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Frotando los dedos índice y pulgar sobre sus ojos cerrados, como evitando que salgan las lágrimas, Víctor Jesús Martínez recuerda que el 13 de noviembre de 1985 una lluvia de ceniza espesa cayó desde las 4:00 de la tarde sobre Armero.
Mientras las noticias que se emitían a través de la emisora del pueblo daban cuenta de que se trataba de un fenómeno natural que no presagiaba ningún desastre, la intranquilidad y la zozobra desbordaban el corazón de este joven de apenas 17 años de edad, estudiante de segundo de bachillerato del colegio Americano.
Pero había que confiar. En pantaloneta y buso sin mangas, como viste la gente en clima cálido, Víctor Jesús salió de su casa, ubicada sobre la calle 11, cerca del río Gualí, hacia El Mercadito, un lugar muy prestigioso de la zona rosa del pueblo. Fue dispuesto a mediar en el matrimonio de su hermana Haidy y su cuñado Tito Saavedra, sin sospechar que la reconciliación les salvaría la vida. Tras el objetivo logrado, y sin saber que las horas de 25.000 habitantes estaban contadas, los esposos se fueron a Mariquita, donde reanudarían su relación.
A los estudiantes de las instituciones educativas les interrumpieron las clases y los enviaron a sus hogares. Las niñas caminaban con los cuadernos sobre sus cabezas. La ceniza se fue adhiriendo al piso hasta que se levantó una capa de siete centímetros. Las ventanas se nublaron, los carros se cubrieron y los techos se arroparon de gris.
“La ceniza se le iba a uno revolviendo en el pelo. Lo enredaba y enllotaba. El olor a azufre era insoportable”, cuenta Víctor, y agrega que por la emisora y altoparlantes las autoridades los animaban a cubrirse nariz y boca con un pañuelo impregnado de Menticol o alcohol, para contrarrestar la fuerte emanación de gases.
Sin imaginarse lo útil que iba a resultar, Víctor Jesús vio a su madre, Delia Stela Rodríguez, quien vivía de la agricultura, tanqueando uno de los carros de la familia. Recuerda que era un Suzuki JO 1900. Rato después lo hizo con el Mazda modelo 82 color café.
Hacia las 5:00 de la tarde, reunido en la casa con sus hermanas y su mamá, tratando de respirar pese al intenso hedor a azufre, ni las noticias de la radio, ni la policía, ni los bomberos cambiaban su versión de “aquí nada va a pasar”.
A las 9:00 de la noche sonó el teléfono. Era Enoé de Gallo, una amiga de la familia, quien con una angustia aterradora les gritó a través de la bocina que venía la primera bombada y que había arrasado con un colegio y el cuartel de la Policía. Al correr hacia la puerta vieron pasar tres uniformados que subieron en un Suzuki hasta el molino San Lorenzo, sin saber que varios de sus compañeros ya habían sucumbido por la fuerza del agua teñida de lodo caliente. “A los pocos segundos regresaron. Ellos gritaban que la avalancha se había venido y nos iba a acabar”, recuerda Víctor Jesús.
Víctor, su madre, sus hermanas y un cuñado se subieron al Suzuki recién tanqueado y empezaron a recorrer las calles a 110 kilómetros por hora, huyendo del lodo que se les venía encima.
“Siempre fuimos hacia la izquierda. Cuando miramos a la derecha, vimos una tractomula levantada por el agua, como si pesara igual que una pluma. Era apenas el comienzo y vimos gente gritando, corriendo desesperada, madres con hijos en sus brazos que les eran arrebatados. Oímos el mugido aterrador del río... Ahí nos dimos cuenta de la magnitud de lo que le esperaba a nuestro pueblo, donde todo el tiempo se había repetido que no había nada por qué temer”.
La familia logró llegar ilesa a la vía Guayabal-Honda hasta Mariquita, donde varias viviendas habían sido destruidas por el río Gualí, que a su vez cargaba los cadáveres de muchas personas y de animales y arrastraba objetos, palos y árboles. “Los que estuvieron allí y vivieron cuentan que el terror de la segunda bombada los dejó marcados para siempre”, manifiesta.
Días después de la noche tortuosa, Víctor Jesús regresó a Armero, donde lloró sobre el playón blanco, lo único que quedaba de la avalancha causada por el deshielo del volcán nevado del Ruiz.
Supo entonces que habían muerto sus mejores amigos, compañeros de colegio y varios familiares. Pero la noticia que más lo sorprendió se la entregó el esposo de Enoé, quien le contó que, pese a que ella se encargó de alertar a los vecinos, paradójicamente fue víctima de la avalancha.
“Se iban a ir en su carro, pero en el último momento decidió regresar a la casa y sacar sus joyas, pensando en que, como iban a perder todos sus bienes, vender las alhajas podría ser su salvación económica por algunos días”. Sin embargo, la furiosa oleada la arrastró con prendas y casa. Tito, su esposo, fue transportado por la corriente varios kilómetros, hasta quedar a salvo sobre el techo del hospital, de donde fue rescatado.
“Volvimos a nacer”, repite varias veces durante la entrevista Víctor Jesús, quien, igual que otros armeritas, ha insistido en que esta tragedia se pudo prevenir, haciendo alusión a una alerta que el alcalde Rosendo Torres y algunos miembros de la comunidad lanzaron a las autoridades nacionales y regionales. Esta daba cuenta del represamiento en el cauce del río Lagunilla a la altura de la quebrada El Cirpe.
“Se sabe que fue causado al parecer por las acciones furtivas de la minería, especialmente por el uso de dinamita que habría aflojado el terreno que tras una invernada provocó la caída de rocas sobre el lecho del río, pero a lo cual no se le prestó ninguna atención”, señala, corroborando la versión, Gustavo Prada, de la Corporación Social Casa Armerita.
Tras la catástrofe se trasladaron a Bogotá, donde fueron acogidos por el propietario de una casa y no tuvieron que pagar arriendo por varios meses. Haciendo tamales los fines de semana, la familia logró ahorrar y regresar al Tolima, donde fue beneficiada por unos meses con ayudas económicas por parte de Resurgir.
Durante el primer aniversario de conmemoración del desastre, y como una bendición, su madre logró acercarse al papa Juan Pablo II, quien la bendijo, oró por las almas y declaró a Armero como camposanto.
Ahora viven en el barrio Nuevo Armero y sobreviven con una microempresa de compra y venta de lácteos, aunque ni su madre, ya anciana, ni sus hermanas, ni él podrán borrar de sus memorias las trágicas escenas que presenciaron la noche del 13 de noviembre de 1985.