Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

Homenaje: Roberto Camacho Prada y una vida bella

Se cumplieron esta semana 39 años del asesinato por las mafias del narcotráfico de Roberto Camacho Prada, corresponsal de El Espectador en Leticia. Aquí su hijo le rinde homenaje con un entrañable y dvertido anecdotario.

Diego Camacho, especial para El Espectador

17 de julio de 2025 - 03:09 p. m.
Registro en la página editorial de El Espectador del asesinato de su corresponsal en Leticia, José Roberto Camacho Prada.
Foto: Facsímil
PUBLICIDAD

Esa mañana del 17 de julio de 1986, siendo aún adolecente, abrí mis ojos creyendo que todo había sido una terrible pesadilla; más aun cuando escucho la voz de mi padre decir que ya era hora de levantarnos, había llegado el periódico en el primer vuelo del día y debíamos, junto con mi hermano mayor, Javier, ir al aeropuerto Vázquez Cobo de Leticia a recoger los 250 ejemplares del diario El Espectador, en el Jeep Ford llanero azul, de carpa en lona y chasis corto, para entregarlos a los voceadores, puntos de venta y suscriptores.

No tardé mucho en darme cuenta de que la terrible pesadilla era una terrible realidad, y que la voz que escuché desde mi habitación, cálida, grave, profunda y que retumbaba en toda la casa, no era precisamente la de mi padre; era la de un hermano de él, mi tío Enrique, que había venido desde Villavicencio a acompañarnos en nuestro dolor: desde hacía dos días, mi hermano mayor, con 18 años recién cumplidos, había sido enviado a Bogotá. Solo para adelantar la impresión de lo que sería la última edición del periódico Ecos del Amazonas, y cuyo director era mi padre.

Ese 24 de diciembre, a la edad de seis años, tuve una de las navidades más felices de mi infancia, y de mi vida, en el barrio Mandalay de Bogotá. Junto al árbol, decorado con luces y bolas de colores, reposaban a sus pies Batman, Robin Y Supermán, muñecos articulados de menos de un metro de alto que, junto con el LEGO, esperaban, envueltos en papel de regalo ser abiertos tan pronto dieran las 12 de la noche. El mágico árbol, de casi dos metros de alto, ubicado en la esquina derecha de la sala, junto al ventanal que daba a la calle, era lo primero que veíamos al entrar a la casa, ya que mi madre lo puso en ese lugar deliberadamente para que cumpliese tan noble propósito.

El piso de la sala, como del comedor, era tan nuevo como toda la casa, nuestra primera casa. Tenían adoquines de madera, moldeados magistralmente y, a su vez proporcionaban el acogedor ambiente navideño para que, junto a la chimenea de la sala, en la que nunca vi arder un solo leño, encendiera ese calor de hogar que reposa indeleble en mi memoria desde esos días.

Read more!

Ese mismo año, seis meses antes, mi padre, junto con mi madre, llegaban de un viaje de exploración con una botella de plástico transparente de un litro de agua cristalina y dos mugs que decían, impresos por sublimación, eu y você respectivamente, como trofeos por haber conocido, en ese entonces, la Comisaria Especial del Amazonas y su capital, el municipio de Leticia, lejos de sospechar que año y seis meses después estaría en la capital del Trapecio Amazónico Colombiano, en un salón del colegio Anexa de Varones, junto a Góngora, Goes, Hipuchima, Arango, Benjumea, Alvarado y otros compañeros de grado cuarto de primaria, con los profesores Sinisterra y Picón, recibiendo clases a más de 36 grados centígrados de temperatura a la sombra y yo, sudando como en un sauna, con las mejillas jamonudas frente a mis compañeros de tez morena, ya aclimatados.

Ese 16 de julio de 1986, pasadas las 7 de la noche, me encontraba ensayando una obra literaria para la izada de bandera del día siguiente, en mi salón de clases, grado octavo, de la Escuela Normal Nacional Integrada, hoy, Escuela Normal Superior, cuando golpearon a la puerta, alguien la abrió y de repente apareció una sensual y voluptuosa mujer, en shorts y camiseta esqueleto, pero con el rostro desencajado preguntando por mí. Yo, con algo de asombro e incredulidad, me acerqué a ella en medio de risotadas, burlas y chiflidos de mis compañeros.

