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La talla de la muerte

En la calle vecina del Museo Cementerio San Pedro se abre paso un corredor fúnebre: la calle de las marmolerías. En este sector de Medellín sobrevive el oficio de Carlos García, un tallador de lápidas.

Karen Parrado Beltrán*

26 de mayo de 2016 - 06:14 p. m.
En los años que lleva dedicado al oficio, nunca ha tenido un local propio y siempre trabaja por encargos de colegas o particulares que llegan por recomendación de antiguos clientes.
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Tiene en su frente un campo minado de pecas blancas como livianos diamantes opacos. Se posan encarnadas en las arrugas del rostro con el que lleva 67 años dándole la cara al mundo, cincuenta de ellos frente a trozos de mármol y santos. Es un señor de cabellera plateada y bata de cirujano blanca. Ya ajusta tres horas esculpiendo un Sagrado Corazón de Jesús en lo que será una lápida de mármol blanco. De vez en cuando le da un sorbo a su tinto. De vez en cuando una calada a su cigarrillo.

El “fierro” con el que talla el Sagrado Corazón es una herramienta de acero que termina en una punta cuadrada y filuda, hace parte del grupo de buriles de diferentes tamaños que carga en una cartuchera de tela; “las herramientas rústicas, con la que he trabajado toda la vida”, explica.

Carlos Arturo García encontró en la muerte una manera de ganarse la vida. No le gusta hacer negocio de ella, pues nadie termina bien librado de eso. Cada día sale de su casa en Bello hacia el taller donde atiende sus encargos de tallador de lápidas. Un oficio al que se dedica desde los dieciséis años, cuando lo aprendió en la marmolería de un italiano, y que perfeccionó con los años mientras trabajaba en ese lugar en el centro de la ciudad.

La calle que aguarda a Carlos cada mañana es la de las marmolerías, ubicada entre la carrera 41 y la calle 68, en el centro de Medellín. No huele a nada en particular y el humo del tráfico empaña el panorama frente a los locales comerciales. Del otro lado de la acera llega un agónico olor a flores de cementerio recién cortadas. Está empotrada igual que los muertos en las bóvedas y sepulcros del santuario vecino, cruzando la calle.

La talla de la muerte es 55 por 55 centímetros, eso miden los cuadrados de mármol y granito que venden para sellar las tumbas, en los que la vida se resume a un nombre completo, una fecha de nacimiento y otra de muerte y, en algunos casos, un mensaje para el más allá y un florero, dependiendo de las preferencias de la familia del difunto.

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“Uno sabe que se tiene que morir”, sentencia Carlos con el cuello que se le contrae en una joroba sobre su espalda. Para inmortalizar la vida, se arma con “los fierros” que le han servido por años para tallar pedazos de mármol en la continua serie de “descanse en paz” que la muerte otorga a cada cristiano que abandona este mundo agobiado y doliente.

Para grabar una imagen en una lápida de mármol existen dos procedimientos. El tradicional —del que se encargan artesanos como Carlos—, en el que se talla a mano las figuras a partir de un calco que se hace de una fotocopia y papel carbón. Y el actual, en el que se encarga una plantilla adhesiva diseñada por computador e impresa en plotter —un tipo de impresión digital a gran formato—, con la que, una vez puesta en la piedra de mármol, se efectúa el proceso químico de grabado con ácido nítrico para fijar las letras y figuras sobre la superficie.

—Cuando usted muera, ¿quién le va hacer la lápida?­ —le pregunto en el intermedio de un tinto y un cigarrillo que se da antes de empezar a tallar una Virgen de Guadalupe en una nueva lápida.

—Ahí sí me corchó —responde sonriendo.

De los patronos religiosos que ha tallado, los más solicitados son la Virgen del Carmen, María Auxiliadora, el Sagrado Corazón de Jesús y la Santísima Trinidad. Gente del más acá, como Carlos, adorna placas de mármol blanco, gris o beis para que sellen el camino hacia la muerte de los del más allá, como cuando talló las lápidas de su mamá y su esposa. Evita tocar el tema: se le nota en el tono seco con el que habla mientras menciona la muerte de sus seres queridos. Él, que tantas veces enfrenta el desconsuelo en los rostros de sus clientes, les hace el quite a sus propios dolores.

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—Eso es pura tradición porque es como no abandonar al difunto, y la gente se siente como con ese compromiso de adornar las tumbas —comenta Luz Ildary Londoño, la dueña de la marmolería donde trabaja Carlos.

