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¿Dónde está el cuerpo 36?

El último cadáver que la antropóloga Helka Quevedo exhumó en fosas comunes en Puerto Torres, en 2002, aún se encuentra perdido en el cementerio central de Florencia (Caquetá).

Jorge Iván Posada*, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
25 de mayo de 2015 - 02:00 a. m.
Ana Elisa Ruiz Muñoz, de 69 años, en compañía de habitantes de Puerto Torres (Caquetá), prendió 36 velas el pasado jueves en memoria de las víctimas descuartizadas y enterradas en fosas comunes por paramilitares, entre ellas su hija. César Augusto Romero - CNMH
Ana Elisa Ruiz Muñoz, de 69 años, en compañía de habitantes de Puerto Torres (Caquetá), prendió 36 velas el pasado jueves en memoria de las víctimas descuartizadas y enterradas en fosas comunes por paramilitares, entre ellas su hija. César Augusto Romero - CNMH

En el cementerio central de Florencia está el cuerpo 36 que la antropóloga Helka Quevedo exhumó en Puerto Torres el 26 de octubre de 2002. Está allá, no donde lo enterraron, ni tampoco alrededor, pero sí en medio de cientos y cientos de otros cuerpos que un día fueron a parar allí.
 
Está perdido, pero ella y la Fiscalía lo siguen buscando. Han hecho cuatro excavaciones en el cementerio, pero lo único que han encontrado son pequeños ataúdes y más restos, no los de aquel cuerpo 36 que ella misma exhumó en el solar de una casa de un pueblito de Caquetá.
 
Entre el 17 y el 26 de octubre de 2002, en Puerto Torres, inspección del municipio de Belén de los Andaquíes, la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía hizo la que hasta ese momento era la exhumación de personas desaparecidas más grande en la historia del conflicto armado.
 
Tras recibir una información, que fue comprobada en terreno, la comisión judicial encontró en campo abierto 35 fosas con 35 cadáveres de campesinos, en su mayoría, que el frente Sur de los Andaquíes de las Auc había detenido, torturado, descuartizado y enterrado. Los peritos forenses alcanzaron a inhumar los 35 cadáveres, que llevaron en una volqueta, en el cementerio central de Belén.
 
Las cosas cambiaron el sábado 26 de octubre. Ese día el oficial del Ejército que estaba custodiando al equipo de la Fiscalía les advirtió que ya no podía seguir prestándoles seguridad. Entonces alistaron todo para salir, pero una mujer se les acercó y les dijo: en el patio de esa casa hay enterrada otra persona.
 
—Si hay un cuerpo aquí, ¿cómo dejarlo? —pensó Helka Quevedo.
 
Rápidamente hicieron la inspección, sacaron el cadáver, lo embalaron en una bolsa y se montaron en el helicóptero. La antropóloga forense tuvo que esconder el cuerpo, los protocolos le impedían llevarlo en la aeronave, que ya tenía que partir pues los “paras” y las Farc se acercaban. No tenía ninguna opción, era insensato dejarlo enterrado en esa casa.
 
En el aire, el capitán del Ejército que estaba al mando de la operación dijo:
—Aquí huele muy mal doctora.
 
—Sí, es que acabamos de sacar unos cuerpos. Cómo le parece, la muerte huele feo —le respondió Helka.
 
Un hombre de 20 o 25 años
 
Ya en Florencia inhumaron el cuerpo 36 —con el número del acta inscrito en una cinta blanca que pegaron en una bolsa negra— en el espacio dispuesto para los NN. Hasta hoy reposa entre un mar de cuerpos sin identificar, porque año tras año fueron sepultados en ese lugar, en su mayoría niños que perecieron por muerte natural. Todo está revuelto en 10 metros cuadrados. No se sabe si los sepultureros lo movieron a la izquierda o a la derecha, si cavaron tres metros o cinco. O si lo sacaron del lugar y lo pusieron en otra fosa. Son tantos los que han llegado que ni ellos lo recuerdan.
 
Pero Helka sabe que el cuerpo 36 sigue escondido, prisionero en una tumba, que también tuvo un nombre, un número de cédula, una familia que quizá no ha parado de buscarlo como otras lo hacen a diario en este país con tantos cuerpos 36, los miles de desaparecidos que han dejado el conflicto armado y las distintas violencias.
Según el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (Sirdec), Colombia tiene 69.565 personas reportadas como desaparecidas, de las cuales 20.944 han sido calificadas como presuntas desapariciones forzadas.
 
