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Columna medular

A propósito de la masacre de Machuca y desde su columna en El Espectador, Gloria Isabel Cuartas clamó por la humanización de la guerra y el fin de la desigualdad social en Colombia.

Archivo El Espectador
07 de julio de 2014 - 06:13 p. m.

Con horror e indignación se registró ante el país el atentado contra la infraestructura petrolera en el municipio de Segovia (Antioquia). La magnitud de los hechos presenta serios interrogantes. ¿Qué pasó? El daño ecológico siempre es y será grave —aunque recuperable en el largo plazo—, pero el costo en vidas humanas sigue siendo incalculable y no tiene justificación. La modalidad de tales atentados ha sido desarrollada por el Eln. Al respecto, ¿será suficiente la explicación que le dio al país?, ¿pudo haber sido esta modalidad utilizada por otros actores de la guerra para confundir y agudizar el conflicto? Cabe preguntarse también si Ecopetrol ha iniciado la investigación técnica correspondiente. ¿Será que esta vez la investigación por parte de los organismos de seguridad del Estado sí arroja datos oportunos y confiables?

Un atentado de esta naturaleza ya es suficiente prueba de los excesos cometidos contra la población civil. El círculo no se rompe entre ataques, omisiones y retaliaciones. ¿Por qué no permiten los movimientos insurgentes aceptar “como regla de juego” la humanización de la guerra? ¿Serán el desangre y la aniquilación de los colombianos inermes el único camino para llegar a la paz? De hecho, estoy convencida: tiene que existir una vía menos dolorosa para hacer posibles las negociaciones que lleven a las soluciones al conflicto social y armado. Además, creo en la urgencia de definir una nueva política petrolera, viable económica y territorialmente, para lograr un desarrollo social equitativo en nuestro país. Es claro que necesitamos más información sobre la relación existente entre las multinacionales y la política de Estado para la exploración y explotación de este importante recurso natural.

De igual manera, conocer todo lo relacionado con la transferencia de regalías a los municipios y el manejo que les han dado las autoridades locales. Hasta el momento no se conocen los balances de gestión sobre estos importantes recursos. Sabemos de los manejos irresponsables y las inversiones dilapidadas en algunas administraciones municipales, y de la financiación a grupos de justicia privada, como se ha dado a conocer en el exterior con la British Petroleum Company, deslegitimando la gobernabilidad y la autoridad del Estado.

Desconocemos los impactos sociales logrados y la manera como se han vinculado las comunidades en las veedurías de estos dineros, que no pueden seguir financiando la guerra y la inmoralidad, ni contribuir a la corrupción.

Estos ataques a la infraestructura petrolera afectan más allá, y como siempre a los más humildes y empobrecidos de Colombia. De qué sirve tener el control de las tierras sin la vida, la libertad y la conciencia de su gente.

El miedo y el sometimiento de los actores armados impide a los afectados directos hacer uso de su propia voz. Se sienten coartados para describir con sus palabras cómo los afecta el conflicto, excluyéndoseles de las alternativas de solución del mismo.

En medio de las negociaciones actuales con la insurgencia, los delegados de la “sociedad civil” deben mantener comunicaciones directas con estas comunidades afectadas, porque es lamentable la ausencia de contenidos que definan la situación real que viven los pobladores de las zonas afectadas por la guerra.

Estos atentados, que prueban la fuerza de los actores de la guerra, siguen denunciando con hechos que ésta es una sociedad injusta. Una estructura económica que desconoce el valor y el contenido humano no puede reproducir sino resultados de ingobernabilidad y ausencia de proyecto de país, si no nos anticipamos con propuestas serias que se atrevan a asumir el riesgo por parte de todos para un cambio radical, que incluya una nueva manera de concebir y hacer viable una política petrolera, involucrando a los gobiernos locales y a las comunidades indígenas, rurales y urbanas, sin hacerlas objeto de políticas transitorias y víctimas de obras inconclusas, sin una planificación integral del Estado.

No esperemos para actuar después de la guerra. El ahora debe ser el mejor escenario para fortalecer los acuerdos básicos, que no manipulen el Derecho Internacional Humanitario para justificar la guerra. Insisto en el papel de la Iglesia, de las ONG, de los sindicatos (aun ahora en medio de la crisis), de los empresarios, los intelectuales, los estudiantes, con el objetivo de definir nuestra posición ante el país; y para que no sigamos recurriendo al concepto de la neutralidad en aras de esconder nuestra indiferencia, recuperemos la palabra, los compromisos sociales, reinventemos una cultura moral que nos permita consensuar un nuevo concepto de país y del desarrollo de sus riquezas, así como su propia redistribución sin iniquidades regionales.

¿Por qué y para qué seguir muriendo así? El país que queremos es con hombres y mujeres que hagan uso de sus derechos fundamentales formando parte integral de la Nación, pues “aquí cabemos todos, pero vivos”. No es ésta una frase al azar, es un derecho a que se nos respete la vida y se nos dé cabida en un territorio para vivir con justicia y dignidad; tenemos derecho a reunirnos para que los actores armados no continúen radicalizando el conflicto con salidas militares.

Creo en la negociación política y social del conflicto armado colombiano, y ésta debe ser la prioridad del Estado. Es necesario que nuestros congresistas centren la atención en su contribución a la búsqueda de salidas que incluyan la voz de la ciudadanía. Salidas que comprometan de una vez a los grupos económicos en el marco de una economía justa. Este país es el nuestro, no perdamos la oportunidad que tenemos de apoyar y gestionar un proceso de cambio; de lo contrario, nuestra indiferencia nos hará responsables de la situación actual y futura de Colombia, que no es otra cosa que la guerra cruel y abierta donde todos perderemos.

Por Archivo El Espectador

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