La soledad de Mejor Esquina: 30 años después de la masacre

Un grupo de 20 paramilitares irrumpió en la celebración de un fandango el 3 de abril de 1988. Sin verdad, sin justicia y sin reparación, este corregimiento recuerda a sus 28 muertos.

Beatriz Valdés Correa - @beatrijelena
03 de abril de 2018 - 11:00 a. m.
El monumento en honor a las víctimas de la masacre tiene una placa con los nombres de las 28 personas que fueron asesinadas ese 3 de abril. / Mauricio Alvarado-El Espectador
El monumento en honor a las víctimas de la masacre tiene una placa con los nombres de las 28 personas que fueron asesinadas ese 3 de abril. / Mauricio Alvarado-El Espectador

Mejor Esquina queda a 30 minutos en carro por la trocha de tierra amarilla desde el casco urbano de Buenavista (Córdoba). Cuando es tiempo de verano el paisaje es árido, apenas si se ven algunas vacas comiendo pasto ya seco. Ningún cultivo. Pero en época de lluvias la cosa cambia. Todo es verde, hay sembrados de arroz, yuca, maíz, piña, maracuyá y tamarindo. Pero el acceso es casi imposible, por el barro en el que se convierte el suelo.

Por esa misma trocha llegaron, hace 30 años, 20 paramilitares que se hacían llamar “Los Magníficos”. Era el 3 de abril de 1988. A eso de las nueve y media de la noche se acercaron en un carro hasta donde se celebraba la fiesta de fandango, tradición del Domingo de Resurrección, y empezaron a disparar.

Este era uno de los grupos de Fidel Castaño Gil, un hacendado antioqueño y comandante paramilitar que, a propósito de los procesos de paz entre las guerrillas y el gobierno de Belisario Betancur que se abrían campo, actuó contra todo lo que se identificara con la izquierda, es decir, contra los recién creados movimientos políticos Unión Patriótica, ¡A Luchar! y el Frente Popular. Más tarde se sabría también que Castaño estaba apoyado económicamente por dos narcotraficantes: Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha. Su primera gran ofensiva había sucedido un mes antes en las fincas Honduras y La Negra, en el corregimiento de Currulao, en Turbo (Antioquia). Allí habían asesinado selectivamente a 20 trabajadores bananeros sindicalizados y simpatizantes de la UP, justamente ad portas de las primeras elecciones populares de alcaldes. Con la masacre de Mejor Esquina se extendían ahora a Córdoba.

La matanza ocurrió en el terreno que pertenecía a Teresa Martínez, habitante de Mejor Esquina, donde estaban concentradas unas 200 personas, hombres y mujeres que bailaban en ronda al son de la banda de instrumentos de viento que venía de Montelíbano (Córdoba), pagada por César Cura, un político hacendado que más tarde sería vinculado con el narcotráfico.

La fiesta se hizo. Llegó la banda, las mujeres bailaban con los paquetes de velas en las manos, mientras los hombres las seguían en el coqueteo típico del fandango. También había una casa y una caseta donde estaban el licor y la sopa de mondongo. Borrachos por todas partes, campesinos desprevenidos, gente que en otros tiempos había visto a integrantes del Ejército Popular de Liberación (Epl) por la región, dice Amado Pérez, un viejo que todavía trabaja la tierra y que en años anteriores organizaba la fiesta.

Las ráfagas se empezaron a oír, pero se confundían con la algarabía. Sin embargo, conforme se acercaban los armados, se difundía el pánico. ¡Tírense al suelo!, les gritó María Elena Sáez a su marido, a su hermano y a su primo, que estaban junto a ella comprando sopa. “Pero qué va, estaban borrachos y no me entendían”, dice al recordar la escena. Ella, que estaba embarazada, sí se acostó, y así salvó su vida; sus acompañantes no tuvieron la misma suerte. María lo cuenta con el desparpajo que la caracteriza, pero reconoce que le duele como si no hubiera pasado el tiempo.

Fueron diez minutos de tiros, 17 heridos y 28 cuerpos tendidos en el suelo, incluyendo el de una mujer y un niño. A todos los demás asistentes, incluso muchos que habían entrado a la casa huyendo, los llamaron al centro de esa plaza y los hicieron acostarse. Aquí nos van a matar a todos, pensó María Sáez, pero no los mataron, los dejaron ahí y huyeron hacia el carro que habían dejado a unos 40 metros del terreno.

María, ahora de 51 años, apoyada en su moto bajo el rancho de palma que es su casa, recuerda que en ese momento solo quería venganza. Se paró y corrió hacia unas tinajas que estaban cerca y donde ella misma, en medio de la balacera, había escondido un revólver que cargaba su primo. Sacó el arma e intentó disparar, pero estaba mojada. Entonces se dejó caer. “En ese momento en que esos hombres se habían ido, yo solamente quería beber. Entonces salí a comprar ron y me senté a beber hasta que amaneció”.

