Desde hace casi un siglo, los dirigentes del país rotularon la costa Pacífica como el futuro comercial de Colombia; sin embargo, en casi noventa años lo único que ha llegado al Chocó son promesas de desarrollo y una guerra sin cuartel que parece dirigida a vaciar el territorio de negros e indígenas para después llenar estas selvas de carreteras, puertos y comercios. Tres años después de la firma de la paz entre el Estado y las Farc, las playas de Nuquí, Bahía Solano y Juradó están inundadas de coca, disputadas palmo a plomo por paramilitares y guerrilla, y devueltas a los tiempos de los asesinatos, los desplazamientos y las minas antipersonales.
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Desde Quibdó, capital del departamento, no hay forma de llegar a la costa Pacífica que no sea por aire. Una selva tupida y los ríos Quito, Baudó y Panguí se interponen entre el corazón del pueblo negro y Nuquí. En línea recta la distancia es de 184 kilómetros y el vuelo tarda unos quince o veinte minutos. Nuquí fue fundado a principios del siglo XX por Juanico Castro, quien venía buscando tagua, raicilla, damagua y caucho, cuatro productos que sostenían la economía nacional arruinada en esos tiempos por la abolición de la esclavitud, primero, y la Guerra de los Mil Días, después. Los productos los comercializaban en Panamá que, al igual que Cartagena, era un enclave comercial por el que el país respiraba. Territorio que precisamente se perdió por esos días ante el abandono del Estado colombiano y la ambición de Estados Unidos, dos condiciones que, siglo y medio más tarde, se mantienen idénticas.
Nuquí es la puerta de una cadena de pueblos enclavados en la costa Pacífica que se extienden hasta Panamá. Y aunque cada uno tiene sus particularidades, todos viven una realidad común: la presencia de la institucionalidad es nula, los habitan comunidades indígenas y de negros, los codician los comerciantes paisas, los controla el narcotráfico, los disputan el Eln y los paramilitares (ahora autoproclamados “gaitanistas”) y sobre ellos se cierne el sueño comercial de convertirlos en el puente que conecte Colombia con Asia. Sueño que, por supuesto, acabaría con su gran riqueza: el Tapón del Darién y las ensenadas adonde las ballenas jorobadas llegan para aparearse o parir a sus ballenatos. Las aguas cálidas del Pacífico chocoano las atraen desde julio hasta noviembre, donde escapan del frío de la Antártida.
Tres proyectos de infraestructura hoy amenazan la riqueza biológica más grande del departamento y tal vez del país: el canal seco Atrato-Truandó, el puerto de agua dulce de Bahía Cupica y el de aguas profundas de Tribugá. Este último hace parte del viejo anhelo paisa por alcanzar la salida al mar. Desde los primeros años de la República el empresariado antioqueño tiene listos los planos para conquistar el mundo por el Pacífico; no es gratis que desde hace décadas se venga impulsando la carretera entre Pereira y Nuquí.
Guerrillas, “paras” y obras de infraestructura
A mediados de los años 70 empezaron a llegar las primeras unidades del Eln al departamento. La zona cumplía tres condiciones básicas para la guerrilla: tenía salida al mar, era de fácil abastecimiento y tenía un relativo aislamiento, lo que le permitía cierta tranquilidad. Las Farc llegaron al territorio a mediados de los años 80, cuando el Eln ya se encontraba diezmado por el fracaso de Anorí en 1977. En 1986, el presidente Virgilio Barco afirmó: “El Pacífico, una nueva dimensión para Colombia”. Por esos días ya estaban en planos algunas de las grandes inversiones en infraestructura para sacarle jugo a su posición estratégica.
Un sueño que insufló el apetito de los comerciantes paisas que, desde los años 80, empezaron a llegar en desbandada a montar tiendas a Nuquí. El trazado de la vía y los planos del puerto desataron una lucha por el territorio que hasta ese momento no tenía antecedentes. Indígenas y comunidades afro buscaron delimitar resguardos y territorios colectivos, al tiempo que el paramilitarismo apareció para ganarles terreno a las guerrillas. La cosa funcionó así: mientras las Auc avanzaban desplazando poblaciones, los colonos y empresarios iban comprando tierra sobre los proyectos de infraestructura trazados. La guerra entre “paras” y guerrillas tuvo su momento más duro a finales de los años 90 y principios del 2000, pero hoy este clima parece repetirse con nuevos brazaletes.
