Lo han dicho el presidente Juan Manuel Santos y los mismos negociadores en La Habana, tanto del Gobierno como de las Farc: los acuerdos de paz no resuelven todos los problemas del país. Si bien es cierto que se plantean unas nuevas reglas de juego en materia de participación política, se propone un nuevo modelo de desarrollo rural y se establecen compromisos en la lucha contra el narcotráfico y responsabilidades frente a las víctimas y la justicia, más allá de su implementación, persisten en Colombia unas arraigadas problemáticas que representan desafiantes retos a afrontar por parte del Estado y de la misma sociedad, en aras de que la paz sea de verdad estable y duradera. (Vea aquí el especial "Callaron los fusiles")
No es gratuito que en las recientes encuestas hechas por Invamer para El Espectador, Caracol Televisión y Blu Radio, cuando se les pregunta a los ciudadanos cuál creen que es el principal problema que existe hoy en el país, la gran mayoría habla de la corrupción. Un informe de la Sociedad Colombiana de Economistas asegura que la corrupción costó, sólo entre 1991 y 2010, alrededor de $189 billones, algo así como el 4 % del PIB durante esos 19 años. Y en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional para 2015, ocupamos el puesto 83 entre 167 países. Adicionalmente, en el Índice de Competitividad del Foro Económico Mundial, estamos en el puesto 126 entre 140 naciones en términos de corrupción.
Se han hecho esfuerzos, no cabe duda, pero todo indica que no han sido suficientes. Desde su primer mandato, el presidente Santos ha impulsado herramientas importantes, como el Estatuto Anticorrupción, la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, y la Estrategia Nacional de la Política Pública Integral Anticorrupción, contenida en el documento Conpes 167. Sin embargo, es claro que hay que trabajar en su fortalecimiento y engranarlas para alcanzar resultados contundentes, especialmente en sectores como salud, educación, minería, agua potable y saneamiento básico, y en ámbitos propensos a la corrupción, como la contratación pública o el manejo de las nóminas de servidores públicos. Temas transversales dentro del Acuerdo Final de La Habana, como quiera que la paz se plantea desde lo territorial.
Y los desafíos en esta materia serán aún mayores de cara al posconflicto. Como lo advirtió la Comisión Nacional Ciudadana para la Lucha contra la Corrupción, la paz en Colombia, entendida no sólo como el fin de la confrontación armada, implicará la superación de los altos niveles de desconfianza que la corrupción ha generado entre actores públicos, privados y sociales en todo el país. Y para esto será necesario alcanzar mayores niveles de transparencia que favorezcan una mejor inversión de los recursos públicos y, por lo tanto, unas condiciones de calidad de vida y equidad que contribuyan a la estabilidad política, económica y social de todos los ciudadanos.
“En el marco de un escenario de posconflicto, la corrupción se convierte en una de las grandes amenazas. Ésta puede afectar cualquiera de los puntos acordados en La Habana y comenzar a deteriorar el ambiente de confianza que hasta el momento se ha construido en el marco del proceso de paz”, señaló la Comisión en su quinto informe de septiembre de 2015. En este, entre muchos aspectos, recomendaba involucrar a sindicatos e iglesias en esa lucha anticorrupción, elaborar mapas de riesgos sobre la utilización de los recursos que se van a invertir en el posconflicto y adoptar las medidas necesarias para mitigar esos riesgos, promocionar el cumplimiento de la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, reactivar la Comisión Nacional de Moralización y reglamentar el lobby en el Congreso.
Ya en lo que tiene que ver directamente con temas de seguridad, las amenazas a la paz que representan los llamados neoparamilitares o bacrim (bandas criminales), el Eln y las mismas disidencias que surjan de las Farc son evidentes. Alimentados por el narcotráfico y la minería ilegal, recientes análisis coinciden en que ya se ve el avance de los dos primeros en los territorios que comienzan a abandonar las Farc. De hecho, en el marco de la Décima Conferencia de esa guerrilla, que se desarrolló la semana pasada en los Llanos del Yarí, Pablo Catatumbo, uno de los miembros del Secretariado, reconoció que las bacrim son un peligro latente para la materialización del proceso de paz: “Tenemos que establecer mecanismos idóneos, medidas reales de seguridad, con los que se pueda evitar la repetición de la historia macabra del exterminio de la Unión Patriótica”, advirtió.
