El pacto social colombiano se encuentra resquebrajado. Éste es el punto central que define la actual coyuntura del país. Y de la manera como se responda la pregunta sobre las razones que han causado las terribles grietas que hoy nos aquejan como nación dependerá la construcción de una salida eficaz. En otras palabras, sólo actuando con auténtica responsabilidad social podría el país salir de esta encrucijada rumbo a un camino de verdadero fortalecimiento democrático y de progreso para todos-as. Sin embargo, en un año de víspera electoral, lo que prima es el cálculo político, los apetitos burocráticos y la ambición de las eternas corruptelas enquistadas en todas las instituciones del Estado; es decir, suponer que en la actual búsqueda de soluciones habrá de primar la sensatez es pensar con el deseo, es pecar de ingenuidad.
Con todo, conviene señalar que la figura del “Paro Nacional” que inició el pasado 28 de abril (la cual define una estrategia histórica de la lucha por las reivindicaciones de los-as trabajadores-as), en la actualidad colombiana está nombrando un fenómeno muchísimo más complejo: Un estallido social. Esto significa que, independientemente del rumbo que tomen los acontecimientos, Colombia no volverá a ser la misma después de esta coyuntura histórica. Las dinámicas de salida oscilan entre dos polos opuestos; esto es: entre la continuidad de la solución autoritaria, violatoria de los Derechos Humanos y del Estado Social de Derecho a la cual estamos asistiendo, o la reconfiguración del pacto social a través de una larga concertación con los sectores marginados que hoy se aglutinan en torno a la figura del “Paro Nacional” y cuyas demandas claman ser escuchadas. Aunque no parece que esta segunda opción configure el camino más inmediato, dados los hechos violentos que cada día estamos testimoniando los colombianos, vale la pena señalar que la vía del diálogo tendría que trazar unas agendas de corto, mediano y largo plazo. Y esto porque la actual coyuntura está producida por una larga lista de transformaciones cruciales que nunca se hicieron en la sociedad colombiana, que se aplazaron para siempre o simplemente se soslayaron. A lo cual se suma la inmensa presión que ha venido a meter la pandemia del Covid-19 y el desacertado manejo que de ésta se ha hecho. Hagamos el ejercicio de formular los tres principales factores que, a nuestro juicio, resulta imperioso transformar hoy en el país. Tal vez sea ésta una forma de mantener vigente la esperanza.
1. La profunda e insostenible inequidad social
Las cifras de la pobreza en Colombia, reveladas por la más reciente encuesta del DANE, son escandalosas. El 42.5 % de la población está en situación de pobreza (casi la mitad del país) y 7′470.000 colombianos viven en la más absoluta miseria. Los datos del Banco Mundial informan que la desigualdad en Colombia es la segunda más alta de toda América Latina. Y agregan que aquí el 10% de la población más rica gana cuatro veces más que el 40% de la población más pobre. Esta cruda realidad hace que la nación colombiana no sea socialmente viable.
El drama del hambre y el desempleo ha tocado fondo en los sectores populares tanto urbanos como rurales. La actual generación de jóvenes que se encuentra entre los 15 y los 30 años no ve el más mínimo asomo de progreso en su futuro, pues las políticas públicas que se han aprobado durante las últimas décadas los han dejado sin ninguna posibilidad. No pueden aspirar a una carrera universitaria o técnica (no hay cupos suficientes en las instituciones públicas de educación superior y sus empobrecidas familias no tienen cómo respaldarlos económicamente; por otra parte, las instancias que otrora servían para apoyarlos, como el ICETEX, hoy han desfigurado por completo su esencia misional). Tampoco pueden ambicionar la opción de vincularse laboralmente de manera formal (es decir, de tener prestaciones sociales mínimas, como el acceso a servicios de salud o la expectativa de pensionarse algún día), pues la flexibilización de las leyes que regulan el trabajo en este país, como la impresentable tercerización que se ejecuta a través de las agencias de empleo, los han conducido a un callejón sin salida. La posibilidad del emprendimiento también esta vetada para ellos, dado que el acceso al crédito es un privilegio exclusivo de los sectores pudientes de la sociedad. A los jóvenes de los estratos bajos en Colombia les han escamoteado hasta la posibilidad de soñar.