En la madrugada, después de asegurarse de que se habían ido los asesinos, empezaron a llegar los familiares de las víctimas. Estaban los Sáez, los Benítez, los Martínez y otras familias que también pusieron muertos. “Las hijas del profesor Berrío lloraban sobre el cuerpo de ese señor”, dice Amado Pérez refiriéndose a Tomás Berrío Wilches, el docente más querido de Mejor Esquina por esa época, que fue también el primero en ser asesinado. El maestro en su afán conciliador salió a ver quiénes eran los que se acercaban en el camino. Salió a decir que se calmaran, que estaban celebrando, que no había necesidad de violencia, y lo mataron.

Al día siguiente, varios campesinos fueron a Buenavista para pedirle a la Policía que les ayudara con sus muertos, pero se negaron. De modo que en la mañana cada familia levantó los cuerpos, hizo su velorio y su entierro, ni siquiera se pudieron acompañar unos a otros, porque eran demasiados funerales. Los que sí se hicieron presentes fueron los medios de comunicación y el Ejército, que duró una semana en el pueblo.

30 años de abandono

La mitad del pueblo se desplazó, dejaron sus tierras y sus cultivos. La gente tenía miedo de que los paramilitares volvieran, porque no tenían ningún tipo de protección. “Hubo sí otro grupito de ‘paracos’ rondando por ahí, pero nunca pasó algo como lo de esa masacre”, recuerda Amado Pérez.

La gente tenía tanto miedo que no se atrevió a acudir ante la justicia en ese momento. Incluso, algunos ni siquiera están reconocidos como víctimas por el registro de la Ley 1448 de 2011, de Víctimas y Restitución de Tierras. Prefirieron huir del pasado y no revivir la violencia, no volver a hablar de eso. Los que sí fueron, dicen que no han recibido ningún tipo de reparación.

Los casi 600 habitantes de Mejor Esquina, de acuerdo con un censo hecho por el Comité de Gestión Local, no están concentrados en un solo lugar. Al contrario, este corregimiento tiene dos calles en las que están la Institución Educativa Mejor Esquina, dos billares y no más de 20 casas. En los alrededores es donde está el resto de la población: a 10 minutos de camino a pie por tres lomas o yendo por ramificaciones desde la calle principal.

Esa misma calle funge como plaza principal y como cancha de fútbol, porque no hay ninguna de las anteriores. La primera no se necesitó más desde que ocurrió la masacre, porque la gente no volvió a celebrar fandangos y dejaron de bailar. La segunda urge, porque los niños no tienen más posibilidades de recreación que los juegos en los patios de las casas. Aunque, claramente, esta carencia no es la que más les preocupa en materia de niñez y juventud. En Mejor Esquina no se puede terminar el bachillerato porque solo hay educación secundaria hasta grado noveno. “Los que tienen cómo, mandan a sus hijos a estudiar a Buenavista; pero los que no pueden pagar ese transporte, se quedan sin terminar el colegio”, denuncia Dáninson Pérez, presidente de la Junta de Acción Comunal y trabajador de una finca cercana. Los estudiantes pasan inmediatamente a la vida de jornaleros.

Tampoco hay quien atienda a los enfermos. Mejor Esquina tiene la estructura de lo que sería un puesto de salud, en caso de que el gobierno local hiciera presencia. De hecho, ese cuarto blanco que guarda materiales de construcción fue construido por el programa ANDA de la Pastoral Social de la Diócesis de Montelíbano, el único actor que ha trabajado constantemente con la comunidad en el fortalecimiento organizacional y psicosocial. “Si llega una brigada médica, se hace en el colegio. Si hay jornadas de citologías, las hacen en una casa de familia”, reclama María Sáez, y si hay un enfermo, este debe ser trasladado en moto hasta Buenavista.

Pese a tantas necesidades, la comunidad se las arregla para vivir. Con su participación con ANDA han accedido a filtros de agua potable para las casas y la escuela, uniformes para que los niños bailen folclor o jueguen fútbol e instrumentos para la banda marcial de la institución, explica Luz Estela Morales, integrante del Comité de Gestión.

Sin embargo, hay algo que todavía no se recompone. “Aquí, si la gente escucha un carro, de una vez se esconde”, dice María. “Hubo una vez que estábamos en un campeonato y alguien dijo ‘¡ahí vienen unos armados’ y no quedó nadie en la plaza”, completa. “Yo todavía escucho las ráfagas”, dice Miladis Martínez, sobreviviente de la masacre. Los que vivieron para contar la matanza todavía tienen miedo y la recuerdan como si no hubieran pasado 30 años, precisamente porque nunca tuvieron la atención para tramitar el duelo individual y colectivo.

Recuerdan, pero no hablan de ello. Lo único que habla de cómo hace 30 años la historia de Mejor Esquina se quebró en dos es el monumento en memoria de las víctimas de la masacre, que queda justo en el sitio donde sucedió. Se trata de unas palomas blancas sobre una bandera de Colombia. Tiene una placa con los nombres de las 28 personas que el 3 de abril de 1988 fueron asesinadas. El crimen sigue en la impunidad.

Por Beatriz Valdés Correa - @beatrijelena

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