En el estudio Bandas criminales: el riesgo del posconflicto, la Fundación Paz y Reconciliación describe a las bacrim como grupos que funcionan actualmente como una red criminal y no como estructura, que utilizan la subcontratación para operar en las zonas urbanas, que aplican la violencia “selectiva y ejemplarizante” como mecanismos de represión, pero que, sobre todo, han entendido que al Estado no se le gana una guerra y que es mejor infiltrarlo por medio de la corrupción para garantizar su operatividad criminal. El documento revela, además, según información de la Policía Nacional, que el clan Úsuga opera en 250 municipios, los Rastrojos en 200, las disidencias del Erpac en 55 y las Águilas Negras en otros 62. Adicionalmente se han identificado otras 27 bandas criminales que operan en al menos en unos 157 municipios del país.
“De acuerdo a este diagnóstico, la situación de las bacrim ha vuelto a su etapa inicial, cuando en 2008 se conocía de la existencia de 32 estructuras criminales en el país. Sin embargo, más allá de la multiplicidad de posibles estructuras, este panorama deja en evidencia las falencias de las autoridades para entender el fenómeno y la amenaza que representan estas estructuras para la aplicación del acuerdo de paz (…) Por otro lado, entre 2007 y 2015 han sido capturados 19.579 integrantes de esas bandas criminales y 1.097 han sido dados de baja”, señala el estudio.
Y concluye con contundencia: “Uno de los principales retos en la ejecución de los acuerdos de paz está en tener la capacidad de sustituir las economías ilegales, tales como el cultivo de hoja de coca y la minería ilegal, hechos que no dependen únicamente de la dejación de armas de las Farc. Las posibilidades de que las estructuras armadas de las bandas criminales lleguen a ocupar las zonas en las que las Farc participan de estas actividades es mayúscula. Por ejemplo, es sabido que en zonas como Putumayo, la banda criminal conocida como ‘La Constru’ estaría interesada en ampliar su poder criminal copando las zonas de influencia de las guerrillas, poniendo en riesgo no sólo la ejecución de las acciones de sustitución de cultivos de uso ilícito, sino la seguridad de excombatientes que lideren dichos procesos”.
En cuanto al Eln, hay quienes llaman a insistir en un proceso de negociación, teniendo en cuenta que se trata de un actor con capacidad territorial e iniciativa militar, lo cual ha quedado demostrado en los paros armados promovidos recientemente en zonas de Arauca y Chocó. Los análisis hablan de que cuenta con cerca de 1.500 hombres en armas, aunque otros suben la cifra a 2.500. “Hay evidencias de que en ciertas partes del país, como en el norte de Antioquia, ha habido transferencias de hombres, armas y economías criminales de las Farc a unidades del Eln. Esto puede ocurrir en tanto los miembros de las Farc que estén disconformes con el acuerdo firmado, o que no estén dispuestos a abandonar la lucha armada, pueden aliarse con sus ‘primos’ del Eln o unirse a sus filas”, señala Jeremy McDermott, de InSight Crime, centro de investigación del crimen organizado con sede en Washington.
Con la desmovilización de las Farc, el temor es que el Eln incremente su participación en el narcotráfico y fortalezca sus finanzas. Como se sabe, en los últimos dos años los cultivos de coca y la producción de cocaína se han incrementado en Colombia. Y en ese escenario, advierte McDermott, es que se puede dar que varios de los mandos medios de las Farc decidan permanecer en el campo de batalla, con un mensaje revolucionario y una fachada de insurgencia: “Ya existen precedentes de esto último. En 2006, luego de la desmovilización de las Autodefensas, de la noche a la mañana surgió una nueva generación de grupos criminales (las bacrim), bajo el mando de líderes de rango medio y afirmando ser herederos de los paramilitares”. McDermott recuerda así el caso del Ejército Popular de Liberación (Epl), que aunque se desmovilizó en 1991, cerca del 20 % de sus integrantes se negaron a entregar las armas y siguieron en pie de lucha, con un fuerte bastión en la región del Catatumbo, afianzado en el narcotráfico.
Lo saben el presidente Santos y los mismos comandantes de las Farc: uno de los mayores obstáculos que tendrá la Colombia del posconflicto será la presencia de esos ejércitos y grupos armados criminales dispuestos a seguir en guerra. La realidad actual muestra su firme oposición a los cambios que promueve el proceso de paz, y que ya están empleando la violencia y la intimidación para proteger sus intereses, sin una respuesta estatal todavía suficientemente efectiva. Y si la paz significa acabar con el miedo frente a esas amenazas —además de la amenaza de la corrupción— está claro que lo fundamental será garantizar presencia institucional en los territorios, no sólo en materia de seguridad sino también en aspectos de salud, educación, empleo, infraestructura, vivienda, agua potable y todas esas carencias históricas que se han padecido.