Eran las 5:40 de la madrugada del 13 de noviembre de 1985 cuando Leopoldo Guevara, voluntario de la Defensa Civil, en compañía del piloto Fernando Rivera sobrevoló el municipio de Armero en una avioneta de fumigación.
Seis horas antes, una avalancha provocada por el volcán Arenas del Nevado del Ruiz había borrado del mapa a la población, que quedó convertida en un playón de lodo.
Leopoldo, por ser la primera persona que vio la magnitud del desastre, tuvo la amarga tarea de comunicarle al mundo el hecho que terminó con la vida de 25 mil personas. Nunca olvidará el panorama aterrador que tuvo ante sus ojos y que después de las labores de rescate le suscitó una crisis nerviosa que requirió de ayuda profesional para superarla.
Miles de personas salían del lodo alzando sus brazos en señal de auxilio. Otros batían sus manos desde los árboles. Muchos cuerpos yacían sin vida a lo largo y ancho de la zona, recuerda todavía con angustia, hoy a sus 70 años de edad, Leopoldo.
Consternado por el macabro panorama y con el afán de conseguir ayuda, él y el piloto se devolvieron hasta Lérida, a 15 minutos de Armero.
“Llamé al Palacio Presidencial, hablé con Víctor G. Ricardo, entonces secretario general de la Presidencia, pero no creyó ni un ápice de lo que le contaba”.
Ante tanta insistencia le pasaron al teléfono al presidente de la república, Belisario Betancur. “Estás exagerando”, recuerda Leopoldo que le expresó.
“El paso siguiente fue hablar con el periodista Yamid Amat. Me dijo que no fuera irresponsable, que alguien de la Defensa Civil no podía jugar con esa información, y colgó. Mi hijo, que tiene mi mismo nombre, llamó a Juan Gossaín pero él tampoco le creyó”.
“Con el apoyo del general Luis Alberto Rodríguez, para el momento comandante de la Sexta Brigada de Ibagué, quien puso a disposición varios helicópteros, a las 7:00 de la mañana se inició el rescate. La orden como en toda emergencia fue sacar primero niños, mujeres y ancianos”.
“Finalmente, a las 11:15 de la mañana llegó el presidente Betancur en el helicóptero. Cuando se bajó tenía los ojos llenos de lágrimas. Lo primero que le dije, fue: Presidente, ¿ahora sí me cree? Betancur sacó en el helicóptero que viajaba varios heridos de la zona”.
Desde ese momento, Leopoldo Guevara permaneció 60 horas, sin descanso, sacando personas del lodazal.
Pasada la triste tarea, Leopoldo estuvo a punto de volverse loco, recordando las imágenes impresionantes que vio y los sonidos que escuchó: “El lamento de personas que se confundía con los quejidos tristes de perros, gatos y vacas”.
Pero aún más impresionante fue lo que él y sus compañeros debieron hacer para salvar algunas vidas. “Les tuvimos que cortar los brazos o las piernas a algunas personas, como única forma de sacarlas del fango convertido ya en cemento”, cuenta.
A la única que no pudieron rescatar fue a Omaira Sánchez, la niña que murió cantando. “Hubiéramos tenido que descuartizarla”, dice el voluntario, quien asegura que otro centenar de seres humanos murió sobre los árboles porque su ubicación no les permitía a los helicópteros llegar hasta ellos.
Dentro de la historia llena de adversidades hubo un episodio que el siquiatra le recomendó recordar como terapia de curación de la crisis de nervios.
“Comencé a pensar en la primera noche, cuando con otros compañeros entramos al quirófano del hospital, que quedó intacto. A las 3 de la mañana escuchamos llorar a unos bebés. Cuando fuimos a ver, había cuatro mujeres que habían dado a luz antes de la avalancha. El barro les llegaba hasta la camilla. Ellas tenían cargados a los niños con los brazos estirados para que no se mojaran”.
Hoy, 23 años después, Leopoldo continúa en la Defensa Civil de Venadillo como voluntario. “La existencia me cambió”. Desde ese lúgubre 13 de noviembre, aprendió a valorar a su prójimo, a ayudarle desde este organismo de rescate donde ha colaborado a salvar muchas vidas.