Read more!

¡Diego!, me dice. Tu papá sufrió un accidente… Debes ir a tu casa…

A partir de ese momento dejé de sentir el piso en el que caminaba, me convertí en un ente, creía tener algo de conciencia con una capacidad mínima cerebral. Encendí de una sola patada la xl100 Honda roja, en la que algunas veces transportaba a mi padre de 120 kilos, y de manera instintiva, pero a la vez sin creer cómo, llegué a mi casa en menos de 2 minutos, cuando el trayecto normal era de 5 a 7 minutos.

Recuerdo en ese instante haber pedido a Dios porque él estuviera bien. Al llegar, vi un hueco en la pared, a la altura de la punta izquierda del bumper de hierro del Jeep Ford llanero azul, de carpa en lona y chasis corto, la cual se había incrustado precisamente ahí, en la pared de mi habitación. En medio de la penumbra que evidenciaba la pésima iluminación del alumbrado público de ese entonces, pude ver con la luz que proyectaba la farola de mi moto, el charco de sangre en el suelo y en el asiento del conductor del vehículo recién impactado.

Alguien en ese instante me gritó con afán y temor: “¡Don Roberto está en el hospital, lo llevaron en la móvil de la Defensa Civil!“... Tardaría tal vez otros 2 minutos en llegar al hospital, con la sensación persistente de caminar sobre nubes… Creía estar soñando… Esto no puede estar pasando; eso es lo que me dicta la memoria.

No ad for you

Ingresé por el portón de urgencias del Hospital San Rafael y encontré a mi madre desconsolada rompiendo en llanto y a punto de entrar nuevamente en shock.

Mis dos hermanas junto a ella, una a cada lado, la abrazaban, intentando aplacar su dolor. Por primera vez tuve la sensación de ser el hombre de la casa con la enorme responsabilidad de cuidar a esas tres mujeres. Noté que la blusa de mi hermana Ángela estaba empapada de sangre… Al instante supe que era la sangre de mi padre, cuando ella valerosamente intentó socorrerlo y, a punto de fallecer, logró subirlo, con ayuda de John Ladino, vecino y amigo, a la móvil de la Defensa Civil rumbo al hospital.

Avancé unos cuantos pasos más y logré avizorar a mi padre yerto sobre una fría bandeja de acero inoxidable, con su ropa ensangrentada. Caminé lentamente hacia él y lo noté pálido y algo hinchado en su rostro. Fue la última vez que toqué su mano, aún tibia…. Me pregunté: ¿Qué sentido tiene la vida para terminar así?

Algo de lágrimas debí tener en mis ojos en ese instante; me ardían un poco, los sentí húmedos. Juré vengar su muerte.

No ad for you

El recuerdo del bario Mandalay

La bicicleta Monark color azul oscuro que mi padre compró en el año 76, a pesar de darnos una felicidad pasajera, tenía un propósito específico: repartir en ella el pan que mi padre producía en la panadería “Mi favorita”, en el garaje de nuestra casa, y que mi hermano Javier, con tan solo 9 años, entregaba desde las 5:30 de la mañana, en las diferentes tiendas de los barrios aledaños al Barrio Mandalay en Bogotá.

La entrega del pan en la bicicleta, más que un sacrificio, para mi hermano resultaba divertida. La dicha no duró mucho. A tan solo unos meses, a la madrugada, un ladrón empujó a mi hermano derribándolo y arrebatándole la bicicleta, no sin antes amenazarlo con un arma de juguete. Mi padre, al ver a mi hermano algo lacerado, muerto de miedo, porque él creía que el robo era motivo suficiente de castigo y fuerte reprimenda, con voz cálida, grave y profunda lo invitó a seguir, para que se uniera a mí, al afán propio de la mañana previa a la jornada estudiantil, cuando el camión de Coca Cola esperaba por llevarnos con el sonido de sus potentes cornetas, haciéndolas sonar una cuadra antes de la puerta principal del Colegio San Pío Décimo, diluyendo así la más mínima duda de nuestra ausencia.

