Al padre Giraldo lo torturaba una pregunta: ¿a qué respondía esa brutalidad del Estado contra una comunidad campesina simple y pacífica? Más allá de la retaliación sangrienta del Ejército, que ha hecho con ayuda de los paramilitares hasta lo imposible, hay otra respuesta que con el tiempo se perfila más claramente: la comunidad de San José de Apartadó está entre la serranía de Abibe —donde desde los 60 hay campamentos guerrilleros— y el Urabá bananero, donde se han vivido muchos atropellos laborales y asesinatos brutales y sistemáticos de dirigentes sindicales y campesinos. Los proyectos de desarrollo del Urabá son ambiciosos: explotación de carbón, caliza, cultivo de palma y piña, construcción de un gran puerto multimodal en Turbo, terminación de la autopista entre Ciudad de Panamá y Medellín.
El 18 de julio de 2000, más de 20 encapuchados, mandados por Melaza, del bloque Héroes de Tolová, de Don Berna, llegaron a las 3 p.m. a La Unión, en la parte alta de San José, sacaron a la gente a la plaza, preguntaron quiénes eran los dirigentes. “Somos todos”, dijeron los aterrorizados vecinos. “¿Todos? Pues a todos los vamos a quebrar”, y a dedo señalaron a seis que asesinaron delante de la comunidad que no se atrevía ni a llorar. Mientras agonizaban, un helicóptero militar sobrevolaba la zona. En La Unión los campesinos viven del cultivo de cacao, caña y aguacate. Hacía poco habían estrenado un trapiche que Swissaid les donó. A la entrada del caserío hay dos letreros, en uno están los cinco principios resumidos: Se prohíben las armas, se prohíbe matar. En otro: Se prohíbe la cacería, las basuras y los megaproyectos.
El domingo 20 de octubre de 2002 los paramilitares se tomaron el caserío de La Unión y desaparecieron a Arnulfo Tuerquita, miembro de una de las familias que más muertos han puesto en esta locura; el 9 de febrero de 2010 mataron a don Fabio Manco. Entre estas fechas hubo 46 asesinatos, la mayoría ejecutados por paramilitares enviados por Don Berna.
En 2004 hubo una reunión con el vicepresidente Pacho Santos, pues ya la cadena de masacres tenía eco tanto nacional como internacional. Santos entró afirmando: “Yo entiendo que ustedes no quieran al Ejército después de tantas cosas, de tantas matanzas... Pero claro, allá en San José debe haber Fuerza Pública de todas maneras; nosotros queremos pedirles que acepten a la Policía”. Al final de la reunión, Luis Eduardo Guerra comentó: “Nunca habían sido tan amables, algo deben estar planeando contra nosotros. Tenemos que adelantarnos, aceptemos a la Policía en la periferia del pueblo y no entre nosotros porque eso atrae a la guerrilla y quedamos entre dos fuegos”. Después se presentó la propuesta. Pacho Santos y Carlos Franco dijeron: “Es muy inteligente, pero hay que negociarla con las cúpulas militar y de la Policía, y con el mismo presidente Uribe”. Se comprometieron a dar una respuesta antes de la Navidad de 2004. No la hubo. Después vinieron las matanzas de Mulatos y La Resbalosa.
Los asesinatos de Luis Eduardo Guerra y su familia han sido de los que más han dolido en San José. Era un dirigente apreciado, el sucesor de Don Bartolomé. Había encabezado muchas protestas, hecho denuncias, firmado memoriales y dirigido numerosos proyectos comunales. Se la tenían jurada. El 13 de agosto de 2004 fallecieron en el hospital de Apartadó la esposa de Luis Eduardo y una joven que los visitaba, a causa del estallido de una granada encontrada en un cultivo y escondida por Luis Eduardo en un hueco, luego de que los militares que la examinaron afirmaron que no era peligrosa y sólo emitía humo en caso de estallar. Su hijo quedó con una pierna destrozada. Seis meses después, la finca de Guerra fue rodeada por tropas de la XVII Brigada y efectivos comandados también por Melaza, hombre de Don Berna. Luis Eduardo, su hijo y su compañera iban a cosechar cacao por el lecho del río Mulatos; fueron rodeados por las tropas y asesinados a garrote y machete. Su hermano logró huir. Ese mismo día tropas de la misma composición asesinaron a Alfonso Bolívar, otro dirigente campesino de La Resbalosa, a su esposa y a dos de sus hijos, de 6 años uno y 18 meses otro, ambos degollados y desmembrados. Un paramilitar que participó con el Ejército en la masacre confesó que: “Cuando él llega (Alfonso Bolívar), los niños corren a abrazarlo y los militares lo golpean, lo hacen tender en el piso y él escucha cómo discuten de cómo van a matar a los niños, él les suplica que lo maten a él pero no a los niños, y como ve que están decididos a matarlos, y los niños se aferran a él, les dice que tienen que prepararse para hacer un viaje muy largo. La niña, que tiene 5 añitos, entra a la casa y en una bolsita le empaca un poquito de ropa al niño para el supuesto viaje, cuando ella trae la ropa para Santiago los separan y a la primera que descuartizan es a la niña, le cortan la cabeza, después al niño y después a Alfonso; a todos los parten en pedacitos”.
