuquí conoce Nuquí.
El guía
Luego de atravesar una callecita empantanada, estropeada, Tadeo Mosquera llega al mar. Se ven palos, perros, basuras, plásticos. Se ve un niño en bicicleta y otros tres jugando en un barco encallado. La marea está baja. “Allí —Tadeo señala las aguas que tiene al frente— había un barrio que se llevó el mar. Yo estaba muy pelado”. Se llamaba Miramar. Fue hace 34 años. Dicen que fue el primer caserío de Nuquí. Luego vinieron Santander y La Virgen. “Allá —dice señalando una isla pequeña que hay a su derecha— hay una pila de agua bendita”. Bendita porque alguna vez llegó hasta allí un hombre, con poderes sobrenaturales, que empezó a ser tratado como una especie de dios. Hacía milagros. Predecía las tragedias. Multiplicaba el pan para darles de comer a los más desgraciados. Curaba a los enfermos. Curó a la mamá de Tadeo, a doña Manuela Hurtado, quien tenía un dolor enclavado en el estómago que no la dejaba vivir en paz. “Hay gente que se ha bañado ahí que dice que el agua tiene poderes. A mí, como soy poco creyente, no me ha hecho nada”.
Tadeo Mosquera es vigilante del único colegio de Nuquí. Como hoy es un día de junio y los niños están en vacaciones, él dedica el tiempo a otros oficios, por ejemplo, a ser líder. Le gusta que lo reconozcan como líder de la comunidad. Un líder tímido pero de discurso fluido. “Tenemos problemas de agua potable, de alcantarillado, de energía, de empleo —dice mientras camina hacia la Alcaldía—. Pero hay que decir que estamos un poco mejor que antes. Hace unos años no sabíamos qué era civilización. Vivíamos por vivir. No teníamos ni televisión”. En la Alcaldía, en una reunión de líderes, está doña Berta Mosquera, alrededor de 50 años, cuatro hijos, cuatro enamorados. Lleva tacones negros, pantalón ajustado y un turbante de colores que la hace ver con más carácter, más sobresaliente. Está diciendo que de todas las carencias que tiene Nuquí la más urgente es la educación “porque a un pueblo educado nadie lo destruye”.
Están hablando sobre el proyecto del Puerto de Tribugá —corregimiento de Nuquí—, uno que será tan grande como el de Buenaventura. La señora pide que la comunidad tenga participación, que haya trabajo para los jóvenes y para las madres cabeza de familia, como ella. Para Tadeo la prioridad es la salud. “Porque en Nuquí, señorita, la gente no muere por un balazo o una puñalada. Se muere de paludismo. Y los viejos, de cáncer en la próstata”.
El cielo se oscurece y empieza a llover. Una llovizna débil y constante. El calor se hace más insoportable. Ahora Tadeo camina hacia el puerto turístico. Pasa junto a una casona pintada de verde y blanco, enorme y abandonada, que muchos años atrás fue una fábrica enlatadora de filetes de atún. La empresa cerró días después de la muerte del narcotraficante Pablo Escobar —2 de diciembre de 1993—. Dicen que era su lavadero de dinero en el Pacífico. Dicen muchas voces que lo mismo sucedía con las pequeñas empresas pesqueras que surgieron en los ochenta y que se evaporaron con la caída del capo.
La lluvia no cesa, y a pesar del agua y de las calles convertidas en lodazales los niños siguen jugando y el vendedor de cocos sigue vociferando. Los hombres toman cerveza y estudian, concentrados, su juego de cartas. En una esquina cuatro niñas saltan lazo. Y un muchacho les corta el pelo a sus vecinos con una pequeña navaja de afeitar. El servicio es gratuito.
Así será el Puerto de Tribugá
Se dice que la primera vez que se habló de un puerto en Tribugá (corregimiento de Nuquí, en Chocó) fue 30 años atrás. Desde ese momento han habido uno, dos, tres intentos que por alguna razón no prosperaron. Esta vez es la sociedad Proyecto Alquímides, la que quiere hacer realidad la idea. La obra se hará en dos etapas: la primera contempla una terminal de cabotaje, pesca y turismo, que empezará a construirse finalizando el 2011, y tendrá un costo cercano a los US$10millones. En la segunda etapa se edificará el terminal multipropósito de carga que costará unos US$170 millones. Según el cronograma todo el proyecto demorará unos 10 años. “Para hacer el puerto debemos desarrollar un tejido productivo dentro de la comunidad, que contempla un impacto económico y social, un plan de infraestructura, un trabajo directo con ellos”, asegura Ana Alexandra Muñoz Mora, gerente del Proyecto. El puerto tendrá una participación del 47% del Estado y 53% de inversionistas privados. También se hará una emisión de acciones. Actualmente se está desarrollando un diagnóstico ambiental de alternativas, luego vendrá un estudio de impacto ambiental.