Según Medicina Legal, en el país hay 10.756 NN —entre 1970 y julio de 2014— en los cementerios oficiales, y miles de ellos pueden correr el riesgo de perderse entre otros miles de restos, como el cuerpo 36.
 
No es una exageración. Helka piensa todos los días en resolver el acertijo. Lleva 13 años bregando encontrar el cuerpo y la identidad de ese hombre que fue asesinado en Puerto Torres y enterrado en un solar.
 
Lo único que sabe es cómo murió
 
Las marcas están tatuadas en sus huesos; así quedó consignado en el acta de exhumación: “El 26 de octubre de 2002 la Fiscalía General de la Nación recuperó el cuerpo en una fosa individual clandestina en la inspección de Puerto Torres, Caquetá. Era un hombre entre los 20 y los 25 años, a quien le quitaron la cabeza y le provocaron una herida muy fuerte en el pecho. En la fosa se encontraron algunas prendas de vestir como un par de medias y unos pantaloncillos marca Pat Primo color gris con estampado”.
 
También sabe, por boca del responsable de su muerte, un postulado a la Ley de Justicia y Paz, de dónde provenía el llamado cuerpo 36. Según su versión, entre noviembre de 2001 y enero de 2002, los paramilitares retuvieron a dos jóvenes en Belén de los Andaquíes. El desmovilizado, que era un jefe urbano del frente Sur, no sabía si los dos eran o no guerrilleros. Simplemente, se entiende de su relato, se los llevaron por “sospecha”. Así está consignado en el informe Textos corporales de la crueldad. Memoria histórica y antropología forense, del Centro Nacional de Memoria Histórica, que fue presentado el pasado 20 de mayo en Florencia.
 
Cuenta la antropóloga Helka Quevedo, relatora de la investigación —quien renunció a la Fiscalía un año después de la numerosa exhumación—, que en el camino de Belén a Puerto Torres los “paras” les pegaron a los dos muchachos patadas, puños y culetazos. Y al más joven, el 36, le enterraron un cuchillo debajo del estómago; se desangraba en el carro. Él tenía una camisa de algodón y un bluyín.
 
Cuando lo bajaron del carro, en Puerto Torres, empezó a cojear, y como los “paras” no podían lidiar con él, el jefe de las Auc le pidió a uno de sus hombres que lo matara ahí mismo y lo enterraran atrás de la casa, en una trinchera. Al otro joven sí se lo llevaron monte arriba.
 
El desmovilizado, en una cárcel del país, le relató a la antropóloga que él mismo decapitó al herido y ordenó que le abrieran el pecho.
 
La intención, como está registrado en el acta de exhumación de los cadáveres hallados en esas dos semanas, era que al abrirles el pecho evitaban que los cuerpos reventaran por la presión de los gases y que éstos, con su hedor, develaran lo que estaban haciendo allí desde hacía un año.
 
Y es que en Puerto Torres, donde estaba el campamento principal del frente Sur de los Andaquíes, los “paras” entrenaban a sus hombres en técnicas de tortura para sacar información y cómo descuartizar un cadáver para disponerlo en una fosa rápidamente y así desaparecerlo para siempre. En esta labor, que hace parte de la historia universal de la infamia, utilizaron la casa cural, la escuela y la iglesia.
Por otros relatos, recogidos por Helka, se sabe que en esta zona habría otras 500 fosas, con igual número de cuerpos por exhumar. Todas estarían en campo abierto.
En las paredes, en el asfalto y en los árboles de Puerto Torres aún están las huellas de los lugares donde amarraban a sus víctimas, las marcas de los cuchillos y los machetes.
 
Por ahora la antropóloga sigue insistiendo con la Fiscalía para identificar los cuerpos que pudo exhumar en octubre de 2002. Nueve ya fueron plenamente identificados y entregados a sus familias. Los otros se han hecho esquivos y el 36 continúa extraviado en el cementerio de Florencia.
 
Existe la posibilidad de hallar la familia del joven que fue raptado junto con él en Belén de los Andaquíes. Su madre ha participado en varias audiencias de Justicia y Paz y en una de ellas aseguró que su hijo fue detenido por alias Eduard o Serpiente. Tal vez esa madre pueda saber su nombre, si era amigo de su hijo, quién era su familia, un indicio, una huella, un dato fiel para empezar a responder quién era ese cuerpo 36 y no quedarse sólo con las huellas de dolor que están en sus restos y consignadas en el protocolo de necropsia.
 
