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El perdón duerme con las palabras

La experiencia de sobrevivir a ocho años de secuestro a manos de la guerrilla de las Farc, perdonar y apostarle a la paz.

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Óscar Tulio Lizcano González*
15 de marzo de 2016 - 05:01 a. m.
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Muchas personas han de preguntarse de dónde nace mi acto de perdón como víctima del conflicto armado colombiano. Nace de la huella autobiográfica impresa en mi vida, dejada por el cautiverio en las inhóspitas selvas del Chocó. Durante más de ocho años fui testigo mudo e invisible de hechos de barbarie que hacen parte del complejo rompecabezas de la guerra.

Mis carceleros me obligaron a vivir los peores 3.140 días de mi vida. Sin embargo, esa adversidad me trajo grandes y gratificantes lecciones de vida. Tras mi fuga, al paso que me reponía física y mentalmente, entendí que mi corazón carecía de odios. De no ser así, los recuerdos y sentimientos de dolor me seguirían encadenando a esa selva que fue mi cárcel.

Cuando pude volver al seno de mi hogar y tratar de recuperar el tiempo perdido, emprendí una búsqueda para poner el dolor en el lugar que le correspondía en la elaboración del perdón. Desde luego, con el sano propósito de no banalizar y no quedar atrapados en lo indecible, como lo vienen haciendo miles de colombianos que hoy se unen a ese torbellino de voces parcializadas y de opiniones ligeras sobre el proceso de paz que se adelanta en La Habana. El conflicto colombiano nos obliga a hacer un esfuerzo interpretativo, a leer el contexto de esas huellas que durante décadas ha dejado en nuestras generaciones.

En mi caso particular, esa introspección frente a las dimensiones del perdón individual y colectivo, surge de la propia angustia existencial, vivida durante el largo tiempo de secuestro. Del dolor al perdón, podría decir, ha sido mi tránsito como víctima de las Farc, y de ese tránsito he procurado mi propia narrativa.

Justamente de esa relación surgieron preguntas. A qué lenguaje recurrir para narrar la experiencia del dolor fue una de ellas. Porque, como lo dijo el filósofo alemán, Martin Heidegger, “no hay nada en el mundo que esté por fuera del lenguaje”. Sé también que toda historia es una interpretación de los hechos, prueba de ello son las posturas frente a los múltiples conflictos de origen étnico, político o religioso que hoy se desarrollan en el mundo. Y toda interpretación surge desde el seno de una u otra cultura, de uno u otro lenguaje, de uno u otro imaginario social, de uno u otro universo simbólico.

El perdón, para mí, tiene un primer sentido: la experiencia del yo. Y el otro sentido tiene que ver con la experiencia del lenguaje, puesto que toda experiencia adquiere sentido en el lenguaje. “Hay, pues, una ‘magia’ de las palabras y una virtud en ellas para la curación de las heridas morales y para la mitigación del dolor”, afirmó en alguna ocasión María Teresa Uribe, investigadora universitaria con gran experticia sobre el conflicto colombiano.

Ahora sé que es posible pensar en una narrativa del perdón a partir de una narrativa del dolor. Y en ese reconocimiento hay algo muy significativo que experimenté yo mismo: el perdón suspende la condición de víctima. Lo pude comprobar en lecturas de algunos autores que en esa misma condición comprendieron que el dolor adquiere sentido cuando se narra. Las víctimas le ponen palabras al dolor, así tengan una lectura distinta del perdón. Basta leer a Simon Wiesenthal en Los límites del perdón, o a Primo Levi y Jean Améry, víctimas del Holocausto nazi.

La narración del dolor por las víctimas de los conflictos armados destaca una lección fundamental que tiene que ver con que el no olvido reivindica la mirada de las víctimas. Y, precisamente, sus testimonios de sufrimiento son una manera de negarse al olvido. Primo Levi contó que en los campos de concentración nazi los verdugos les repetían a los presos que nadie iba a creerles lo que habían vivido. Tanta era su crueldad que estaban convencidos de que el mundo se negaría a creer que un ser humano fuera capaz de someter así a otro.

Tras varios años de disfrutar mi libertad después de la fuga, decidí ingresar a la maestría en Filosofía y letras, de la Universidad de Caldas. En ese ejercicio académico titulé mi tesis El perdón duerme con las palabras. En Colombia el perdón exige una filosofía, por eso, sin ser un tema acabado, ahora participaré en el programa de doctorado de la Universidad Santiago de Compostela, de España. En ese camino, mi propósito es develar una posibilidad y profundizar en el perdón como la tematización del dolor, investigando con más rigor los conceptos de algunos filósofos que se han ocupado de estas exigencias históricas: Edmund Husserl, Paul Ricoeur, Jacques Derrida, Vladimir Jankélévitch, entre otros.

“Es una reflexión que tiene transito sanatorio, el dolor, el sentimiento de venganza… para la desnudez del espíritu que es capaz de perdonar y reivindicar como propio el derecho de hacerlo”, ha sabido interpretar de este ejercicio académico que he venido haciendo, el profesor e investigador de la Universidad Nacional de Colombia Carlos Medina Gallego.

El perdón es un reconocimiento del otro. Ricoeur ve el origen de este acto desde el lado del ofendido, por lo tanto, el perdón no es ni debería ser normativo, debe mantenerse excepcional. De ahí que hay que advertir que no es el Estado el que perdona a través de amnistías, indultos y otros mecanismos. El perdón es un acto individual de la víctima, lo que denomina Derrida, “perdón sin soberanía”. Porque cuando se ejerce ese acto de perdonar desde la víctima, se establece una dinámica que libera del dolor. El verdadero perdón es aquel que perdona lo imperdonable. La fuerza del concepto se encuentra determinada por la incondicionalidad.

El ofendido que sigue el camino del perdón ya no se desgasta pensando en el resentimiento, en el pesar. Porque el perdón no se conquista solamente desde el hacer, es fundamental que se logre desde el ser. Es una virtud política, según Ana Harent, que genera nuevas sociedades.

Ahora bien, es pertinente aclarar, como lo hace el filósofo colombiano Adolfo Chaparro, que “lo incondicional no inhibe el desarrollo de la justicia en el ámbito jurídico, y que el castigo social tampoco condiciona o profana la posibilidad de que alguien perdone o que el victimario pida perdón”.

Así pues, dolor y perdón deben dejar de ser palabras extrañas para los colombianos. El actual proceso de paz invita a reflexionar sobre los riesgos del pasado, anudar los lazos del presente y abrigar en un mismo lecho el deseo de poner fin a las décadas de confrontación armada. Como bellamente dice el poema El dolor duerme, de Paul Celán: El dolor duerme con las palabras, duerme, duerme / él duerme añadiéndose nombres, nombres / él se duerme hasta la muerte y hacia la vida. / Brota una semilla, sabes, / brota, brota / una semilla de noche en las olas, un pueblo / crece así, una estirpe / de dolor y de nombre: constante / y como desde siempre ahogada / y fiel: la no / existida, la mía / viva, la / tuya.

Por Óscar Tulio Lizcano González*

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