El gobierno de Uribe acusó a las Farc del horrendo hecho, pero una comisión de senadores de Estados Unidos realizó su propia investigación y llegó a conclusiones opuestas: “El Ejército fue responsable de la masacre de los miembros de la Comunidad de Paz del 21 de febrero de 2005. Encontramos evidencias creíbles de la cooperación y coordinación extensiva entre el Ejército y los paramilitares”. El fallo en segunda instancia, conocido este año, mantiene la impunidad sobre el caso.
El 1º de abril de 2005 fue un momento heroico de la comunidad. Cuando llegó la Policía, todo el mundo dobló un colchón, agarró un par de ollas, una muda y se fueron para una finca de la comunidad, como a un cuarto de hora, y empezaron a vivir ahí, aunque no había condiciones para vivir; no había agua, ni luz, ni casas ni nada y vivieron en cambuches de plástico. Hicieron un asentamiento al que llamaron San Josecito. Fueron construyendo un pueblito ahí, un pueblito que tiene el carácter de propiedad privada; cuando llega la Policía o la Fiscalía, no los dejan entrar. “Ustedes están violando una propiedad privada, no tienen derecho a entrar”, les dicen.
A fin del año 2005, seis adolescentes que habían estado celebrando las fiestas fueron acribillados mientras dormían. El comandante de la XVII Brigada informó que eran guerrilleros del frente 58. Aunque esta acusación no tenía fundamento, la misma Procuraduría, ordinariamente afecta a los militares, terminó reconociendo que se trataba de un crimen de guerra.
El suegro de Alfonso Bolívar, sobreviviente de la masacre de 1977 en La Resbalosa y cuya hija fue víctima en la masacre de 2005 allí mismo, es el puente entre dos masacres separadas por 28 años de esa historia de sangre.
Es importante hacer notar que en el curso de ella, los paramilitares se convierten cada vez más en los victimarios, mientras la función del Ejército se hace progresivamente más gris. La continua lucha por la vigencia de los DD.HH. y del DIH, la presencia continua de las ONG y de organismos de vigilancia internacional explican, sin duda, este cambio de papeles. En los años 90 alguien dijo que las Auc eran el brazo armado del Ejército.
Las Farc no han sido ajenas a horripilantes asesinatos, en particular desde cuando la compañía Otoniel Álvarez, del V Frente, fue comandada por alias Karina y luego por alias Samir. Los atropellos y asesinatos se iniciaron en el momento en que la comunidad se declaró neutral y se negó a suministrar ayuda logística o de información a todos los grupos armados. Así, el 6 de octubre de 1997, por negarse a vender comida a la guerrilla fueron asesinados tres fundadores de la Comunidad de Paz. Por otras razones, y en particular bajo la acusación de ser colaboradores del paramilitarismo o del Ejército, han asesinado en los últimos diez años a no menos de 25 miembros de la comunidad. Karina terminó comprometida en el asesinato de Iván Ríos. Y Samir, quien acusaba a la gente de San José de paramilitarismo, se entregó a la brigada en 2008 para acusar a la misma comunidad de ser un nido de la guerrilla.
Las masacres de La Unión, Mulatos y La Resbalosa unificaron aún más a la comunidad. Con los asesinatos de Luis Eduardo y Alfonso se llegó a un punto de no retorno, una ruptura definitiva con la mentada institucionalidad. Desde entonces no volvieron a suscribir memoriales ni a hacer denuncias ante órganos judiciales del Estado colombiano. Las citaciones de la Fiscalía no son atendidas y, diría, ni siquiera escuchadas.
Muchos vecinos se han trasladado a San Josecito, a unas pocas cuadras del pueblo. Han construido casas; una escuela con su propio “modelo pedagógico, que no quiere ser un expendio de títulos” —una universidad de resistencia—, un restaurante organizado por un grupo de “cocineros sin fronteras” y un solemne Centro de Memoria, construido con piedras que llevan el nombre de cada uno de los asesinados en esta larga lucha por la dignidad. Piedra a piedra, hasta la última piedra, serán colocadas en este altar que no abandonarán porque hacerlo significa traicionar a sus muertos.
Las peticiones de la comunidad
La Corte Interamericana ha intercedido para que los dirigentes de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó dialoguen con el Gobierno, pero ellos se niegan rotundamente. Con la única institución que hablaron hasta comprobar también su total ineficacia fue con la Defensoría. De común acuerdo, en una especie de plebiscito comunal, decidieron que conversan con el Estado hasta que se cumplan cuatro condiciones:
1. Que el presidente Santos se retracte de las calumnias que lanzó públicamente el expresidente Uribe contra la comunidad tras el episodio de la masacre de Mulatos y La Resbalosa.
2. Que se reconsidere la ubicación del puesto de Policía, un verdadero búnker que costó $2.700 millones y tiene capacidad para albergar más de 80 hombres.
3. Que acepte unas zonas humanitarias que la comunidad fue delimitando en las veredas para que en el momento de enfrentamiento o bombardeos la gente se pueda refugiar.
4. Que se cree una comisión de evaluación de la justicia, porque todo ha quedado en la impunidad: crímenes horrendos, quemas de viviendas y cultivos, bombardeos, torturas, desapariciones, masacres, detenciones arbitrarias y montajes. Se han documentado más de 900 crímenes de lesa humanidad. La podredumbre invade la justicia. Ni las sentencias de la Corte Suprema ni las de la Constitucional se han cumplido.