No ad for you

Mientras tanto, el campero GAZ, de fabricación rusa, propiedad de mi padre, que era manejado por mi tío Santiago, estaba entregando pedidos en los lugares más distantes. Todavía sigo creyendo que mi padre se confabulaba con el conductor del camión de Coca Cola; por aquello de las cornetas.

La Liga de la Justicia, Topo Giggio, Petete, el Zorro, El Llanero Solitario, el Hombre Nuclear y Chips, entre otros, fueron algunas de las series de televisión que impactaron mi infancia. Para el 31 de octubre de ese mismo año, el Colegio San Pío X programó un desfile de disfraces; Recuerdo a mi padre, en su afán por fabricarme artesanalmente un disfraz, haciendo compras de última hora en el almacén LEY del barrio Kennedy.

Ya con el desfile de disfraces andando, logramos llegar en el campero GAZ ruso y en menos de 5 minutos mi padre me vistió con una trusa en licra blanca y una pantaloneta en satín rojo, junto con una capa del mismo color; finalizó el atuendo con unas botas rojas de caucho tipo machita de Croydon.

No ad for you

El presentador, al ver mi cara de terror por el indescriptible atuendo, me lanzó al ruedo de la tarima seguido, del Zorro, Supermán y Batman, quienes no necesitaban presentación… Sus trajes hablaban por sí solos. Al preguntar el presentador por mi personaje, no atinó más que a preguntarle a mi padre, a lo que él responde, tras bambalinas, con su voz serena y pausada:

“¡El Capitán Calabaza!".... Podrán imaginar la cara de desconcierto de los asistentes.

Leticia y un emprendimento

En una mañana de febrero del año 78, en la finca El Piñal, mi padre, como era su costumbre, nos levantaba con su cálida, grave y profunda voz, para ir al colegio junto con mi hermano Javier. Esta vez era la anexa de varones. Me percaté que había pasado la noche con el uniforme de la institución, con el agravante de haberme orinado en la cama. Después del baño matutino, mi padre, sereno y pausado, no tuvo ningún reparo en amarrarme, con una cabulla como cinturón, unos jeans de mi madre, Ángela Luz, quien, para ese día, estaba cerrando la venta de la casa del Barrio Mandalay, con el fin de emprender, junto con mi padre su nueva aventura: la primera industria avícola de la región.

No ad for you

Bajo el sol abrazador de las mañanas húmedas de Leticia, ya en el colegio, el profesor Herminsul Sinisterra puso a trotar a todo el salón en la cancha de fútbol del colegio, como ejercicio de calentamiento previo a la clase de educación física. Yo, con el pantalón de mi madre puesto junto con las botas de caucho, propias para las calles fangosas del pueblo, lo cual hacía de ese atuendo una imagen similar a la de los valerosos bomberos. Desde ese día, me incluyeron como integrante imaginario del cuerpo de bomberos voluntarios de Leticia, por aquello del pantalón bombacho que de manera recursiva mi padre me había puesto.

Ya al medio día, después de almorzar en la casa de Humberto Rodríguez, afrodescendiente que ostentaba el cargo de registrador municipal, a unas cuantas cuadras del colegio, me dispuse a llevar el almuerzo de mi padre, quien esperaba ansioso en la finca El Piñal su alimento, en el portacomidas de 3 recipientes esmaltados, con tan mala suerte que resbalé en una de las tantas fangosas calles del pueblo camino a la finca, derramándose todo el alimento. Mi padre, sereno y pausado, desenfundó su cinturón. Fueron suficientes tres correazos en mis sentaderas para aprender algunas lecciones:

No ad for you

- No dejarás a tu padre sin alimento

- Caminarás con más cuidado y con la frente en alto

- No cruzarás terrenos fangosos y que representen algún peligro, entre otras.

A eso de las 4 la tarde, por gestión de mi madre, Ángela Luz, llegó desde Bogotá al aeropuerto Vázquez Cobo de Leticia un avión de Avianca, un Boeing 727–100 de tres turbinas, con el primer lote de pollitos, previo acondicionamiento de un galpón con capacidad para unas 100 aves, inicialmente construido con techo de hoja de palma de aguaje y piso de aserrín, en un área de 100 metros cuadrados.

