Sobre una mesa de madera en medio de una pequeña biblioteca está todo lo que María Eugenia del Castillo necesita para ser feliz. Entre borradores de muchas formas, tajalápices, lápices y un cajón lleno de esferos se encuentran muchas fotocopias de un cuadro que le sirve como base para hacer los siete crucigramas que debe entregar semanalmente.
A los 83 años, María Eugenia del Castillo no imagina su vida sin crucigramas. Cada tarde, como parte de una rutina que ha adquirido en los últimos 26 años, se ha dedicado a realizar los pasatiempos de El Nuevo Siglo. Es una labor que ha perfeccionado desde el momento en que murió su esposo, pero en realidad ha sido una tarea que ha hecho toda su vida, porque desde muy pequeña adquirió de su padre el gusto por llenar pequeñas casillas en blanco.
Puede considerarse una rola tradicional. Estudió sus primeros años de colegio en Las Esclavas, en Bogotá. Luego, su padre fue nombrado embajador en Ecuador, y terminó viviendo en Quito, donde realizó su primera comunión y se puede decir que se volvió conservadora, tras conocer a Laureano Gómez, un político del que habla con encanto y al que considera su mentor.
Volvió al país para terminar sus estudios y entrar al conservatorio de música, pero su vida parecía no engranar con sus planes. “Me presenté en el conservatorio porque toda la vida había estudiado piano, pero me negaron el ingreso al curso de músico completo porque no sabía cantar. Le supliqué al director, pero me dijo que no porque le iba a quitar el puesto a una persona que sí contara con todas las habilidades”, recuerda.
Por eso, tras una charla con Luis Ángel Arango, el padre de una de sus amigas, terminó trabajando como secretaria en el Banco de la República. Allí, casi en el primer día, conoció al amor de su vida, Enrique Leal González, con quien terminó casándose, bajo una sola condición: “Nunca iba a trabajar porque él tenía la obligación de darme todo. Tuve 35 años de luna de miel”, asegura Del Castillo.
Tuvo cuatro hijos, de los que hoy tiene siete nietos. “Son mi vida. No conocí a mis abuelos, entonces no tuve esa experiencia, pero ahora que los tengo, ellos mandan y la abuela obedece. Pueden hacer todo lo que quieran, menos hacerles algo a mis gatos”. Pero su vida soñada se derrumbó hace 26 años, cuando su esposo murió, según ella por un error médico, en el que confundieron un infarto con una epigastralgia.
Así comenzó su vida como crucigramista. Tras la muerte de su esposo y con la idea de dedicarse a hacer algo, conoció a Juan Pablo Uribe, entonces director del periódico El Nuevo Siglo. Él le propuso trabajar en el diario, así que le contó que tenían una vacante y necesitaban un crucigramista.
“Le hice unos y se los envié. Le dije que si le gustaban se los seguía haciendo. Él me llamó y me dijo que le habían gustado. Ni él me dijo cuánto, ni yo le dije nada, y llevo más de 18 años haciendo el crucigrama del periódico gratis, haciendo lo que me gusta”, comenta Del Castillo.
Desde ese momento no hay día en que haya dejado de hacer un crucigrama. Comienza su día buscando la página del periódico donde se publicó el pasatiempo del día para revisar que no se haya ido ningún error. Va todos los días a misa y al regresar se sienta en la biblioteca que tiene en la casa que comparte con una de sus hijas, Cuca, para dedicarse a llenar los cuadros blancos de las hojas que fotocopia.
Entre lápices y borradores comienza con una palabra que le llama la atención, puede ser algo que haya escuchado en la radio, siempre sintoniza en RCN, alguno de los ganadores de las carreras de automovilismo que le gusta oír, un lugar que leyó en alguno de los libros de geografía que le encantan o un personaje que puede salir de historias mitológicas o de algún listado de premiados. “Hay gente que dice que hacer un crucigrama es terrible, pero eso depende. Hay días en que se me ocurren las cosas, pero hay otros en que estoy burra y no hago medio en un día”.
Aunque asegura que no tiene ningún secreto para hacer posible que cada palabra encaje en su lugar, sí cree que parte de las cosas que no le pueden faltar a diario son un tinto y un cigarrillo Pielroja. Aprendió a fumar a los 12 años, con una de sus compañeras del colegio, y no piensa dejar de hacerlo. “Cuando me casé con Eduardo, lo único que me pidió fue que no fumara a escondidas de él. Toda la vida me regaló los cigarrillos. Ninguno de mis hijos aprendió a hacerlo, entonces hoy me regañan, pero es mi vitamina”.
Asegura que no aprendió a hacer nada más en su vida y por eso espera terminar haciendo lo que más le gusta, en medio de los diplomas y libros que se encuentran en su biblioteca, donde sólo se puede encontrar una máquina de escribir, en la que escribe las preguntas de sus crucigramas, a las que siempre les da un toque de opinión, porque esa es una de las labores de un buen crucigramista. Ahora tiene claro que debe estar pendiente de las acciones de Donald Trump, un mandatario que no es de su preferencia.