El panorama de la clase media tampoco es alentador (ni para los asalariados, ni para los pequeños y medianos empresarios). Entre el año 2019 y el 2020, según reveló el DANE, el país pasó de tener el 30,1% de su población en clase media a sólo el 25,4%. Esto significa que más de dos millones de personas vieron drásticamente disminuidas sus condiciones de vida. Entretanto, un pequeñísimo sector macroempresarial vio incrementadas sus ganancias (como el Grupo Éxito y el Grupo Nutresa). Y la brecha de la desigualdad en Colombia no ha parado de ampliarse. Mucho se utiliza la palabra “insostenible” en los entornos económicos; ahora, ante esta dramática coyuntura, nos llega el momento de hablar de la “insostenibilidad social”. De allí que nuestro pacto como nación deba ser reconfigurado con urgencia.
Sin embargo, los tres factores más determinantes y eficaces en la generación de equidad social en todas las naciones desarrolladas del planeta son impronunciables en este país. Atreverse a hacerlo implica ponerse en el ojo del huracán y recibir todo tipo de descalificación: 1) La democratización de la tenencia de la tierra, 2) La adecuada tributación de las grandes empresas, 3) La contratación y remuneración justa de los-as trabajadores-as. Estas son algunas de las más importantes transformaciones eternamente pospuestas en Colombia y que están en la base, en el fundamento de la actual crisis social.
2. La corrupción generalizada y los índices de impunidad
El Estado colombiano ha sido objeto de un paulatino detrimento de su democracia real. Y hay dos dispositivos principales (uno electoral y otro administrativo) a través de los cuales esto ha sido ejecutado por parte de unos grupos político-empresariales que han terminado captando el poder público y, al mismo tiempo, usufructuando los recursos del Estado en favor de sus intereses privados. Por esta vía, el “bien común” se ha visto afectado como esencia, como principal razón de ser del funcionamiento del Estado. ¿Pero cuáles son los mecanismos mediante los cuales se ha producido esta grave tergiversación de la función pública? Para procurar una aproximación de base, examinémoslos estructuralmente
La primera causa de la corrupción en Colombia pasa por la financiación de las campañas para surtir los cargos de elección popular, tanto en la rama ejecutiva como en la legislativa. Aunque en la práctica se configura una amplia gama de esguinces al orden jurídico, el procedimiento básico de esta descomposición político-social tiene, a su vez, dos formas claras. Para el entorno del ejecutivo, la inversión de una empresa privada en la campaña de un candidato (a Alcaldía, Gobernación, o Presidencia) se traducirá a corto plazo en los contratos públicos que dicho candidato, devenido en funcionario electo, otorgará a la empresa de la cual es deudor. Y esto con prescindencia incluso de la experiencia que esta empresa pueda o no tener en el área para la que resulta contratada. ¿Cuál es el resultado de este perverso sistema de funcionamiento? El que vemos a diario: los puentes se caen, los hospitales se agrietan, las escuelas se quedan a medio hacer, los recursos públicos se esfuman y los caminos se truncan. Como los de nuestra maltrecha democracia.
En lo que respecta al entorno legislativo, la inversión de una empresa privada en la campaña de un candidato (a Concejo Municipal, Asamblea Departamental, Congreso Nacional, o Senado de la República) se traducirá a corto plazo, y durante el periodo que dure la legislatura del funcionario electo, en el hecho de presentar y aprobar únicamente las leyes y ordenanzas que resulten beneficiosas para la empresa financiadora. Asimismo, el legislador en cuestión se cuidará de votar proyectos que sean contrarios a los intereses de sus benefactores. ¿Y qué sucede entonces con el “bien común” como esencia del funcionamiento del Estado? Éste se atiende sólo en segunda instancia y, preferiblemente, en la medida en que este tipo de proyectos legislativos puedan ser rentabilizados por las empresas que, mediante el perverso mecanismo de la financiación privada de las campañas, han devenido en las verdaderas dueñas del Estado. Esto explica por qué las iniciativas de fondo a favor de las clases populares, las propuestas en función de generar equidad social, pocas veces llegan a presentarse. Y, cuando se presentan, jamás consiguen ser aprobadas.