Mi padre, con la dedicación y cuidado propio de quien ama y cree en su proyecto, de rodillas, con la dificultad en su movilidad, secuelas del Guillan Barret, acomodó los pollitos en cajas de madera junto con unas lámparas artesanales de petróleo, cuyo propósito era brindar calor a los recién llegados. Eran las 7 de la noche pasadas, cuando Capinoha, ayudante de mi padre en los quehaceres agropecuarios, a la luz de otra de las lámparas de petróleo, inició con el relato de algunos mitos y leyendas propios de las culturas indígenas de la selva amazónica, mientras observábamos el cuarto menguante de la luna: nosotros, mis hermanos Javier, Ángela, Camila y yo, absortos, escuchábamos con especial atención a Capinoha cuando de repente un aleteo, tal vez un búho, creo, interrumpió por un instante el relato.

No ad for you

Mi padre, ya dispuesto a descansar, nos hizo el llamado a dormir, no sin antes ver algo de la programación de Tv Bandeirantes, canal brasileño, en un televisor blanco y negro, de 14 pulgadas, de perilla y caparazón rojo, que funcionaba con una batería de carro que recargaba mi padre cada tercer día, en el taller del mecánico del pueblo. Esa noche me dormí con el sonido del radio Sony multibanda de mi padre, que, con su esfuerzo de sintonizar emisoras de la capital, lo mantenía siempre al tanto de la actualidad nacional.

Fue cuestión de unos cuantos días para evidenciar la enfermedad que aquejaba a ese primer lote de pollitos, ya que sus extremidades crecían deformemente.

En ese momento, mi padre, introduciendo el dedo índice en la cama de aserrín, pudo evidenciar la humedad a menos de su primer falange. Newcastle y cocsidiosis fueron los diagnósticos de los veterinarios que mi padre invitó desde Bogotá, con todos los gastos pagos, para que rindieran sus análisis.

Entonces decidió levantar la cama a un metro de altura y fabricarla con láminas de palma de aguaje de 3 cm. de ancho y 4 metros de largo sobre el área total del galpón. Encima de las láminas puso una malla metálica de rombos lo suficiente como para no dejar pasar las patas de las aves y si dejar pasar la gallinaza al piso, la que podría ser aprovechada como abono, en una futura cadena de producción agrícola.

No ad for you

Los pollos Kurumy

Para esos días la sociedad con Humberto Rodríguez no marchaba del todo bien y mientras nos tomábamos en la refresquería la piragua, un delicioso jugo de papaya con leche en polvo Green Land -¡ojo!, lo tomábamos recién licuado ya que pasados 5 minutos el jugo se amarga-, nos encontramos a Julián Clavijo, amigo de infancia de mi padre, de su natal Santander.

El reloj de manecillas de Mickey Mouse que mi padre recibió como obsequio de Julián Clavijo para su hijo, ósea yo, fue el inicio de lo que sería la más importante empresa avícola de la región para esos días. El reloj solo funcionó 8 días. La sociedad un poco más.

En un terreno baldío junto a la pista del aeropuerto Vázquez Cobo de Leticia, en la carretera que se conoce como Los Lagos, empezó a construirse el proyecto avícola denominado inicialmente Granja Avícola Pío Pío.

En esos años, tener una bicicleta era sinónimo de riqueza y prestancia económica. Más aun una moto; Sin embargo, para mi padre era una urgente necesidad por su discapacidad al caminar. Mi hermano Javier o yo éramos regularmente su bastón.

No ad for you

Mi padre conoció al director del SENA Regional Amazonas, hoy director de Sispro –Villavicencio Hans XX- y le sugirió deliberadamente a mi hermano Javier, con 12 años de edad, como candidato a técnico en electricidad. En medio de adultos que superaban sustancialmente su edad, Javier logró su título.

Comenzó la construcción a los 3 meses de lo que sería la casa y los 10 galpones proyectados para albergar a las más de cinco mil aves. ¿Adivinen quién hizo las instalaciones eléctricas de la casa y los galpones?

