Justicia ciega: por llamarse igual que un jefe paramilitar fue condenado a 40 años de cárcel

La historia de Héctor Enrique Buitrago Soler, un humilde albañil de 69 años que por ser homónimo del fundador de las Autodefensas Campesinas del Casanare terminó en la cárcel La Guafilla, en Yopal. Testimonio.

Federico Benítez y Juan Camilo Aguirre
15 de noviembre de 2018 - 02:56 a. m.
 Héctor Enrique BuitragoSoler  dice que “yo no debo nada, soy inocente totalmente” .  / Cortesía
Héctor Enrique BuitragoSoler dice que “yo no debo nada, soy inocente totalmente” . / Cortesía
Foto: Buitrago

“Llegó la policía, pidió papeles, dijeron que los acompañara porque yo tenía orden de captura, que estaba sentenciado, que tocaba que me echaran para acá para la cárcel, y me trajeron. Hasta el momento aquí estoy”. Es lo que alcanza a decir, con voz entrecortada, Héctor Enrique Buitrago Soler cuando los guardianes del Inpec lo sacan de su celda y le quitan las esposas en la cárcel La Guafilla, en Yopal, para que dé su entrevista. Es un albañil que lleva 30 años levantando muros y construyendo casas, pero nunca se imaginó que por llamarse igual que el fundador de las autodefensas campesinas del Casanare terminaría pagando una condena de 40 años en la cárcel.

“Soy parecido a un señor que tenía una organización aquí en el Casanare. Eso es una injusticia porque yo no debo nada, yo soy inocente totalmente”, agrega con insistencia este hombre de 69 años que siempre ha sido de escasas palabras. Pero ahora, las pocas que salen de su boca son para suplicar que crean en su inocencia. Reclama que le cambiaron su traje de albañil, untado de cemento, por un overol kaki con franjas naranja que mancha su dignidad y que lo identifica hoy como un interno más de esta prisión en el Casanare.

Su cara es más de resignación que de angustia por tener que pagar semejante condena. Parece que hasta hubiera enterrado sus emociones, porque ni siquiera entiende de qué lo acusan. “Yo no conozco tales hechos, ni sé qué personas serán. Sé que me dijeron que era por desaparición forzada, concierto para delinquir, y por eso me tienen condenado a 40 años”. No lo señalan de cualquier crimen, sino de haber torturado, asesinado y desaparecido a 45 personas en los municipios de Chamezá y Recetor, entre 2003 y 2004, cuando las Autodefensas Campesinas del Casanare asesinaban a diestra y siniestra, así fuera solo por sospecha.

Su pelea parece perdida, aunque la justicia no lo confunde con cualquier paramilitar. Le endosa delitos de lesa humanidad cometidos en Tauramena, donde viven él y su familia, pero que cometió Héctor José Buitrago Rodríguez, el padre de Martín Llanos, que fue amo y señor de la región y la peleó a sangre y fuego, incluso contra el clan de los hermanos Castaño. En cambio, Héctor Enrique y su familia, por el solo hecho de llevar el mismo nombre, la tienen muy difícil. Siente que la de ellos “es una pelea de burro amarrado contra tigre hambriento”.

“Aquí influenciaba un grupo paramilitar y el comandante se llama Héctor José Buitrago Rodríguez. Lastimosamente, mi suegro comparte el primer nombre y el primer apellido. No sabemos si hubo una usurpación de identidad, pero sí hubo un mal peritazgo de las unidades investigativas”, insiste Andrés Camacho, yerno de Héctor Enrique, que de operario de maquinaria pesada pasó a abogado, porque no tiene cómo pagarle a uno que le ayude a su suegro a quitarse de encima semejante condena. Ahora estudia el Código Penal para abrirle los ojos a una justicia ciega.

Don Héctor Enrique, con su voz suave y típico hablado campesino, recalca que se siente como un pollo enjaulado porque nunca antes había estado separado de su familia. Con su esposa lleva 48 años de casado y con ella, que no puede aguantar las lágrimas cada vez que habla de él, levantaron a sus cinco hijos a fuerza de lucha y trabajo. “Lo más berraco de todo es que es inocente. Si a uno le dicen, fue que cometió errores, listo que los repare, pero él no ha cometido nada”, añade con desespero María del Carmen, su esposa, quien todos los días se levanta esperando que su esposo aparezca en la puerta de su casa.

Más que un error de la justicia, lo que sucede con Héctor Enrique parece una trampa hecha para no reparar a las víctimas, según dicen en Tauramena algunas personas que conocen el caso. Buscaron en la Registraduría homónimos del jefe paramilitar y, como repartiendo una torta, a cada cédula le iban endosando delitos, con tal de no tener que pagar a las víctimas que dejó la violencia de Martín Llanos en el Casanare. A don Héctor, el premio de esta macabra rifa que se ganó con el número de su cédula fue la sindicación de haber matado y desaparecido a 45 personas. Por eso está condenado a 40 años.

Según dicen en voz baja en la región, a pesar de que los que ordenaban estos homicidios, Héctor José Buitrago Rodríguez y su hijo, Martín Llanos, hoy están detenidos en la cárcel de Cómbita, no han tenido que pagar por estos delitos porque la justicia en el proceso puso la cédula de Héctor Enrique, el albañil que el pueblo defiende a muerte. Y lo ven tan inocente que desde hace 11 años, cuando apareció su rostro en las pantallas de las autoridades como prófugo, la propia Fiscalía certificó que era un caso de homonimia. Pero el pasado 18 de julio, en un retén, la Policía halló sus antecedentes y lo detuvieron.

Y como dicen por ahí, al caído, caerle. No bastó con tenerlo tras las rejas. A su casa comenzaron a llegar cobros coactivos para reparar víctimas por $4.294 millones. “Lo que más me sorprende es que supuestamente a mi suegro no lo notificaron, porque no daban con su ubicación, pero sí nos llegaron cartas de cobro coactivo por parte de la Unidad de Víctimas”, dice Andrés. “Me llegaron dos por $4.000 millones, cuando antes estaba recibiendo apoyo de familias en acción por 100.000 pesitos”, refiere Héctor Enrique, suplicando para que no le embarguen lo único que tiene.

Mientras espera que, así sea cojeando, la justicia llegue, en La Guafilla, en Yopal, Héctor Enrique mata su angustia tejiendo y guardando una pequeña esperanza que le demuestre que la ley no es solo para los de ruana, o los de pala y palustre como él. “Ponerse uno triste ahí y ya echarse a morir, pues tampoco hay que resignarse uno. Eso es lo que me da valor”, concluye en medio de su pelea. Se aferra a las ganas de no tener que pasar el resto de su vida dentro de cuatro paredes en prisión y sueña con terminar sus días entre los cuatro muros de su casa, la misma que construyó con sus manos para vivir con su esposa hasta que la muerte, y no las rejas, los separe.

 

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Por Federico Benítez y Juan Camilo Aguirre

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