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Chaín, 'El Mago'

La historia del hombre de 78 años que completó diez sepultando a los muertos de la guerra en el cementerio de Bocas de Satinga. Un pueblo amenazado por matanzas que no cesan y hasta por la naturaleza.

Alfredo Molano Bravo/Especial para El Espectador
27 de agosto de 2011 - 09:00 p. m.

El río Patía, caprichoso y turbulento, rompe la cordillera Occidental por la Hoz de Minamá y se desmanda al salir del estrecho sobre la llanura Pacífica. Recoge el Telembí, se une por el Canal Naranjo —hecho por aserradores en 1975— con el río Sanquianga en el sitio mismo donde desemboca el Satinga, y se entrega, por fin, en una enmarañada red de aguas y manglares, al mar Pacífico. El bajo y el medio Patía han sido poblados por negros cimarrones y libertos. Vivieron en paz de la pesca, el barequeo de oro y el corte de madera, hasta cuando llegaron el cultivo de la coca y su cortejo bélico: Fuerza Pública, guerrilla, paramilitares y negociantes. Entonces comenzó la guerra, una historia que no se vivía en la región desde cuando Agustín Agualongo se alzó contra Bolívar en 1812 o cuando Benjamín Herrera blindó un vapor comercial que bautizó Almirante Padilla para continuar en 1900 la Guerra de los Mil Días en Panamá.

Fue, sin duda, en esa nave donde viajó don Ruperto Juan Hernández con sus cinco hermanos, Vicente, Florentino, Telésforo, Feliciano y Valeriano, reclutados en López de Micay. La orden de reclutamiento no pudo ser leída —ni atendida— por algunos jóvenes analfabetos que terminaron fusilados por los liberales. En el istmo los conservadores ganaron muchos encuentros, pero en ninguno “mordió una bala” a don Ruperto Juan. Parecía tener pacto con el diablo y por esa razón lo nombraron enterrador oficial de los insurrectos. Participó en las memorables batallas de Aguadulce, donde se atrincheraban los conservadores. Herrera los sitió por agua y por tierra, pero las fuerzas gubernamentales “tenían mucho ganado encerrado y con él podían aguantar el tiempo que nosotros no teníamos”. El general Batutín, liberal, “nombró 17 voluntarios, entre ellos a mi abuelo y a sus hermanos, que con otros soldados se arrastraron por debajo de las alambradas, las cortaron y alebrestaron al ganado que salió en estampida y se regó por las sabanas”. Fue una victoria que pareció cambiar el curso de la guerra hasta cuando los norteamericanos impusieron su ley para apoderarse de Panamá, y Herrera firmó la Paz del Winsconsin (1902).

De regreso a Colombia, don Ruperto Juan construyó en mangle de corazón, con sus manos, una escuela para enseñar a leer las órdenes de reclutamiento y los llamamientos liberales, pues el nuevo levantamiento era inminente. No lo hubo. La dictadura conservadora se prolongó hasta la victoria electoral de Olaya Herrera, nombre con que se bautizó el puerto Bocas del Satinga, en 1975. Aguas arriba nació don Chaín, nieto de Ruperto Juan. Su padre, Valeriano —llamado como su tío abuelo, botánico que curaba con yerbas locos de atar— quiso hacerlo sastre y le compró en Tumaco unas tijeras que le costaron un peso con veinte reales.

A Chaín lo llaman también El Mago, no por lo que hace, sino por lo que hizo: perderse cuando era niño para leer el libro al que debe su apodo. Hoy Chaín tiene 78 años cumplidos “y otros tantos por cumplir” porque —sostiene— su abuelo murió de 137 años y no por enfermedad, sino porque se enredó con el bordón que necesitaba para caminar, se partió el fémur y perdió entonces la gana de vivir.

Hoy por aguas de los ríos Satinga, Sanquianga y Patía bajan cadáveres día y noche. Los que pasan a oscuras y no se enredan en una palisera pasan derecho. Los que pasan con luz y boyan, Chaín los pesca. Pero muchos logran escapar a su ojo —mira el río todo el día— porque “han sido destripados y sacados sus entresijos fuera del cuerpo porque si no hacen eso, a los tres días las vejigas se inflan y el cuerpo flota”. Van por debajo del agua, como van los submarinos llenos de coca, construidos en esos manglares, a preñar barcos en alta mar.

Desde 2001 ha dado cristiana sepultura a medio centenar de cuerpos ciertos —sólo unos pocos identificados— en el cementerio de Bocas del Satinga, que como el pueblo mismo está amenazado con que las aguas lo desaparezcan con todo y sus desaparecidos.

La casa de Chaín es la más desvencijada de la zona comercial, construida en madera de tángare, en piso de tierra y con techo de cinc. Vive en una pieza; tiene las otras arrendadas a paisas que venden baratijas, zapatos chinos y botas de caucho ecuatorianas. Duerme en un camastro protegido por una cortina verde; tiene una mesa con televisor, una nevera que usa como alacena, un par de redes de pescar rotas, latas de cerveza tiradas en el suelo, un pedazo de espejo y una mecedora donde espera a sus muertos.

