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La renuncia del secretario de educación de Cúcuta, Arturo Charria (quien llevó su despacho al primer puesto del ranking nacional del Sistema de Atención al Ciudadano), hizo visible la crisis de gobernabilidad por la que atraviesa la alcaldía de la ciudad, y que ha llevado, en tan solo ocho meses, a que seis de sus secretarios le hayan pasado sus cartas de renuncia al alcalde Jairo Yáñez.
Hay dos cosas que quisiera decir al respecto:
1) En un país donde los funcionarios se atornillan a la silla del poder, la renuncia de estos seis secretarios me parece admirable.
2) Los secretarios no renuncian porque estén envueltos en casos de corrupción, sino porque tienen carácter para no aceptar imposiciones que van en contravía de los principios éticos que se prometieron en campaña. En síntesis, es un caso atípico en donde a un alcalde le renuncia lo más calificado.
Eso demuestra lo que se veía venir: lo que en campaña era una promesa de acabar con las viejas costumbres políticas, terminó sucumbiendo al clientelismo: la hija del inepto comandante de la Policía, María José Palomino, fue vinculada como contratista en el Departamento de Bienestar Social. Y en la Secretaría de Seguridad nombraron a una ficha política de Wilmer Carillo, y eso, para mí, constituye un lunar suficiente para dudar de la transparencia.
Con estos nombramientos, el alcalde ha dinamitado por dentro al Partido Verde, ha traicionado a sus electores y hecho un gran daño a la política en el sentido de que mucha gente percibió en su candidatura una opción distinta a las que por décadas habíamos tenido en Cúcuta.
Jairo Yáñez está nombrando a los hijos de sus amigos y de sus socios. Eso no está mal: uno gobierna con los amigos. Pero en campaña no hablaba de nepotismo, sino de meritocracia. Detrás de esos nombramientos hay una clase política que estuvo dormida por mucho tiempo y que espera, con este relevo generacional, recuperar la influencia que permite el poder.
Pero si por un lado la alcaldía de Yañéz se constituye en un poder al servicio del clientelismo que en nada se diferencia de otros poderes de otras épocas, por otro lado hay un grupo de ramiristas (afines a Ramiro Suárez Corso, exalcalde de Cúcuta que fue condenado por homicidio a 27 años de cárcel) que ejercen presión desde los organismos de control y hacen las veces de palo en la rueda. En medio de todo eso, hay muchos jóvenes trabajando en la alcaldía con buenas intenciones, pero que miran hacia otro lado cada vez que el alcalde la embarra. La decepción es tan grande que su estribillo de campaña se volvió un insulto. Todo el mundo en Cúcuta quiere llegar a viejo, pero nadie quiere ser un viejo zurrón.
Hay un tercer punto que olvidaba. Le criticaron al alcalde que se hubiera rodeado de gente joven que en Cúcuta nadie conocía. Y esa fue una crítica mezquina. Lo que en el fondo molestaba al ramirismo y a esa gran fracción política parasitaria de la administración municipal, es que ninguno de ellos tenía rabo de paja y no representaban votos para nadie. Por eso, Arturo Charria, desde la secretaría de educación, midió a todo el sector con el mismo rasero. Nadie estaba por encima de nadie. Y eso, en una ciudad acostumbrada a surgir con el padrinazgo político, produjo reacciones en la franja más abyecta de la educación municipal.
Cada renuncia de cada secretario tiene sus razones particulares, pero hay una general que lo cohesiona todo: el inconformismo con esta administración no es solo de la ciudad, también lo es de sus propias entrañas.
Todo indica que al megáfono del alcalde se le acabaron las pilas, y como él nunca previó que iba a ser elegido, no tuvo el cuidado político de llevar en el bolsillo pilas de repuesto. Parece que no le queda otra salida que empeñar el megáfono.
