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El paraíso del diablo

Viaje a la frontera colombo-peruana, en donde se escenificó la ignominia cauchera del siglo XIX y que inspiró 'El sueño del celta', de Mario Vargas Llosa.

Juana Hianaly Galeano / Especial para El Espectador
29 de diciembre de 2010 - 10:00 p. m.

Según relató un indígena proveniente del Putumayo a un antropólogo francés, los primeros blancos que navegaron el río fueron empleados del gobierno brasileño que vinieron a comienzos del siglo XIX para intercambiar herramientas con los indios: ‘Hijos del Hacha’, así llamaron los nativos a los primeros blancos. Les entregaron hachas y machetes con los que los indígenas cultivaron grandes extensiones de yuca y plátano. En pago por las herramientas, los indígenas les entregaron sus primeras cosechas. Incentivado con los trueques, el gobierno brasileño les preguntó a sus empleados qué otras cosas podían intercambiar. “Huérfanos y mujeres”, respondieron sus empleados. Con esto en mente, los “Hijos del Hacha” remontaron los ríos e hicieron sus trueques. De regreso al Brasil, navegaba por el Amazonas un barco lleno de indios traídos del Putumayo.

Casi un siglo después, otros blancos, esta vez peruanos y colombianos, invadían la selva de los ríos Putumayo y Caquetá. Eran finales del siglo XIX, empezaba la fiebre del caucho en el Amazonas y fundos gomeros eran establecidos por toda la región. Los nuevos colonos, insatisfechos con el trueque esclavista de sus antecesores, conquistaron a todos los pueblos indígenas que habitaban los bosques de ambas cuencas. En 1903 la compañía cauchera peruana, Casa Arana & Hermanos, propiedad del empresario riojano Julio C. Arana, se consolidaba firmemente en la región. Bajo el pretexto de civilizar a los salvajes, la nueva generación de los “Hijos del Hacha”, persiguió a la ‘gente de centro’, oculta en lo profundo de la selva, para llevarlos como esclavos a los asentamientos ubicados en los afluentes del Putumayo. Bajo la guía de indígenas soplones y armados de rifles Winchester, los capataces de Arana lideraron las correrías de indios, comunes en todos los rincones de la Amazonia. Ancianos, hombres, mujeres y niños, toda la ‘gente de centro’ que no perdía la vida oponiendo resistencia, era presa y conducida hacia los centros de acopio de caucho. De esta manera, los pueblos uitoto, miraña, ocaina, andoque, nonuya, muinane y bora fueron sacados de sus bosques y conducidos como esclavos a la Casa Arana.

El gran fundo gomero estaba divido en dos estaciones, La Chorrera y El Encanto, administradas por Víctor Macedo y Miguel de Loayza, respectivamente, y regentadas por un total de cuatrocientos empleados. Para asegurar el control de los indígenas esclavizados, las dos estaciones estaban subdivididas en veinte secciones y cada sección estaba provista de diez o veinte “racionales”, entre capataces, muchachos de confianza —eufemismo para nombrar a los indígenas soplones— y negros traídos de la isla de Barbados, apodados “Las Hienas del Putumayo”. El sistema de acopio consistía en la recolección del caucho en la selva y tras diez días los indígenas debían regresar a los barracones con catorce kilos de látex. El volumen del caucho era pesado en una balanza y si la aguja no alcanzaba el peso exigido, los indígenas eran molidos a latigazos y se les cortaban sus tendones; en algunas ocasiones eran fusilados. Según los capataces, el severo régimen de sanciones apuntaba a extirpar cualquier rescoldo de “pereza natural” en el indio. Cuando las flagelaciones superaban los cientos, los dejaban en el cepo donde las heridas se pudrían en sus nalgas y los gusanos empezaban a infestar la carne muerta. Los que sobrevivían al suplicio llevaban para siempre la reconocida marca Arana. Las modalidades de tortura se extendían a mutilaciones de “orejas, piernas, dedos, brazos” como lo denunció Walter Hardenburg ante la corte inglesa cuando relató su experiencia en la estación del Encanto, administrada por Miguel de Loayza. Las castraciones y el “tiro al blanco”, famoso durante los denominados “Sábados de Gloria”, hacían parte de los abusos.

El genocidio continuó durante algunas décadas y ni siquiera se detuvo con el juicio que adelantaron en Inglaterra en contra de la firma inglesa Peruvian Amazon Rubber Co., la antigua casa comercial Arana & Hermanos. Por el contrario, el proceso que se abrió en el Perú contra los “Crímenes del Putumayo” demostró que un buen número de influyentes políticos estimaban que una tonelada de caucho era más valiosa que la vida de siete indígenas. Julio C. Arana utilizó su poder político y económico para ocultar el escándalo del Putumayo y con el genocidio en la impunidad, el ex senador y sus trabajadores permanecieron libres hasta el fin de sus días, y los innumerables testimonios de víctimas y verdugos quedaron confinados en los libros y en la memoria de las generaciones hijas de las víctimas. Tras la liquidación de la Peruvian Amazon Rubber Company algunos patrones peruanos emigraron a su país, llevando consigo a sus ‘esclavos’.

Cien años después, Florentina, una anciana bora que nació cuando la Época del Caucho culminaba y era apenas una niña que inicio la migración de sus patrones hacia el río Ampiyacu en el Perú, narra su testimonio: “Los patrones nos llevaron muy lejos, a otro sitio. Acá ya no nos torturaban, sólo teníamos que trabajar muy duro para ellos. Muchos paisanos nos subimos en los vapores con los patrones. Eran gentes de diferentes clanes y pueblos”. Doña Florentina se refiere a las deportaciones que hicieron los patrones peruanos de la liquidada Peruvian Amazon Co. cuando vieron que iban a perder sus tierras y sus esclavos. En un “acto patriótico”, los caucheros subieron en vapores a unos seis mil indígenas sobrevivientes de la barbarie. El patrón al que hace referencia la anciana es Miguel de Loayza, quien junto a su hermano colonizó la cuenca del río Ampiyacu, afluente del Amazonas en el distrito de Pevas. El cuerpo enjuto de doña Florentina, hija del éxodo, permanece inmóvil en la hamaca mientras relata en su lengua su pasado.