A las 4 de la tarde llega su hija de 9 años, tira los zapatos de cuero del uniforme a los lados y se calza con cuidado unas sandalias blancas de plástico. Besa a Chaín, quien, saludándome, sin presentación alguna, le pide a Isnavely que le alcance una maleta negra. Parecería que él sabe a qué vengo.

De mala gana la niña le pasa un maletín, pero se enreda en las tijeras que están tiradas, y maldice. El viejo la consuela mientras me muestra un ejemplar del Código Nacional de Policía, lee el artículo 30 —sobre atribuciones de la institución—, un fragmento del Apocalipsis y otro del Código del Menor. Adora a su hija que —me dice— “es hija de una noche en que salvé a la mamá de ser asesinada por los paramilitares, rezando la oración que me enseñó mi abuelo: se lleva usted la palma de la mano derecha al entrecejo, luego la posa sobre el ombligo diciendo estas palabras: ‘Con el manto de la Virgen María, madre de Dios, estoy cubierto y por él mis enemigos serán vencidos’. Al terminar cruza la mano desde el hombro izquierdo hasta el derecho para completar la cruz, una cruz que atemoriza al diablo que está metido en el cuerpo y el alma del asesino. Se asusta Satanás y corre para afuera. Entonces al hombre se le cae el cuchillo, se le traba la bala, se le seca la mano”. Fue una protección que le permitió al abuelo vivir hasta cuando quiso.

La niña pela mientras tanto una, dos, tres naranjas con un cuchillo largo y afilado que su papá usa para hacer las autopsias de los cadáveres que pesca en el río, amarra con un nudo complicado que llama de “barba y cacho” y remolca hasta la playa, donde su secretario, Menelio, un hombre negro, altísimo, flaco, con unos brazos tan largos que sobrepasan sus rodillas, le ayuda a cargar al difunto amarrado en un palo de juángare hasta la morgue. No he visto un ser humano más parecido a una araña gigantesca.

El cementerio queda en medio del pueblo, lo atraviesa una de las calles principales; tiene numerosas construcciones en cemento que encierran mausoleos de las familias distinguidas. La morgue tiene un mesón de cemento donde Chaín y su secretario hacen las disecciones con cuchillo y tijeras, sin guantes y usualmente alumbrados por una linterna.

En el suelo hay un tenis sin pareja, unas botas de caucho sin suela, unas camisas manchadas de sangre seca y un par de carretilladas de gravilla “que fue todo lo que el alcalde compró con los seis millones de pesos que le dio el departamento para arreglar este sitio como se debe”, dice Chaín con ironía. Menelio asiente con la cabeza.

La Cruz Roja Internacional ha registrado como NN 51 cadáveres enterrados por Chaín y su asistente. Hay algunos pocos identificados por un sobrenombre dado por su oficio o por el lugar de hallazgo. No todos los muertos bajan por el río. El Ejército y la Policía han dejado varios en las puertas del cementerio en bolsas plásticas oficiales blancas o negras. Chaín sabe los nombres de algunos, a otros los ha bautizado y de casi todos guarda algún recuerdo: un mechón de pelo, una pulsera, un zapato, una cruz de Caravaca, una estrella de David, un reloj y muchos de los proyectiles que encuentra en las cabezas de los muertos. Posee además un cartapacio de constancias de las necropsias que hace, de las que —confieso— no fui capaz de leer sino una: “Presenta orificio de entrada por maxilar inferior con trayectoria… alojada en…” Todas las balas terminan “aplastaditas”, aclara mientras acaricia una por una. Me muestra algunas fotos de cadáveres. Una con la cara destrozada con ácido, otra en la que aparece Chaín con una calavera en una mano y un fémur en la otra. De los muchos hechos que cuenta sólo retengo tres, porque los demás son casi todos iguales.

“Una noche —dice— acababa de ver Pedro el escamoso cuando sonó una explosión como la que oí cuando una tromba del río pegó contra el pueblo en 2009 y se llevó 300 casas. Yo salí corriendo a ver qué había pasado y qué me tocaba hacer. Encontré el hueco hecho por una bomba mal explotada por las Farc, que mató cinco guerrilleros y dos civiles. Los pedacitos de cuerpos estaban pegados a las paredes o regados por el suelo. Eché en dos bultos lo que pude recoger: pies, manos, cabezas, tripajes. Sé que hubo mujeres muertas, porque topé uñas pintadas y una peineta a medio quemar, pero nadie podía saber qué era de quién. Enterré cuatro guerrillos, porque por uno vinieron de Bogotá, sin nombre y sin señas”. A todos, guerrilleros o no, los entierra Chaín dos metros bajo tierra y en bolsas plásticas, con la esperanza de que algún día sus restos sean identificados. “A la madera le entra el gusano —concluye—, al plástico no”.