Llegados a este punto, surge la pregunta por los organismos de control del Estado. Aquí nos topamos con el segundo factor, el cual hemos denominado “administrativo”, que tiene atrapada la democracia colombiana en el callejón sin salida de la corrupción. En la perspectiva coyuntural, hay que anotar que el actual poder ejecutivo, en cabeza del Presidente de la República, ha logrado instalar funcionarios de su partido político al frente de dichos órganos de control (la Procuraduría General de la Nación, la Defensoría del pueblo, la Contraloría General de la República y la Fiscalía General de la Nación). Sobre la práctica, esto significa una insólita acumulación de poder al servicio del Presidente, lo cual atenta gravemente contra el equilibrio democrático y hace que las investigaciones judiciales se realicen selectiva, políticamente, tal como hemos estado observando durante los años recientes.
Otra de las variables “administrativas” generadoras de corrupción en Colombia y que viene afectando desde hace mucho tiempo tanto los organismos de control como todo el espectro de los altos funcionarios del Estado es lo que ha dado en llamarse “la puerta giratoria”. Ésta se refiere al hecho de que dichos funcionarios van rotando alternativamente los cargos importantes de las grandes empresas privadas y las altas dignidades del gobierno nacional, incluso las ministeriales. Se trata de una conducta inaceptable para la defensa de lo público, pues los intereses a los cuales acaban respondiendo no son los del “bien común” sino los empresariales.
3. La estigmatización de la protesta social y la actual doctrina de la fuerza pública
Con un panorama tan complejo a efectos de construir el diálogo social que permita un verdadero pacto de inclusión para toda la nación colombiana, a las clases populares y medias no les ha quedado otra opción que la de expresarse en las calles. La protesta social ha terminado siendo su único camino y su esperanza última. Y en la medida en que las actuales condiciones de desempleo, hambre y miseria se han tornado más dramáticas que nunca, el vigor del estallido social se ha mantenido. Lo ha hecho, incluso, más allá del “exceso de fuerza” de la represión policial a la cual “se atribuye” (así es como la legislación vigente ordena que se diga) el hecho de que hoy se sumen decenas de muertos, centenares de heridos y desaparecidos en todo el territorio nacional. Este “exceso de fuerza”, este accionar represivo, es lo que ha hecho que hoy la mirada de la comunidad internacional esté puesta sobre lo que está sucediendo en Colombia.
¿De dónde surge este paradigma de funcionamiento de la Policía Nacional, esta tendencia a considerar a la población civil que se manifiesta en las calles como “enemigos” a los cuales es preciso combatir con el mayor despliegue posible de la fuerza? Surge de la “Doctrina del enemigo interno”. Dado que durante más de sesenta años la Policía Nacional tuvo que combatir a los grupos insurgentes que operaban a lo largo y ancho del país, en la práctica estos agentes de policía acabaron realizando operaciones propias del Ejército Nacional. De manera que, pese a su condición de “fuerza civil armada”, fueron formados según los parámetros de un país en guerra. Hoy esta situación ha cambiado tras la firma de los Acuerdos de Paz y, en esta medida, la formación de la Policía Nacional necesita transformarse también. La “Doctrina del enemigo interno” debe ser sustituida por una sólida educación en Derechos Humanos; es decir, por un paradigma de vocación civilista. En este mismo orden de ideas, la Policía Nacional tendría que pasar del Ministerio de Defensa al Ministerio del Interior; de hecho, éste es el lugar que ocupa en casi todos los demás países de Latinoamérica.
En un país que atraviesa una de las peores crisis sociales de su historia, una crisis que ha empobrecido a millones de colombianos hasta límites insostenibles, la estigmatización de la protesta social tiene que cesar. No se puede olvidar ni desconocer que se trata de un derecho constitucional, un derecho que también se encuentra amparado por tratados internacionales suscritos por el Estado colombiano. La respuesta represiva al estallido social constituye un grave error, pues equivale a lo que en el lenguaje popular denominan “apagar el incendio con gasolina”. Los esfuerzos del poder ejecutivo, en sus esferas locales, regionales y nacionales, deberían centrarse en el diálogo y la concertación. Desafortunadamente, todo indica que esta víspera electoral plantea unas agendas que se rigen por el cálculo político y no por la sensatez. Con todo, quienes nos empeñamos en mirar el panorama nacional desde la esperanza entendemos que el camino de las transformaciones es largo y que el pacto social de la nación colombiana necesita reconfigurarse y consolidarse.❖
Cali, mayo 28 de 2021
(A un mes de iniciado el Paro Nacional)