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                                                                                                                              El médico que trajo una bebé al mundo en medio de la tragedia de Armero

                                                                                                                              Contra toda opción nació Consuelo, en medio de un pastizal. El doctor le amarró el ombligo con un cordón de su zapato. Madre y niña sobrevivieron.

                                                                                                                              Jorge Eric Palacino / Especial para El Espectador

                                                                                                                              Amenazado por las condiciones de insalubridad, recuerda que apoyaron a la señora para traer a su hija a salvo. / Cortesía

                                                                                                                              La mañana del 14 de noviembre de 1985 el doctor Rodrigo Meléndez Trujillo, un joven y dedicado médico rural del Servicio de Urgencias del Hospital Universitario San José en Bogotá, trataba de encontrar tranquilidad en medio de una de las jornadas más complicadas para el país. Las noticias de la tragedia de Armero llenaban la rara atmósfera de esa mañana. El centro hospitalario donde prestaba sus servicios, como todos los hospitales de la capital, entraba en situación de alerta ante el inminente arribo de heridos que llegarían desde la llamada Ciudad Blanca de Colombia, la población que por un embate de la naturaleza había mutado en una interminable extensión de fétidos lodos.

                                                                                                                              En esos momentos de angustia su vocación de servicio le indicaba que en el hospital había personal suficiente y que en el propio sitio de la tragedia podía aportar mucho más. Se trataba de salvar vidas, en un momento que parecía definido por la resignación de tener que contar muertos. Sin vacilaciones y sin tiempo de avisar a familiares y superiores del centro médico tomó rumbo al aeropuerto de la Fuerza Aérea para unirse al ejército de voluntarios que irían a la ciudad de Armero, donde el infortunio se había instalado, donde miles de colombianos y compañeros de la facultad de medicina que se encontraban en el hospital de la población luchaban por la supervivencia en medio de una nata de lodo que cubría sus casas, árboles y los enseres, una sopa de barro que lo había inundado todo.

                                                                                                                              El helicóptero procedente de la base de Palanquero descendió en el lugar donde, como había anunciado un piloto comercial en las primeras horas de la mañana, “había existido Armero”. Alistó su equipo de primeros auxilios, lo esperaba la noche oscura, las cavilaciones en un improvisado campamento.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Camiones, camperos y bestias llevaban cadáveres teñidos de una mancha gris y terrosa a un depósito improvisado en la población de Lérida. Los sobrevivientes menos afectados auxiliaban a sus parientes. Algunos se convertían en guías para orientar a rescatistas y médicos por aquel lugar sin nomenclaturas, ni calles, ni plaza. Uno de estos héroes anónimos llevó al doctor Meléndez a una orilla de aquella laguna terracota que hasta hacía unas horas era un promisorio barrio de Armero. Las voces suplicantes y los gritos desde la oscuridad eran las únicas coordenadas posibles en medio de la nada y el fango.

                                                                                                                              Una de esas voces se escondía en medio de los muñones de dos muros derrumbados. ¡Está bien, solo tiene barro!, anunció uno de los voluntarios de la Cruz Roja, quien había puesto una barra de acero a manera de travesaño para evitar que la joven mujer sucumbiera en medio del lodazal. Meléndez se acercó para revisar su condición médica. Estaba a salvo, pero era urgente sacarla sin causarle el menor daño. Había que salvar dos vidas. La joven estaba embarazada.

                                                                                                                              “Teníamos las peores condiciones para que un bebé pudiera nacer, todo en contra, era muy difícil”, recuerda el doctor Rodrigo Meléndez mientras contempla algunas imágenes del día imborrable. Con la ayuda de algunos voluntarios sacaron a la señora hasta una explanación donde continuó el trabajo de parto.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              “Tuve que usar un cordón de mis zapatos para amarrar el ombligo y la arropamos con el poncho de uno de los rescatistas”, refiere Rodrigo. Terminó de revisar a la señora quien fue incorporada en una camilla improvisada con dos guaduas y el retazo de alfombra vieja, y el rescatista de la Cruz Roja, quien le brindó calor a la bebé durante sus primeros minutos, la puso con cuidado sobre su regazo. Los testigos de ocasión apenas daban crédito a la que parecía ser una señal de Dios en medio de aquel desastre.

                                                                                                                              El médico permaneció cinco días en la abatida Armero.
                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Un fotógrafo que había llegado al lugar reunió a la niña, su madre, al doctor y al rescatista que habían protagonizado ese desafío para congelar el emotivo episodio en un retrato. Meléndez le dijo a la señora que “bautizaran” a la recién nacida y se decidieron por Consuelo, el nombre de la novia del doctor, quien para entonces vivía en Francia. “Imagínese que unos días después esas fotos fueron publicadas por la revista Hola y mi novia Consuelo me las envió”. Las gráficas que documentan ese momento maravilloso e histórico aún conmueven al médico, quien las guarda como un tesoro.

                                                                                                                              Durante cinco días estuvo en la abatida Armero. Regresó a Bogotá, fue al hospital San José. En lugar de tener el merecido recibimiento de un héroe de guerra, se encontró con la carta de despido por un presunto abandono del cargo. Se reencontró con su novia Consuelo, le contó su odisea y por 29 años no supo del paradero de la otra Consuelo, la niña que nació en medio del fango.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              “Hace unos seis años me abordó un señor en el centro de Bogotá y me dijo: ‘Usted es el médico que atendió el parto de mi hija en Armero, la niña está grande, ya es universitaria’”. El presunto abuelo de Consuelo quedó en contactarlo. A la fecha el doctor Rodrigo Meléndez añora el momento de poderse reencontrar con Consuelo y su madre.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El momento vivido en Armero, la tragedia que dejó un saldo de 25 mil víctimas fatales, motivó al doctor Rodrigo Meléndez a continuar con el ejercicio de su profesión como una doctrina de servicio por los más vulnerables. Se desempeñó durante varios años en la atención a población habitante de calle de las zonas más peligrosas de Bogotá, como lo fueron la calle del Bronx, La “L”, Cinco Huecos, entre otras, y actualmente, además de atender su consultorio en Bogotá, está vinculado al Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron).