Con el precario e insuficiente suministro de energía de ese entonces, se adquirió una planta de un kilovatio de energía marca Lister que pesaba un poco más de una tonelada. En el afán de contar con toda la red de energía de la finca, mi hermano Javier intentó pelar un cable con los dientes, sin recordar que la planta ya estaba funcionando y con la energía fluyendo en el circuito interno… Sí… Sobrevivió para contarlo.

Esa noche, en medio de las dificultades del barro de la carretera, mi padre llegó con la que sería nuestra primera moto; una Honda c50 color verde pálido. No podía creer la maravilla de vehículo que había llegado… Ya me veía paseando en ella por las calles despavimentadas de Leticia, con algunas novias; pero mi padre ya tenía definido el destino de la moto, tal y como lo hiciera con la bicicleta allá en el 76; y así como fue “privilegiado” con la Monark, esta vez lo seria con la c50 Honda, sin pensar lo difícil que sería para mi hermano lidiar con la fangosa carretera llevando a mi padre, y a su vez desarrollando habilidades de equilibrista de circo en una cuerda floja. Era tal el barro que atascaba las ruedas a menos de 30 metros de recorrido, con la imperiosa necesidad de sacar con las manos esa arcilla apelmazada por la fuerza y la fricción entre la rueda y el guardabarros.

No ad for you

En el tema de electricidad mi hermano era tan insistente que gracias a ello pude conocer un aparatito adaptado a la rueda trasera de su bicicleta chopper azul de cambios y que, por la fricción, mientras pedaleaba, generaba suficiente energía para encender una farola puesta en el timón y así alumbraba la espesa oscuridad de la carretera rumbo a la granja. Ese aparatito se conoce como dinamo.

Por estar tan cerca la granja del batallón del Ejército, mi padre creía tener una relativa seguridad; por esto, y por su afinidad con la milicia, decidió entrar en contacto con los altos mandos del Ejército, logrando cierto reconocimiento entre las fuerzas castrenses, conocidas posteriormente como El Comando Unificado del Sur (C.U.S.). En su momento fueron unos de los principales consumidores de la producción avícola de la granja: los pollos “Kurumy”. El copy en voz de papá decía:

¡Qué pieeeeeernas, y qué perrrrrrrniles! Claaaaro… Son Pollos Kurumy; ¡Frescos, Sabrosos y nutritivos!

Para poder llevar la producción avícola oportunamente al pueblo de Leticia, se requería un transporte adecuado; por eso mi padre logró negociar, con el Ejército, una camioneta Ford Van modelo 78 color blanco importada de Estados Unidos. La idea era adaptarle un cuarto frio o, en su defecto, algunos congeladores; sin embargo, el elevado costo del combustible hacÍa casi inviable tal proyecto, por lo que pronto se destinó al transporte de pollitos desde el aeropuerto a la granja y la producción diaria de pollo congelado.

No ad for you

La yuca, el plátano, el maíz y otros productos fueron también cosechados en la granja, que junto con el pescado seco del Río Amazonas y algunos adicionales veterinarios, hacían una mezcla potencialmente nutritiva para las aves en crecimiento. La cadena de producción estaba dada.

Ya corría el año 1980 y, en otra de esas mañana húmedas y soleadas de Leticia, llegamos en la camioneta Ford Van modelo 78 color blanco americana a la puerta principal del colegio, junto con mi padre en el timón, yo y mis tres hermanos. Abrimos la puerta lateral, y cual arribo de Los Magníficos, descendimos, cada uno en nuestras bicicletas, bajo el asombro y escrutinio de la población escolar, incluyendo profesores y estudiantes. Por un instante tuve la imagen de nuestro inadvertido arribo en Bogotá al Colegio San Pío X en el camión de Coca Cola haciendo sonar sus trompetas.

Ese día fue el inicio del reconocimiento moral, social y económico de nuestra familia, en una sociedad que apenas empezaba a impregnarse de la opulencia fantasiosa de una economía leticiana fácil y libertina: la del narcotráfico.

No ad for you

Por Diego Camacho, especial para El Espectador

Temas recomendados:

Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.