Hace algunos días, María José Pizarro escuchó por teléfono una insólita noticia. En junio de 2013, un fiscal seccional incluyó la Mini Ingram calibre 380 con la que se consumó el asesinato de su padre en una lista de armas decomisadas por destruir. La orden se cumplió en noviembre. Aunque la investigación judicial por el crimen del comandante del M-19 Carlos Pizarro está activa y fue declarada imprescriptible, el expediente quedó sin una prueba clave. Fue fundida en momentos en que el caso empezaba a moverse.
En manos del cuarto fiscal que se ocupa del expediente desde que fue reconocido como crimen de lesa humanidad en 2010, en dos semanas está prevista la exhumación del cadáver del excandidato presidencial asesinado hace casi 25 años, y según el abogado de la Comisión Colombiana de Juristas que acompaña a María José Pizarro en su lucha por la justicia y la memoria, al menos se debería indagar penal y disciplinariamente si se incurrió en el delito de deliberado ocultamiento o supresión de material probatorio.
De todas formas la diligencia se hará, porque la Fiscalía quiere evidencia pericial para despejar dudas sobre la trayectoria de los proyectiles que acabaron con la vida de Pizarro, pero ya no hay arma para evaluar su trazabilidad, su recorrido criminal, su historia que se pierde entre las sospechas de que el asesinato perpetrado por la casa Castaño tuvo complicidad del DAS. Una de las razones por las que en 2009 María José Pizarro decidió presentar el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Desde que retornó a Colombia en 2010, después de tres décadas de exilios forzados y voluntarios desde sus días de infancia, a sus tareas de madre de Maya y Aluna hoy suma actividad para la fundación Carlos Pizarro, que ese mismo año creó para conservar la memoria de su padre, a quien ya le hizo exposición, documental y apoya otra de perspectiva biográfica. Todo mientras prepara lo que tiene que hacer para que la conmemoración de los 25 años de la paz del M-19 sea también de homenaje a uno de sus célebres comandantes.
El que María José vio por última vez en el restaurante Tamarindo, en el norte de Bogotá, donde llegaron familiares y amigos a compartir la noche anterior a su asesinato. Ella recuerda que su hermana Claudia le preguntó por qué no usaba el chaleco antibalas y él comentó que de todos modos lo iban a matar pronto. Al día siguiente, gris y lluvioso, el 26 de abril de 1990, cuando pensaba en un examen de matemáticas, llegaron a buscarla a su salón del Liceo Francés y ratificó que el comentario de su padre había sido premonitorio.
A sus 12 años, cuando oyó preguntar al director de primaria por María José Pizarro, entendió que algo malo había sucedido. Ese era su verdadero nombre, pero en las vueltas de su vida como hija del comandante guerrillero, signada por su destino compartido, por registro civil era María José Barón, apellido del primer esposo de su madre Miriam. Minutos después, a ella la encontró llorando abrazada a Carmen Lidia, la compañera de Álvaro Fayad, también muerto. Todo lo que sucedió después quedó tatuado en su memoria.
La radio con la primicia, el rastro de sangre en la clínica, la decisión familiar de donar la córnea del ojo de Pizarro que no fue baleado, y la gente a montones en la Plaza de Bolívar con ramos de flores o imágenes del Divino Niño hasta formar una montaña de condolencias. Luego las mujeres sacando a hombros el féretro de la iglesia y la multitudinaria despedida en el Cementerio Central, donde empezó a correr el río de sus recuerdos mientras la alzaban los mayores de la familia.
Como chispazos de luz, María José evoca los días en que su padre oficiaba como amo de casa en Bogotá, escondido del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, hasta que lo capturaron en Alto Nogales (Santander) en septiembre de 1979. La ciudad militarizada, el frenocomio de La Picota donde los locos amenazaban con romper sus celdas para tocarla cuando iba a saludar a su padre prisionero. El saludo del tío Hernando. Arjaid Artunduaga entreteniendo a los menores. La abuela Margoth firme y serena entre sus hijos.
La Navidad en Cuba en 1982 cuando la amnistía de Belisario Betancur regresó a Carlos Pizarro a la libertad y hubo padre y madre en casa en el hotel Inglaterra. La partida del guerrillero a abrir el frente occidental del M-19 en las montañas del Cauca. Los destellos del fuego que consumió el Palacio de Justicia en 1985 y ella vio desde la ventana de su apartamento de la calle 60 con su madre. Otra vez Cuba y luego Francia o Ecuador, siempre huyendo con la abuela Margoth o la tía Nina. Con otra identidad a bordo de sí misma.
Hasta que llegó el momento de la paz y pudo volver a verlo en el campamento de Santodomingo (Cauca) y hasta alcanzó a pensar que por fin iban a vivir de nuevo juntos. Pero lo asesinaron una mañana de abril y para ella empezó una nueva travesía, esta vez también en el empeño de trasegar la estigmatización y el dolor. La crisis escolar, la ropa hindú que empezó a vender su madre cuando el gobierno Samper no renovó la licencia del noticiero AMPM o sus días de adolescente mesera en La Milonga o Andrés Carne de Res.
Un día decidió partir de casa y se fue con su perra Libertad a vender “alambritos” y vivir como hippie. Primero en Taganga, luego en Ecuador. Después de mochilera por Suramérica desandando caminos históricos, y más tarde en Barcelona (España), donde vivió ocho años cuidando niños, arreglando casas, puliendo sus joyas y empezando a entender que había llegado la hora de darle sentido mayor a su memoria. Su padre permanecía intacto en su mundo íntimo, también en su sombrero, su pipa o su bandera.
Entonces desempolvó sus recuerdos, armó archivo con la familia y los amigos y lo expuso en la Casa América de Cataluña. Desde ese día asumió que era el momento de regresar a su país. A crear la fundación Carlos Pizarro, a alentar la demanda ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a estar pendiente del caso como parte civil del proceso en Colombia, a seguir recogiendo materiales que rescaten la vida y obra de un hombre que hizo la guerra por convicción histórica y luego la paz por razones de conciencia.
Tiene certeza de asistir a la segunda exhumación del cadáver de su padre. La primera tuvo que promoverla ella misma para que le devolvieran el apellido Pizarro. La prueba de ADN dio 99,9% de compatibilidad genética. Hija de Carlos Pizarro y Miriam Rodríguez, o de “Antonio” y “Adriana”, como los conocieron en el M-19. Tanto como Claudia —hija de crianza—, María del Mar o Carlos, de otros romances importantes del comandante guerrillero. Con pleno derecho a seguir peleando para que la impunidad o el olvido no apaguen la contundencia de su causa.