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A las 5:00 de la mañana, todos los días, cinco mil hombres de las Fuerzas Militares abandonan sus cambuches y, con una voluntad sorprendente, una resistencia extraordinaria y mucho fervor, comienzan la más rigurosa y ruda rutina de adiestramiento, la misma que ya ha convertido a miles de uniformados colombianos y extranjeros en expertos combatientes.
Convencidos de que su sacrificio va a servir para aliviar la situación de conflicto del país, han dejado esposas, hijos y madres ahogándose en mares de lágrimas, para internarse en las 1.800 hectáreas de terreno del Centro Nacional de Entrenamiento y Operaciones de la Policía Nacional (Cenop), en el municipio de San Luis, centro-occidente del Tolima.
El Espectador visitó la escuela y acompañó a los policías en un día de arduo entrenamiento. A la cabeza de un grupo que, extenuado, trota llevando a sus espaldas el equipo de campaña de 35 kilos, bajo casi 40 grados de temperatura, está el intendente Borman García, de estatura mediana, que apura la marcha de los uniformados. García es uno de los comandos Jungla que hicieron parte del operativo en el que fue abatido el segundo jefe de las Farc, alias Raúl Reyes.
El conjunto de policías que entrena García apenas comienza el curso, que dura seis meses. El centro de entrenamiento presenta las mismas condiciones que los policías encontrarán en la vida real, como clima, vegetación, selva y ríos. En etapas más adelantadas se les lleva a los aeromóviles en Santa Marta, Facatativá o Tuluá, para adquirir experiencia y practicar. Se ubican en lugares donde tienen que empezar su propia tarea de supervivencia.
Correr, caminar hasta 25 kilómetros con morral de campaña, chaleco, arnés y munición, hacer flexiones de pecho, trabajo físico, trasnocho y un trato rudo son factores importantes para probar la valentía y formar el carácter firme de los policías.
“Hay quienes no soportan la rutina, no tienen las condiciones físicas y se rinden”, dice García, quien asegura que allí los hombres deben estar por voluntad, pasión y convencimiento para que su efectividad sea prominente.
Borman García estuvo en marzo del año pasado en Afganistán, como parte de una comisión de avanzada que durante cuatro días analizó diversos factores en cuanto a delitos del narcotráfico. “La gente del común estuvo ajena a nuestra visita, en cambio hicimos entrevistas a la policía afgana para conocer los campos de acción y sitios que se incluirían en el programa de entrenamiento Jungla en caso de que se ordene la salida”, señala el instructor.
En otro punto de la hacienda Pijaos, como es conocida la escuela de entrenamiento, emerge del agua, oculto tras un vestido de maleza, el rostro camuflado y con su pesado equipo de campaña y un fusil, Alejandro Menco Delgado, un instructor al servicio de la Policía desde hace 13 años. Él es un comando Jungla.
“Hacemos el trabajo duro de la Policía. Somos 150 mil policías en el país, pero no todos van al área de combate, no todos duermen mal y no todos están lejos de sus familias”, dice Menco, quien señala que la Policía en Colombia se ha desarrollado a medida que la guerrilla lo ha hecho.
Menco se despide para seguir sus clases, pero antes deja salir de sus labios la última frase: “Yo voy para Afganistán el otro año”, sin embargo, se niega a ahondar en el tema y sonriendo se aleja.
En otros sectores del centro de entrenamiento, más grupos de militares se perfeccionan en diferentes áreas: se convierten en hábiles francotiradores que se esconden bajo el traje de Ghillie (plantas y rostro pintado) y con un solo disparo son capaces de neutralizar su objetivo a distancias de más de 800 metros.
La globalización del narcotráfico ha creado en los gobiernos de otros países la necesidad de fortalecer sus fuerzas militares y han recurrido a Colombia, que en este aspecto lleva la delantera, porque ha adquirido mucha experiencia al margen del conflicto armado que vive el país.