Hay hechos e imágenes que deberían ofendernos o por lo menos darnos vergüenza. No tuvimos ojos, ni corazón o conciencia para mirarnos en el espejo roto de la guerra. Ésta era lejana y no fue con nosotros, eran otros los que lloraban y reclamaban, pero había silencio. De botas, armas, viudas y huérfanos llenaron esta tierra que muy rápido cambió de dueños.
No nos conmovieron los muertos, tampoco los mutilados y mucho menos las lágrimas que inundaron los caminos con el destierro de miles de familias del campo. Crecieron las ciudades, también las injusticias. Gobiernos y guerrillas combinaron todas las formas de lucha, pero solo había un responsable, cuando todos estaban manchados de sangre.
Que se llevaran a un joven del barrio, al maestro, al indígena, al sindicalista o al músico, daba igual, pues también dijeron los nuevos señores en sus panfletos que acabarían con los vagos, los ladrones y viciosos y hasta con los maricas y las putas. Había llegado la hora de refundar la patria. Esa misma que hoy, 13 años después de las operaciones contrainsurgentes en la Comuna 13 de Medellín, se revela de la mano de madres y viudas, de hijos e hijas de la guerra que no han parado de reclamar sus desaparecidos.
Tenía razón José Saramago cuando escribió que “toda sangre tiene su historia”, y en esta tierra nuestra se levanta hoy desde la oscuridad de la montaña. “Hay sangres que hasta cuando están frías queman. Esas sangres son eternas como la esperanza”.