Bajo una enramada de la comunidad Kaletamana, en Manaure (La Guajira), María Epiayú teje una mochila junto con otras mujeres de su comunidad. Puede ser una escena normal en cualquier ranchería wayuu, la diferencia es que lo hacen de noche, con luz producida por paneles solares, para cumplir con un pedido de artesanías por el que les pagarán bien.
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“A mí La casa de la empatía me encargó 10 mochilas, cuatro grandes y seis pequeñas. Por las grandes me pagan COP 120.000”, añade Epiayú. Esto también puede sonar normal, pero no lo es, pues hace dos años nada de esto existía en la comunidad. No tenían agua, ni luz, ni tampoco muchas posibilidades de tener ingresos sostenibles. Pero nada ocurrió de la noche a la mañana, detrás hubo un importante trabajo de reconocimiento y escucha.
Los compromisos
En diciembre de 2023, en la comunidad Kaikashi, del pueblo indígena wayuu, un grupo de empresarios lanzaron “Misión La Guajira”, el resultado del acuerdo al que por esos días llegaron los grandes empresarios del país y el presidente Petro para resolver urgencias de agua potable y energía en el departamento. Los privados se comprometieron a hacer una gran inversión y buscar alternativas para que comunidades en Manaure pudieran acceder al servicio público.
Al respecto, Liliana Duarte, quien sirvió de traductora durante la ejecución del proyecto, pero que además fue pieza clave en el proceso, resalta que no fue fácil, pues se partió de la desconfianza de los privados, pero también de los indígenas a los que por años les hicieron múltiples promesas fallidas.
Por eso lo primero fue dialogar, tocar las puertas de los líderes hasta cinco veces para que aceptaran ser parte del proyecto, pero también fue importante escuchar, porque no todas las comunidades tenían las mismas necesidades, lo que dio pie a buscar otras ayudas. “A crear soluciones en comunidad”, resalta Liliana.
Fue así como se recuperaron 40 pozos de agua, se abrieron ocho más para ampliar la cobertura y se construyeron 28 plantas potabilizadoras para garantizar que el agua se pudiera consumir, así como se llevaron paneles solares para que las comunidades tuvieran energía, y con ello se unieron esfuerzos para llevar neveras, conexiones de internet y proyectos económicos.
La organización
La cuestión no fue solo llevarles cosas. Como se trató de una construcción colectiva, en la que se buscaban soluciones sostenibles, se formaron roles dentro de las comunidades para, por ejemplo, administrar las neveras, en las que ahora pueden almacenar el pollo que compran al ir a cascos urbanos, y además almacenan agua y gaseosa que después venden para el mantenimiento de los nuevos servicios. A esto se suman fontaneros, elegidos por los líderes de las comunidades, que se encargan de potabilizar el agua y mantener las nuevas plantas.
Uno de ellos es Jaime, a quien su tío lo dejó a cargo de la potabilizadora de la comunidad Pupuren. Con confianza habla de cómo funciona la electrolizadora de la planta, la medida de cloro que se requiere para realizar el proceso y las pruebas que hace para corroborar que el agua ya sea potable. “Hay que comprobar, si al echar el químico sale amarillo tiene cloro; si está bien, sale transparente. También medimos la dureza”, añade.
Entre los fontaneros de las comunidades se apoyan. Todos son conscientes de la importancia de que la planta funcione. “Son más de 45 personas por comunidad que toman de esa agua. Hay confianza, porque antes se recogía agua del pozo y a los niños les daba diarrea y ronchas. Por eso no querían tomar agua. Ahora todos ponen para mantener la planta”, dice otro de los fontaneros.
Con la confianza se ha creado un sentido de pertenencia que ya se ve. Carmen, profesora de una de las comunidades beneficiadas, asegura que en la suya un niño rompió un panel solar, que se reemplazó con el dinero que se ha recogido dentro de la comunidad. “Para mí ha sido importante trabajar la unión dentro de las comunidades, el respeto y la conciliación”, explica de lo que ha sido su labor como docente, pero también en este proceso.
Lo que viene
Para María Lorena Gutiérrez, gerente del Grupo Aval, lo más importante, además de llevar agua y electricidad a La Guajira, es demostrar “que sí se puede ejecutar con las comunidades. Es muy emocionante. Me complace ver a los niños que ahora están saludables”.
El proyecto se cerró oficialmente a finales de noviembre, pero aún quedan dos años de ejecución de la última etapa, y es la consolidación del espacio para que las mujeres wayuus, como María Epiayú, puedan vender sus productos a precios justos.
Para ello, de la mano de La casa de la empatía se habilitó una casa en Riohacha para que allí las mujeres de las comunidades puedan ir a formarse, comprar las lanas de los colores más demandados y vender sus productos sin intermediarios. Sobre esto, Claudia García, directora de la fundación, resalta que la idea es que las mujeres tengan una plataforma para vender mejor sus productos. “El trabajo está en enseñarles a hacer las mochilas completas para obtener mejores ingresos, pero también a mejorar el tejido y las técnicas para que puedan vender mucho mejor. Ahora se trata de abrir mercado con Amazon y colecciones con Juan Valdés y Éxito para que los productos de La Guajira se puedan insertar en mercados de cadena”.
El futuro de este tipo de proyectos podría ser la base para nuevos procesos colectivos en La Guajira, pero por lo pronto sirve de ejemplo para demostrar que el diálogo es un buen punto de partida para llevar soluciones sostenibles a comunidades que las necesitan.