                                                                                                                              Igualmente, hasta el mes de julio de 2020, visitaba diariamente la Reclusión de Mujeres de Bogotá, conocida como la cárcel El Buen Pastor, para brindar atención médica a las internas, pero por sus comorbilidades debió optar por el teletrabajo con ocasión de la pandemia de COVID 19.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Pocos conocen su historia, el episodio del hombre que encontró la vida en medio del más grande desastre natural de Colombia, y que ha encontrado en su situación de discapacidad una forma ingeniosa de enfrentar la vida.

                                                                                                                              Amenazado por las condiciones de insalubridad, recuerda que apoyaron a la señora para traer a su hija a salvo. / Cortesía

                                                                                                                              La mañana del 14 de noviembre de 1985 el doctor Rodrigo Meléndez Trujillo, un joven y dedicado médico rural del Servicio de Urgencias del Hospital Universitario San José en Bogotá, trataba de encontrar tranquilidad en medio de una de las jornadas más complicadas para el país. Las noticias de la tragedia de Armero llenaban la rara atmósfera de esa mañana. El centro hospitalario donde prestaba sus servicios, como todos los hospitales de la capital, entraba en situación de alerta ante el inminente arribo de heridos que llegarían desde la llamada Ciudad Blanca de Colombia, la población que por un embate de la naturaleza había mutado en una interminable extensión de fétidos lodos.

                                                                                                                              En esos momentos de angustia su vocación de servicio le indicaba que en el hospital había personal suficiente y que en el propio sitio de la tragedia podía aportar mucho más. Se trataba de salvar vidas, en un momento que parecía definido por la resignación de tener que contar muertos. Sin vacilaciones y sin tiempo de avisar a familiares y superiores del centro médico tomó rumbo al aeropuerto de la Fuerza Aérea para unirse al ejército de voluntarios que irían a la ciudad de Armero, donde el infortunio se había instalado, donde miles de colombianos y compañeros de la facultad de medicina que se encontraban en el hospital de la población luchaban por la supervivencia en medio de una nata de lodo que cubría sus casas, árboles y los enseres, una sopa de barro que lo había inundado todo.

                                                                                                                              El helicóptero procedente de la base de Palanquero descendió en el lugar donde, como había anunciado un piloto comercial en las primeras horas de la mañana, “había existido Armero”. Alistó su equipo de primeros auxilios, lo esperaba la noche oscura, las cavilaciones en un improvisado campamento.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Camiones, camperos y bestias llevaban cadáveres teñidos de una mancha gris y terrosa a un depósito improvisado en la población de Lérida. Los sobrevivientes menos afectados auxiliaban a sus parientes. Algunos se convertían en guías para orientar a rescatistas y médicos por aquel lugar sin nomenclaturas, ni calles, ni plaza. Uno de estos héroes anónimos llevó al doctor Meléndez a una orilla de aquella laguna terracota que hasta hacía unas horas era un promisorio barrio de Armero. Las voces suplicantes y los gritos desde la oscuridad eran las únicas coordenadas posibles en medio de la nada y el fango.

                                                                                                                              Una de esas voces se escondía en medio de los muñones de dos muros derrumbados. ¡Está bien, solo tiene barro!, anunció uno de los voluntarios de la Cruz Roja, quien había puesto una barra de acero a manera de travesaño para evitar que la joven mujer sucumbiera en medio del lodazal. Meléndez se acercó para revisar su condición médica. Estaba a salvo, pero era urgente sacarla sin causarle el menor daño. Había que salvar dos vidas. La joven estaba embarazada.

                                                                                                                              “Teníamos las peores condiciones para que un bebé pudiera nacer, todo en contra, era muy difícil”, recuerda el doctor Rodrigo Meléndez mientras contempla algunas imágenes del día imborrable. Con la ayuda de algunos voluntarios sacaron a la señora hasta una explanación donde continuó el trabajo de parto.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              “Tuve que usar un cordón de mis zapatos para amarrar el ombligo y la arropamos con el poncho de uno de los rescatistas”, refiere Rodrigo. Terminó de revisar a la señora quien fue incorporada en una camilla improvisada con dos guaduas y el retazo de alfombra vieja, y el rescatista de la Cruz Roja, quien le brindó calor a la bebé durante sus primeros minutos, la puso con cuidado sobre su regazo. Los testigos de ocasión apenas daban crédito a la que parecía ser una señal de Dios en medio de aquel desastre.

                                                                                                                              El médico permaneció cinco días en la abatida Armero.
                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Durante cinco días estuvo en la abatida Armero. Regresó a Bogotá, fue al hospital San José. En lugar de tener el merecido recibimiento de un héroe de guerra, se encontró con la carta de despido por un presunto abandono del cargo. Se reencontró con su novia Consuelo, le contó su odisea y por 29 años no supo del paradero de la otra Consuelo, la niña que nació en medio del fango.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Igualmente, hasta el mes de julio de 2020, visitaba diariamente la Reclusión de Mujeres de Bogotá, conocida como la cárcel El Buen Pastor, para brindar atención médica a las internas, pero por sus comorbilidades debió optar por el teletrabajo con ocasión de la pandemia de COVID 19.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Por Jorge Eric Palacino / Especial para El Espectador

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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