Menelio, en ausencia de su jefe, me contó la historia de La Cascorva, una vendedora de chance que se topó “en los montes de las guerrillas sin su permiso, del susto se botó al río y se ahogó por no saber bañarse. Era cascorva, cojeaba, y por eso —dice— creyó que todo se le disculpaba. Pero la gente de allá anda muy bien informada y quién sabe qué descubrió y por eso la trajo el río con un letrero amarrado al cuello que decía Prohibido enterrar. Chaín no atendió la orden, rescató a la mujer y la enterró”. Con ese letrero bajan, de vez en cuando, y no siempre firmados por las guerrillas, los cadáveres que Chaín pesca.

Chaín no ha llorado a nadie. Su trabajo es profesional. Sólo recuerda con afecto a quien nombra la Bella Bumanguesa, una mujer de las que llaman en la región chochaleña, que es el nombre de las gallinas que por viejas ya no ponen huevos. Había llegado de rebusque al pueblo de Olaya, llamado Italia porque muchas mujeres de la vida dicen en su casa que viajan a ese país y aparecen en la zona de tolerancia o chochales.

La bonanza estaba en su clímax, no había cosa que costara menos de 50 pesos porque sólo corrían billetes de esa denominación; había 50 bares, y de los 35 aserríos que hubo cuando se abrió el canal sólo quedaban cinco. Las guerrillas, que se habían tomado el pueblo en 2001, fueron sacadas por el Ejército en 2002 y desde entonces mandaban los paramilitares. Entró El Tío, comandante del bloque Libertadores del Sur, una semana después del Ejército, y no volvió a salir cuando lo hizo la Fuerza Pública. El Tío despachaba desde una oficina, sentado en un escritorio, a la vista de todo el mundo. Su oficio era recibir lo que sus hombres requisaban en los muchos retenes que mandó poner en el río, caños, manglares y caminos secos. Requisaba comida y remesa. Cobraba impuestos a los cultivadores de coca, a los comerciantes, a los empleados públicos y hasta a la Policía extorsionaba.

No fueron pocas las órdenes de mandar raspar a tal o cual persona. Su poder se basaba en el terror. De entrada mató a tres hombres, que Chaín también enterró, uno de los cuales dejó un hijo, llamado El Chivo, que desde ese día juró matar dos paramilitares semanales. Cumplió su promesa al pie de la letra. Cada semana saldaba su cuota. Terminó ingresando a la guerrilla cuando le cerraron todos los caminos, y un día lo mataron.

La autoridad de los ‘paras’ era total, sobre todo en las zonas comerciales y en discotecas, bares y casas de cita. Una de sus unidades se enamoró de la muchacha de Bucaramanga al punto de que le prohibió acercarse a cualquier hombre o mujer. Ella se burló de la orden y se acostaba con quien le pagara o con quien le gustara.

El paramilitar cobró su honor, la cosió a cuchillo y la botó desde un segundo piso. Le destrozó la cabeza contra el suelo y el “cabello, tan largo que sobre él ella se sentaba —afirma Chaín— le quedó lleno de huesitos”. Tuvo que cortárselo a ras para poder coserle el cráneo. Como es sastre de profesión no tiene dificultades en zurcir. Conoce muy detalladamente la anatomía del cuerpo humano. Dice que incluso a los pocos médicos legistas que han venido los descresta mostrándoles “el camino que existe entre el escapulario y el remate del esternón”: un cartílago que se debe cortar para hacer registros legales. En esas estaba con la bumanguesa cuando llegó el paramilitar dizque a ayudarle con una linterna, porque estaba oscuro. Chaín trabajaba con atención. A la izquierda el asesino alumbrando, aprovechaba cualquier descuido del enterrador para tocar a la mujer. Chaín le mandaba el cuchillazo para cortarle la mano. No contó el desenlace del hecho.

Chaín me cuenta, con la niña sobre las piernas, un problema que lo amarga día y noche: el alcalde prohibió pescar muertos en el río, porque las estadísticas de NN “estaban convirtiendo el pueblo en un municipio rojo, y eso no conviene”. Hace unos días, y pese a la orden oficial, Chaín llevó un cadáver a la morgue. Le mandó preguntar al alcalde qué hacer con el difunto. Contestó: “Pues que se lo lleve para su casa”.

Chaín se indignó, se echó al hombro al muerto y lo descargó en la puerta de la Alcaldía. “Al rato —agrega—, la gusanera le bullía debajo de la camiseta y el olor era del infierno. Los empleados salían corriendo por las puertas y saltaban por las ventanas; el pueblo se inundó de hediondez, hasta que el alcalde tuvo que humillarse y pedirme que hiciera mi oficio. Lo hice porque nadie sabe hacer lo que yo hago y si lo sabe, tampoco se atreve. Todo finado tiene derecho a su casa, el cementerio”.

El día que dejé el pueblo, la Cruz Roja había construido 50 placas en cemento para señalar los lugares donde están enterrados los muertos a los que ha dado cristiana sepultura Chaín, El Mago, acompañado de su secretario y, muchas veces, ayudado por Chaína, como se conoce a Isnavely. La niña fue al puerto a despedirnos.

Por Alfredo Molano Bravo/Especial para El Espectador

 

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