Cerca de Iquitos, en el río Momón, viven poblaciones migrantes del río Ampiyacu que descienden de los hijos del éxodo. Al preguntarle a don Rafael, el patriarca de la comunidad, acerca de sus orígenes, responde: “Mis antepasados son de Colombia, pero yo nací en el Perú, en la comunidad de Brillo Nuevo, en la cabecera del río Ampiyacu. De ahí me vine hace unos cuarenta años y fundé una comunidad”. Cuando se refiere a los sucesos del Putumayo menciona que fue Miguel de Loayza quien los trajo. “Gracias a él estamos vivos”, añadió. Paradójicamente, este testimonio que presenta a Miguel de Loayza como “salvador” coincide con el de otros sobrevivientes de los pueblos que fueron traídos al Perú y se encuentran asentados a lo largo de diferentes ríos de la Amazonia peruana.

Tras algunas décadas, los hermanos Loayza y sus capataces no sólo lograron la impunidad, sino que convivieron con los indígenas y afianzaron sus lazos mediante matrimonios. Ya en el pasado, Loayza había mostrado su sagacidad cuando tomó precauciones minuciosas para no dejar huella de su participación en el genocidio, según sentenció en su libro el juez que investigó el caso de los crímenes del Putumayo. Sin embargo, W. Hardenburg, el ingeniero norteamericano que presenció las atrocidades, relató su criminalidad y sevicia en su testimonio ‘El Paraíso del Diablo’, publicado en un diario londinense de la época. Con este precedente, no asombra toparse en las principales ciudades de la selva peruana con calles que llevan el nombre de Arana, ilustre personaje que llegó a ser miembro del Senado tras los crímenes en la cauchera. Asimismo, tampoco sorprende que en Iquitos, antiguo epicentro cauchero de la Amazonia peruana, se haya borrado todo rastro del genocidio y reine una amnesia colectiva entre la población.

En su empeño por recomponer el rompecabezas que suponía la Casa Arana, Oraldo Reategui, encontró en Iquitos a una nieta de Miguel de Loayza que desconocía por completo el pasado de su abuelo y el peso que significaba llevar su apellido. Fruto del mestizaje entre patrones y peones, Sheila de Loayza comenta: “Desde la entrevista de La Voz de la Selva empecé a indagar acerca de la verdadera identidad de mi abuelo y recurrí a mis tías paternas. Mencionaron que mi abuelo era contador mercantil, pero de mi abuela no quisieron decir ni una sola palabra, pues ella era una indígena uitoto y ellas reniegan de sus orígenes indígenas”. Cuando quiso confrontar a sus familiares sobre las denuncias, sus tías desmintieron los hechos y se mostraron reacias a seguir hablando del tema con la sobrina.

Con sangre de víctima y victimario, Sheila representa la paradoja de la Casa Arana en el Perú: Iquitos, epicentro del antiguo mundo cauchero de la selva peruana, es uno de los lugares que más ignoran el genocidio de la Casa Arana que la sociedad iquiteña responsable ocultó hasta el punto de desfigurarlo. Nieta de uno de los verdugos de la Casa Arana, Sheila de Loayza nos enseña que El Paraíso del Diablo es hoy un punto ciego en el pasado peruano y que su historia de crueldad se mantiene aún en tinieblas.

Una emisora local que busca hacer historia

Hace tres años el director de La Voz de la Selva, emisora iquiteña dirigida al poblador amazónico, promovió la conmemoración de los cien años de la denuncia de los crímenes de la Casa Arana, ya que en 1907 ésta se había publicado por primero vez en el diario iquiteño La Felpa. “En Iquitos se desconoce mucho acerca de la barbarie que emplearon los caucheros y nadie recuerda el genocidio. Por eso nos sentimos responsables y decidimos convertir la emisora en un foco de irradiación”, cuenta Oraldo Reategui, la misma persona que en su travesía por Iquitos, siguiendo la huella de la ignominia desatada en la Casa Arana, fue a dar con Sheila de Loayza, descendiente directa de Miguel de Loayza, administrador de una de las dos grandes estaciones del principal fundo gomero de la Amazonia.

Con sangre de víctima y victimario

Sheila de Loayza, nieta de Miguel de Loaiza, vive en Iquitos (Perú). Ella es descendiente de la mezcla entre patrones y peones del sitio donde se escenificó una de las tragedia más grandes, derivada del apogeo cauchero de la región en el Siglo XIX.

Hace un par de años, durante el Encuentro Vicarial de la Pastoral Indígena, Sheila narró la historia de sus orígenes ante un auditorio indígena; para su sorpresa, tras su testimonio se le acercaron a abrazarla un grupo de personas. “Eres la nieta del patrón. Tu abuelo me trajo del Estrecho cuando era huérfano y me crió en Pucahurquillo en el río Ampiyacu”, le dijo un anciano y la estrechó.

Relata que cuando encontró a estos indígenas sintió que la búsqueda había terminado, pues había encontrado a personas que sin ningún temor ni vergüenza reconocían en sus abuelos a personas reales y palpables, y no personajes producto de una idealización familiar o de un relato histórico.

Por Juana Hianaly Galeano / Especial para El Espectador

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