El relato de Alba, sobreviviente de la masacre de Santo Domingo

Alba Janeth García Guevara es una de las sobrevivientes del bombardeo registrado el 13 de diciembre del 1998, en el caserío Santo Domingo del municipio de Tame, Arauca. Al rehacer sus memorias, su voz refleja el horror de lo que vivieron varias familias.

Alejandra Benavides / especial para El Espectador
13 de diciembre de 2019 - 05:34 a. m.
Se cumplen 21 años del bombardeo de la Fuerza Pública en Santo Domingo. / cortesía
Se cumplen 21 años del bombardeo de la Fuerza Pública en Santo Domingo. / cortesía

Cuenta Alba Janeth García que un día antes de la masacre los habitantes disfrutaban de un bazar en compañía de pobladores de otros caseríos cercanos, cuando empezaron los combates entre las fuerzas militares y la entonces guerrilla de las Farc.

El sonido de las hélices de un helicóptero causaba tan fuerte zozobra entre la población civil que buscaron refugio en sus viviendas y terminaron dándole posada a los visitantes que no pudieron en ese instante retornar a sus hogares. Esa noche lo único que deseaban era que al despertar solo fuera un recuerdo sin trascendencia.

Pero no fue así. A las seis de la mañana, el sonido de las ráfagas de fusil y aeronaves de la Fuerza Aérea Colombiana interrumpieron el cotidiano silencio del caserío.

El presidente de la junta de acción comunal era el padre de Alba, quien salió como pudo y tras una larga caminata encontró transporte para llegar a la inspección de Betoyes en este mismo municipio y pedir ayuda. Mientras tanto la población civil se reunió en la única carretera para que lograran ser identificados por el helicóptero que sobrevolaba la zona entre las ocho y nueve de la mañana, algunos con camisetas blancas o telas del mismo color que indicaban clemencia.

Al cabo de unos minutos, Alba, que para entonces tenía 15 años, dice que vio cómo el helicóptero descendió un poco y algo caía de él  sobre la población. Ella les dijo a sus compañeros del colegio: “miren, el helicóptero nos está tirando papeles”. Cuando todos fueron impactados por un dispositivo clúster  AN-M1A2, que consiste en una peligrosa bomba que libera varios explosivos al abrirse; esta letal arma tiene la capacidad de hasta perforar blindajes.

Dice Alba que al instante perdió la visión pero con claridad oía los gritos de desesperación de toda la comunidad. Luego de que logró recobrar su visión, percibió a su alrededor algunas personas muertas y otros con heridas de gravedad. Al intentar correr para buscar refugio en la droguería que tenía al frente, notó que su brazo izquierdo estaba destrozado: una esquirla había atravesado el hombro haciendo una gran perforación y causando pérdida de sangre.

Cuenta que con ayuda de su otro brazo pudo ponerse en pie y caminar. Al dar cada paso veía cómo muchos de sus conocidos habían muerto al instante; los cuerpos de los niños que se encontraban jugando habían quedado destrozados. La única vía de Santo Domingo se había convertido en un mar de sangre inocente en medio de un conflicto armado interno.

Al cabo de unos minutos, Alba recordó que su hermana también estaba allí. Al verla, la encontró con heridas en sus piernas. El ambiente que se vivía era apocalíptico, el caos se apoderó de los sobrevivientes que desconocían qué seguiría tras el ataque.

Los sobrevivientes empezaron a subir a un vehículo. Este tenía la cabina para el conductor y un planchón para llevar carga, Alba y otros heridos se subieron con la esperanza de llegar con vida hasta Betoyes, pero al cabo de unos minutos, dice ella que el helicóptero empezó a dispararles y uno de los heridos sacó un pañuelo para que los tripulantes de la aeronave suspendieran los disparos y vieran que se trataba de población civil.

Alba, con un relato lento y detallado, narra que los ángeles hicieron suspender el tiroteo y que el helicóptero dejara de seguirlos.

Fueron más de 60 minutos por camino de trocha hasta que llegaron a Betoyes. Allí, el bus que hacía la ruta diaria recogió a los sobrevivientes del planchón para llevarlos al hospital de Saravena, Arauca, un recorrido de un poco más de una hora; los demás fallecieron durante el primer trayecto. 

Alba recuerda que a su hermana la trasladaron al  hospital de Tame, mientras que ella era atendida por un cuadro de anemia y le fueron transferidas grandes cantidades de sangre luego de que su brazo quedara destruido; fueron tres días de total amargura pues aún los médicos no veían la posibilidad de intervenirla quirúrgicamente, pero ante las dificultades, ella guardaba la ilusión de que su brazo no le fuera amputado; cuando recibió la visita de Médicos Sin Fronteras, estos se opusieron a removerle su brazo y realizaron la cirugía para restaurarlo.

Al cabo de tres meses, Alba fue dada de alta, pero ahora la incertidumbre y preocupación la invadían. ¿A dónde podría acudir? ¿Regresaría a Santo Domingo? Sin tener elección decidió volver al caserío.