La historia de Marisela
 
Otra suerte fue la que corrió la familia de Ana Elisa Ruiz Muñoz. Son las 10 de la mañana del jueves 21 de mayo de 2015. Es la tercera vez que esta mujer de 69 años camina por las calles y colinas de Puerto Torres. Hoy está aquí para sembrar un árbol en memoria de su hija, Marisela Muñoz Ruiz.
 
La primera vez fue el 6 de noviembre de 2001. Ese día, con un arrojo motivado por ayuda divina, según sus palabras, llegó por la mañana y buscó a un comandante del frente Sur, Pintaito, que no la quiso escuchar. Tres hombres armados la insultaron.
Ella, con sus dos nietos, los hijos de Marisela, les pidió que le devolvieran a su hija: 
 
—Miren, señores, yo no vine a hacerles daño alguno a ustedes. Tampoco voy a decirles nada a los otros de por allá, sólo vine a que me devuelvan a mi hija. Ustedes la cogieron en Albania y allá me contaron que se la trajeron para acá.
Ellos le pegaron con la cacha de los fusiles, la empujaron, le gritaron que se fuera, aseguraron que no tenían a nadie en el monte.
 
—Señor, mire, entréguenmela por favor, mire que si ustedes ya le hicieron daño yo me la llevo así en una bolsita, pero por favor entréguenmela, yo me la llevo como la tengan, por favor, señor.
 
El 4 de noviembre fue la última vez que vio a su hija. Tenía 25 años, vivía en Pitalito, Huila, y se había quedado sin trabajo. En Albania, Caquetá, tenía un familiar al que quiso buscar para encontrar trabajo en el campo.
 
El caso es que insistió y no le entregaron a Marisela. A los dos días regresó. Los “paras” la alcanzaron en el camino cuando preguntó de nuevo por Pintaito y la amenazaron con amarrarla al tronco de un árbol y dispararle en la cabeza.
 
No volvió, hasta el pasado jueves, junto con otras cuatro familias de hombres y mujeres que también fueron torturadas aquí. Bajo el sol, y en compañía de gente de Puerto Torres y el sacerdote de Belén, rezaron por tanta atrocidad innombrable. Prendieron 36 velas en el patio de la escuela y en el campo, en las colinas, sembraron 36 árboles en memoria de las víctimas y para que este pueblito renazca en medio de tanto dolor. También para que el país no olvide que hay familias que buscan a los desaparecidos, para que la verdad viva; esa verdad que pudo saber Ana Elisa para tener su propia paz.
La buscó en las fiscalías de Florencia y Neiva, donde le tomaron la prueba de ADN. Oró por el regreso de Marisela viva. En su casa de Pitalito a veces creía escuchar su voz, que tocaba la puerta. En las noches sentía que podía abrazarla, darle besos. A veces también la veía a lo lejos desde una ventana, pero todo era penumbra, sombras.
 
Hasta que en marzo de 2015 la Fiscalía la llamó para contarle que su hija había aparecido, que habían encontrado sus restos en una fosa en octubre de 2002, en Puerto Torres, que se los entregarían en una ceremonia, después de 13 años de búsqueda, para que los tuviera consigo y pudiera darle una sepultura digna.
 
Pese al asesinato de Marisela y al daño que recibió en su cuerpo, similar al del 36, Ana Elisa logró tener en sus brazos a su hija.
 
—Cuando me los entregaron sentí que de verdad era mi hija. No me la devolvieron como yo esperaba, viva, pero gracias a Dios pudimos tenerla. Le hicimos una ceremonia muy linda, lloramos y le dimos una cristiana sepultura.
 
Y con ese alivio, con esa paz, sembró un cedro por Marisela y lo plantó con sus dos nietos en la misma zona donde los paramilitares se ensañaron con el cuerpo de aquella mujer de 25 años.
 
También por todos los desaparecidos, los que un día salieron de sus casas y nunca volvieron porque alguien los agarró y los metió en ese saco oscuro, a ese lugar indefinido entre la vida y la muerte, como dijo en Florencia Gonzalo Sánchez, director del Centro Nacional de Memoria Histórica. 
 
 
* Jefe de prensa del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Por Jorge Iván Posada*, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

 

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