El frenesí de la infraestructura tiene de por medio un pulso entre Antioquia y Pereira, que por años han competido por ver cuál de los dos centros urbanos se queda con el comercio chocoano. El impacto sería cortar la dependencia de Chocó de Panamá y Cartagena, que han sido los dos puertos por los que la región sale al mundo. Pero estos proyectos se han encontrado con un problema de difícil solución. La mayoría de territorios sobre los que han trazado sus planos son resguardos indígenas o territorios colectivos de comunidades negras. Un problema que la codicia blanca quiere solucionar a bala.
Y es que ni la firma del Acuerdo de Paz con las Farc les llevó tranquilidad a los chocoanos. La zozobra y el miedo que infundieron los enfrentamientos entre paramilitares y guerrilla, a finales de los años 90 y principios del 2000, han vuelto. Una herida que, por demás, no ha sanado del todo. Y el casco urbano de Tribugá es una prueba de ello.
En 2001 el pueblo tenía poco más de 300 habitantes y el sueño del puerto alimentaba la esperanza de progreso de la gente. Sin embargo, un día llegaron setenta paramilitares a este rincón de selva y playa. Obligaron a la gente a hacer tres filas: una de hombres, otra de mujeres y una más de niños. Con voz perentoria advirtieron que llegaron para quedarse y que quienes trabajaban para las Farc iban a ser “ajusticiados”. Entonces empezaron con su macabro llamado de lista: “¿Quién es el gringo?”, preguntó el comandante. Un joven de unos 23 años levantó la mano temblando y tartamudeando. Lo sacaron a un lado y continuaron su llamado de asistencia mortal: “¿Horacio?”, “¿Noel?”. Ese día mataron a cuatro personas de la comunidad, fue una especie de bautismo sangriento. En los días siguientes continuaron asesinando a quienes salían a pescar. “Mataron a mi marido. Se fue a pescar y nunca volvió. Después lo encontramos todo revolcado en el manglar, con dos tiros en la cabeza y la ropa toda arrancada”, narra una mujer de unos cincuenta años sentada en el solar de una casa.
El miedo produjo un desplazamiento masivo. Las 300 personas que vivían desde los tiempos de la esclavitud en este golfo de valor biológico invaluable abandonaron su todo. Apenas cuatro familias se quedaron para registrar el pueblo fantasma. Unos años después, algunos tribugueños volvieron. Hoy medio pueblo permanece vacío, quienes regresaron se acostumbraron a ser vecinos de casas abandonadas y comidas por la selva.
En 2013, al pueblo habían regresado unas cien personas, pero la guerrilla, en ese entonces de las Farc, produjo un nuevo desplazamiento. “Se llevaron a tres hermanos y no más al salir esa gente del pueblo, los que quedábamos cogimos nuestras cosas y nos fuimos pa’ Nuquí. Retornamos ese mismo año. Las mismas familias. No somos más de 150 habitantes los que nos quedamos. Estamos los que aguantamos la lucha”, agrega una mujer de unos cuarenta años. Tenía doce cuando ocurrió el primer desplazamiento.
En 2016, las Farc se desmovilizaron, pero la paz no llegó a Tribugá. Hace un mes, el 9 de enero de este año, el pueblo vio llegar a 126 indígenas wounaan, entre ellos 75 niños. Caminaron por dos días desde la orilla del Cupica, donde se asentaron hace menos de diez años. Este pueblo indígena es binacional y al menos este grupo es originario del alto Baudó. Sin embargo, afirman que las necesidades los han hecho moverse hacia territorios colectivos de comunidades negras, donde puedan conseguir comida, jabones y perfume con mayor facilidad. Son nómadas, artesanos y pocos hablan español. Pero esta vez, llegaron despavoridos. “El domingo 5 de enero arribaron a la comunidad tres hombres con pasamontañas y armados. Eran las 10:00 de la noche y empezaron a preguntar por mi hijo, José Gabriel. Mi hermano les dijo que no estaba, que él era el tío y que para qué lo buscaban”, narra un indígena en un español poco fluido.
“Después se fueron para donde Margiliano, lo acusaron de trabajar con la guerrilla y él les aseguró que no era cierto, entonces lo encañonaron y lo empujaron. Como no hablaba bien español llamó a Ovidio, mi hermano, para que les explicara que estaban equivocados, pero de nada sirvió porque cogieron a mi hermano y se lo llevaron a empujones. Yo traté de que lo dejaran ir, pero amenazaron con matarme a mí también. Salí corriendo a donde mi esposa y mis hijos para que se escondieran y cuando iba en carrera oí los tiros. Dicen que mi hermano trató de convencerlos de que estaban equivocados, que ni él ni mi hijo José Gabriel trabajaban con nadie, les alcanzó a decir que lo iban a matar por puro gusto. Y así fue. Lo mataron en el patio de Argelio. Y ahí quedó hasta el otro día, porque nadie era capaz de salir de su casa”, añade.