Cada doliente encarga su lápida personalizada, algunas más llamativas que otras. Las que empiezan a dominar el mercado son unas fabricadas sobre baldosas, en las que la gente puede mandar a imprimir grandes fotos con diseños coloridos.

Cuando uno camina por esta calle observa una especie de collage entre lo solemne y lo pintoresco: lápidas tradicionales de mármol, con hojas de hiedras doradas alrededor y tallas de vírgenes en bajo relieve; y cuadrados de cerámica resinada, con fotos brillantes de difuntos y escudos de equipos de fútbol.

Años atrás, cuando el negocio florecía, Carlos podía hacer lápidas de hasta uno por dos metros que cubrían la totalidad de una tumba en un cementerio, pero ahora su oficio se ha reducido a lápidas sencillas en las que invierte dos o cuatro horas de trabajo y por las que cobra cincuenta mil pesos figura.

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A Carlos le gustaría vivir ochenta años y asegura que luego de los cincuenta “ya empieza uno es pa abajo”. De su muerte habla poco, solo espera que cuando le llegue el día de alzar el vuelo en su puerta de mármol sus hijos le “pongan lo que Dios les ayude, si es que la van a poner”. A la muerte le sacó provecho en los días de la violencia del narcotráfico en Medellín, cuando Pablo Escobar dejaba mucho trabajo; no paraba de tallar lápidas y tumbas enteras.

Las pecas encarnadas en las arrugas de su frente son pequeños residuos que han volado de la piedra de mármol blanco donde talla el Sagrado Corazón de Jesús de una lápida. Su rostro está sudoroso, el calor del lugar es intenso y el pequeño ventilador que oscila sin cesar desprende un aire pesado. La escena parece una especie de fotografía dilatada: en un rincón un señor está inclinado sobre una mesa angosta y polvorienta, con las manos sobrevuela la superficie y martilla en metal un rítmico tun, tun, tun…

“No parece que hiciera daño, porque dígame uno toda la vida en eso y todavía respiro”, comenta sobre el polvillo que emana con cada golpe y le cubre las fosas de la nariz. “Algún daño debe hacer pero a largo plazo, porque ahora no trago polvo, antes tragaba más”. Deja su buril sobre la mesa y le da otra calada a su cigarrillo.

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“Uno ya se sabe esas imágenes de memoria”. Eso es claro, apenas marcó unas pocas líneas de la Virgen que se dispone a tallar. La fotocopia de la cual la calcó era un papel a punto de desmoronarse. Tiene una carpeta desgastada llena de imágenes de santos y vírgenes de todos los tamaños, aunque antes —cuando empezaba en el oficio— los dibujaba a mano.

Le hacen encargos de otras marmolerías de la calle. Una de sus clientas se acerca y le pregunta si puede dejar la Virgen mirando para el otro lado. Él responde que sí, pese a que ya ha empezado a tallarla. No le pone mucho misterio al asunto.

Desde joven ha trabajado en muchos oficios: carpintería, zapatería, sastrería y barbería. “En ese tiempo la gente se motilaba normal, ahora hay mucho misterio para una motilada”. Carlos es un sobreviviente de los oficios condenados a muerte: “Cuando inventen con qué hacer esto con ácido, entonces yo me voy ya pa la casa. Me quedo sin trabajo”.

El cigarrillo Pielroja se consumió de un lado de la mesa. La Virgen de Guadalupe ya casi consagra su aparición sobre el mármol y la muerte aguarda en vela desde el cementerio San Pedro. Las lápidas que ha tallado en vida le han dado reputación y una dosis de naturalidad al hablar de la muerte. No le gusta pensar en el momento de partir, vive su día con tranquilidad y dedicado al oficio que le da su sustento diario.

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Los dos estamos concentrados en la lápida sobre la que ha martillado por casi media hora. El reloj de su muñeca marca las cuatro de la tarde. Las lápidas del local son como flores marchitas que cuelgan de las paredes; están exhibidas para la venta, pero nadie quisiera tener que comprar una.

—¿Cuántas lápidas ha tallado en su vida? —. La pregunta vacila en el aire mientras él trata de recordar con los ojos pescando en la memoria.

—Otra corchada, voy a perder el año con usted.

*Este artículo fue publicado por el periódico "De la Urbe", de la Universidad de Antioquia

Por Karen Parrado Beltrán*

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