Ella y otros sobrevivientes se sorprendieron cuando encontraron toda la inspección destruida, las tiendas y viviendas fueron saqueadas, los enseres estaban rotos, las casas desechas y desbaratadas; pero eso era apenas el comienzo del calvario que les esperaba tras cargar la cruz de un atentado;  dice ella que fueron acusados de ser colaboradores de la guerrilla, que los estigmatizaron responsabilizándolos del ataque y luego vinieron los señalamientos y la revictimización.

Alba empezó a sufrir de crisis nerviosas. Sus noches eran una pesadilla. En sus sueños se repetía el instante en que la bomba detonaba contra los civiles y, ante tal presión, decidió abandonar el caserío como lo hicieron muchos de sus conocidos.  Santo Domingo quedó convertido en un pueblo fantasma; aquel lugar tranquilo y de paso en el sur-occidente de Arauca era tierra de nadie.  

Tras 21 años de la masacre, la reconstrucción de las vidas de todas y cada una de las víctimas es un proceso que no termina. Son secuelas que llevan en el alma y en el cuerpo; aseguran que el olvido estatal es evidente; antes, durante y después del bombardeo, porque actualmente el caserío no cuenta con servicios básicos domiciliarios, la escuela está en precarias condiciones, no existe un puesto de salud y tampoco cuentan con servicio de agua potable, olvido estata, dicen ellos, porque a pesar de que existe una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al Estado colombiano como el responsable de las muertes de estos 17 civiles, de los cuales seis eran niños, no han visto el cumplimiento y reparación por parte de las entidades estatales que corresponden.

Y es que la sentencia especifica que El Estado es responsable por la violación del derecho a la vida, a la integridad personal, a la propiedad privada,  a la circulación y residencia, en perjuicio de las personas que sufrieron desplazamiento; la Corte ordenó al Estado a brindar un tratamiento integral en salud a las víctimas como también otorgarles indemnizaciones por concepto de daños materiales e inmateriales. Pero Alba, como vocera de los sobrevivientes y familiares de las víctimas que fallecieron, dice que no han palpado dicho cumplimiento, que apenas el año pasado la Defensoría del Pueblo los citó en la ciudad de Bogotá para revisar el caso, pero lo único visible han sido las disculpas públicas en el municipio y un monumento en honor a las víctimas.

Por eso exigen que la Corte supervise el cumplimiento del Estado y que se hagan efectivas todas las obligaciones establecidas.

Para Ariel Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, el caso de Santo Domingo originó uno de los primeros debates profundos sobre el volcamiento de civiles en un conflicto armado y  asegura que la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se dio luego de que el Estado no hiciera nada frente al caso. Y afirma que un Estado es igualmente culpable por lo que hace como por lo que deja de hacer.

En uno de los puntos de la sentencia, en los argumentos de la Comisión y  alegatos de las partes, se expone en detalle cómo fue violado el derecho a la honra, pues los representantes de las víctimas señalaron que desde la ocurrencia de los hechos surgió una versión desde la alta cúpula militar que aseguraba que desde las casas disparaban contra los aviones, sugiriendo con ello que los habitantes de la vereda pertenecían a la guerrilla, colaboraban en sus actividades ilegales y que la percepción pública había tomado como cierta la versión difundida por el Estado, versión que los pobladores rechazan, ya que su situación geográfica hacía inevitable el paso de grupos al margen de la ley, pero no por ello, eran colaboradores de estos grupos ilegales.

Quizás en otros territorios rurales del país, la población civil debía acceder a peticiones de los alzados en armas, todo para salvaguardar su vida y la de los suyos; para Ávila la condición de víctima de una persona no la da su inocencia sino su estado de indefensión.

Entre tanto, a pesar de la condena de 30 años de prisión  que recibió el piloto y copiloto de la Fuerza Aérea Colombiana, impuesta por el Tribunal Superior de Bogotá y ratificada por la Corte Suprema de Justicia, las víctimas solo esperan que se cumplan las medidas de rehabilitación y restitución, como también el diseño e implementación de una medida de reparación comunitaria que reconozca el impacto que tuvo el bombardeo sobre la población civil, para remediar las graves consecuencias. Y que tome en cuenta iniciativas de desarrollo en temas como salud, vivienda y educación; además, esperan que el Estado rinda a la Corte el informe sobre las medidas adoptadas para dar cumplimiento a lo anterior.

De acuerdo con el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica “Los registros estadísticos del conflicto armado colombiano”, reconocer los impactos y las dimensiones de la guerra en Colombia se ha convertido en una tarea impostergable para garantizar la no repetición de incontables hechos violentos que han sucedido durante más de 50 años en nuestro territorio; para el periodo 1984-2015, se reportaron 28.823 asesinatos selectivos.

Hoy, los rostros de las víctimas muestran su talante y su necesidad de salir adelante, reconstruyendo su vida con memorias de un pasado y con esperanzas en un futuro que les permita vivir como siempre lo han soñado, en paz.

Por Alejandra Benavides / especial para El Espectador

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