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El ‘máster’ de la zapatería: historia de un oficio en vía de extinción

Rubén Darío Molina, quien es zapatero desde hace más de cuatro décadas, cuenta que en los últimos 10 años sus clientes han disminuido en un 50 por ciento.

Leidy Yurany Arboleda*
22 de octubre de 2016 - 12:36 a. m.
El Máster en el primer local en el que se ubicó. Fue tomada en el año 1986. / Cortesía: Katherine Molina
El Máster en el primer local en el que se ubicó. Fue tomada en el año 1986. / Cortesía: Katherine Molina

¿Quién no conoce un zapatero? ¿Quién, en algún momento de su vida, no ha llevado su calzado a donde uno de ellos? Pero estos ‘artistas’ de la reparación de zapatos ya son escasos.

Rubén Darío Molina, conocido como ‘Máster’, es uno de los pocos que aún quedan, al menos en el municipio de  Andes, en el Suroeste antioqueño. Es zapatero desde hace 44 años y es el preferido de muchos andinos, quienes buscan sus servicios en la Zapatería Máster, ubicada en el parque principal.

Su maestría la comenzó a aprender cuando era niño, a los 7 años. La hizo de la mano de su padre Pastor Molina, rígido e imponente con sus familiares. De los siete hijos del matrimonio de Pastor y Carmen, Rubén es el único hombre. “Yo tenía que estudiar y luego irme para la zapatería de mi padre a trabajar, porque si no me esperaba en casa harto juete”, cuenta.

Su padre creyó que Rubén no tenía nada que hacer en el colegio. Quería que se dedicara a producir plata. Por eso, Máster solo cursó la básica primaria y aprendió a reparar zapatos. Tras el fallecimiento de su padre, el local donde él había trabajado durante más de 15 años debía ser desalojado por la falta de pago de arriendo. Sin embargo, Rubén tomó este negocio y continuó así con el legado paterno.

Un día en la vida del Máster

Todos los días, Rubén Darío se despierta a las 5:45 de la mañana, se baña, se organiza su aspecto -que parece al de un judío por su barba con canas, bigote, escaso cabello- y luego toma el desayuno que le prepara su esposa Dalila Saldarriaga, con quien se casó hace 24 años. Al salir de casa, entra, sagradamente, al café Roma a ‘tintiar’ con sus amigos.

Después se dirige hasta la zapatería, una pieza tan pequeña que puede ser una pesadilla para alguien claustrofóbico. En este templo de la zapatería el olor característico es una mezcla de polvo y sacol.

En el local hay estanterías repletas de zapatos viejos, algunos de estos pares no fueron reclamados y Rubén decidió, tras dos meses de haber sido reparados, venderlos para recuperar lo invertido en ellos.

En este espacio y en este oficio, Máster ha vivido todo tipo de anécdotas:

-Vino una vez una señora con cara de 38 largo a que le arreglara unos zapatos– cuenta Máster.

-¿Me puede arreglar unos zapatos? Es  que se me dañaron por allí esos ‘hijueputas’, pero me los arregla ligero– le dijo una clienta.

-Ah señora, tiene que esperar, todo con calma.

-A mí me gusta todo ligero.

-Mejor cuénteme cómo se llama usted.

-Felicidad Hernández.

“Me causó risa porque con esa cara de 38 largo y con ese nombre. No le veía la felicidad por ninguna parte. Luego de una hora le entrego los zapatos y le digo: ‘doña Felicidad, feliz día’. Ella con rabia me voltea a mirar y no me dice nada”.

Un ‘zapatazo’ a los zapateros

La risa que suelta Rubén al recordar estos episodios en su zapatería contrasta con los cambios que ha sufrido su oficio. Si hace 10 años atendía en promedio 20 personas que le permitían ganar 150.000 pesos semanalmente, en la actualidad atiende solo 10 personas, que le dejan unos $75.000.

Por eso, el negocio de Rubén es de los pocos de su tipo que quedan en Andes. Hace unos cinco años había aproximadamente 10 locales. En la actualidad solo hay cuatro, de estos solo dos prestan servicio todo el día. Algunos zapateros se ven obligados a hacer otros trabajos. Máster, por ejemplo, trabaja como cotero con el fin de conseguir más recursos económicos para suplir las necesidades que tiene su hogar.

Una de las razones de la crisis de las zapaterías es que el calzado chino reemplazó el cuero. Según un informe publicado en la revista Dinero en 2014, China es el principal proveedor de zapatos para Colombia, con una participación del 52%. Como este calzado no puede ser reparado como el tradicional, los servicios del zapatero son menos requeridos.

El mal momento que viven los zapateros se refleja en la cotidianidad de los hogares que dependen de este tipo de negocios. “La situación económica de mi casa ha sido siempre muy mala, no tenemos lujos ni podemos malgastar un poquito del poco dinero que entra a mi casa”, afirma Katherine Molina, hija del Máster.

Pese a las dificultades económicas, la familia Molina Saldarriaga se reconforta día a día con un ejemplo de superación. Julián Molina, hijo de Máster, practica el BMX, pese a que perdió su pie izquierdo cuando era niño.

Rubén se siente tan orgulloso de lo que hace su hijo que no aguanta la tentación de marcar algunos zapatos de Julián con “BMX”. “A uno en este trabajo lo miran mal, solo porque no tiene plata. Lo importante es que yo he podido sacar adelante a mis hijos y darles estudio, yo me siento muy orgulloso de ellos. No me avergüenzo de ser zapatero y aunque mi papá nos daba un mal trato, le agradezco, ya que de él aprendí este oficio”, cuenta Rubén, a quien no sería necesario preguntarle qué hace. A él lo delatan sus manos oscuras y manchadas de sacol.

*Este artículo fue publicado en el periódico De la urbe, de la Universidad de Antioquia

Por Leidy Yurany Arboleda*

 

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