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Bojayá, en ruinas

El programa “Los Informantes” viajó a este pueblo del Chocó en el que murieron 79 personas, entre ellas 40 menores de edad, en un ataque de las Farc. Hablan las víctimas.

Nicolás Reyes, María Del Rosario Arrázola
05 de octubre de 2015 - 01:55 a. m.

El río y la selva se han ido devorando poco a poco a Bojayá, un pueblo ubicado a orillas del Atrato, en Chocó, después del ataque de las Farc en 2002 con un cilindro bomba sobre la iglesia San Pablo Apóstol.

Como si se tratara de un pueblo fantasma, sólo se oyen el sonido de los insectos y del río. Dos perros, unas cuantas casas con las paredes amarillentas y el cemento agrietado es lo único que queda en Bojayá. Trece años después, sólo queda abandono y desolación.

Desde el puerto hasta la casa de las hermanas franciscanas hay una calle de cemento muy pequeña. Desde allí, otra calle pequeña; a lado y lado sólo permanecen columnas maltrechas. La otra calle va desde el río Atrato hasta la iglesia, en donde se refugiaron unas 200 personas mientras los paramilitares y las Farc se enfrentaban en medio del pueblo el 2 de mayo de 2002. Dentro de las casas que siguen en pie sólo se ve madera podrida. La vida de la selva es la única que encierra este lugar ahora.

Aunque los habitantes dicen que avisaron a las autoridades días antes de que sucediera el enfrentamiento, quedaron en medio de una guerra que dejó 79 muertos y muchos más heridos.

Flora Rosa Caicedo y Máxima Asprilla, dos víctimas de la masacre, acompañaron al equipo de Los Informantes a las ruinas de lo que antes tenía vida en todas las esquinas. Mientras cuentan su historia, se les nota que aún se les arruga el corazón cuando recuerdan todo lo que sucedió.

Caicedo, junto con 200 personas más, estaba en la iglesia San Pablo Apóstol de Bojayá en el momento en que la pipeta cayó y explotó. Dice que en ese momento no entendía lo que sucedía. De lo único de lo que estaba segura es que tenía que salir de allí. Intentó levantarse y no pudo. Los pedazos de cuerpos desmembrados de la gente que se había refugiado en la iglesia no la dejaban ponerse de pie. Logró quitarse “las arrobas de carne” de encima y salió corriendo junto a los sobrevivientes y heridos por en medio del enfrentamiento, para lograr pasar el río Atrato y llegar al municipio vecino, Vigía del Fuerte. Relata que mientras nadaba sentía cómo los peces le devoraban las piernas heridas por la metralla del cilindro bomba.

Al llegar al otro lado del Atrato, la guerrilla intentó ayudarla. Ella y todos los sobrevivientes se negaron a recibir ayuda alguna de ellos. “Si nos acribillaron, ahora para qué nos quieren ayudar”, dijo. Llegó junto a otros y se desmayó, no pudo más. La rabia se siente en sus palabras, familiares y amigos heridos y en las cicatrices en sus piernas que siempre le recordarán ese 2 de mayo.

Máxima Asprilla tuvo que correr a la casa de las hermanas franciscanas cuando empezó el combate porque el hacinamiento de la iglesia ya no daba para más. A las 10: 00 a.m. de ese 2 de mayo, después de que la pipeta explotara, abrió la puerta de la casa de las hermanas y vio a varios de sus amigos, vecinos y familiares corriendo por sus vidas hacia el río, asustados y desorientados, llenos de sangre. Fue ahí cuando Máxima se dio cuenta de lo que sucedía y salió despavorida junto con otras personas que estaban en la casa de las hermanas. Logró pasar el río y ayudar a los heridos.

Pero las cicatrices de este enfrentamiento y de esa pipeta que lanzaron las Farc el 2 de mayo de 2002 no sólo son físicas. Máxima y Flora dicen que Bojayá está dispuesto a perdonar, pero no van a olvidar lo que sucedió.

La justicia registra en sus expedientes 79 víctimas mortales, de ellas 40 menores de edad, y cerca de 100 heridos. Cinco de ellos murieron posteriormente víctimas de cáncer, como resultado de la explosión que les generó traumatismos severos.

Hoy, lo único que sigue en pie en Bojayá son los heridos y las cicatrices de la guerra, porque el resto se lo tragaron la selva y el olvido.

Por Nicolás Reyes, María Del Rosario Arrázola

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