Las artes escénicas y la pandemia: notas para un elogio de la presencia

Un dramaturgo y actor se pregunta por el presente y futuro de actividades humanas en las cuales la presencia viva, corporal, es esencial. ¿Resignarse a habitar a desde lo virtual?

Carlos Satizábal * / Especial para El Espectador
19 de mayo de 2020 - 03:52 p. m.
Una de las obras presentadas el año pasado en la Semana del Teatro y los Derechos Humanos en la Corporación Colombiana de Teatro, centro de Bogotá, hoy cerrada por la pandemia del coronavirus. / Cortesía
Una de las obras presentadas el año pasado en la Semana del Teatro y los Derechos Humanos en la Corporación Colombiana de Teatro, centro de Bogotá, hoy cerrada por la pandemia del coronavirus. / Cortesía

Es urgente preguntarnos qué perderíamos con la masificación del teletrabajo en las artes vivas, en la escuela, en los procesos de creación artística y de pensamiento, en la vida, si sustituimos el encuentro vivo y presencial por la llamada realidad virtual. Puede iluminar esta pregunta el reflexionar sobre la presencia en las artes y las actividades de la vida en las cuales la presencia viva, corporal, es esencial. (El SOS del teatro al gobierno nacional).

Por ejemplo: la presencia en el teatro o en la danza o en el canto vivos, artes que nos recuerdan que la fuerza para conmovernos y transformar nuestra sensibilidad y nuestro modo de ver, está no simplemente en el conflicto o las fuerzas en pugna y la secuencia de acciones o en la estructura coreográfica o en la secuencia melódica y armónica, sino, de un modo misterioso, inefable, en la presencia viva de los cuerpos que cantan o danzan o actúan ante nuestros cuerpos expectantes, atentos, encantados, gozosos. Es la presencia la fuente del encantamiento, del goce.

La presencia, como sucede en la escena teatral viva, corporal, crea una circulación de energías emotivas que van del cuerpo del actor y del cuerpo de la actriz, presentes en la escena, a cada cuerpo de las personas del público y retornan a la escena, a los cuerpos que actúan ante nuestros ojos y cuerpos expectantes; una energía que brota de los cuerpos en la escena a los cuerpos del público y retorna a la escena y crea un circuito que gira y gira y nos contagia, como la peste, pero no del miedo a la muerte si no de las preguntas esenciales, las preguntas por el sentido de la vida y de la muerte, del amor y lo sagrado. (Lea otra columna del autor sobre la filosofía y la pandemia).

La presencia del actor y de la actriz nos cautiva e interroga con la respiración y la tensión muscular, con las miradas y los movimientos, con el sudor y los olores, con rumores y vacilaciones, voces y palabras, con ruidos, sonidos y silencios, con el lenguaje no verbal de los cuerpos, con la cadena de imágenes acción que tejen en su lucha los personajes, con su humor y sus conflictos personales y arquetípicos, con la intensidad de la vida de la escena viva. La vida de la escena viva se entreteje con la vida del público presente, con nuestro tiempo y época y el momento vivo en que se comparten las presencias y que condensa, deseos, memorias y olvidos, lo que nos ha sido invisibilizado: ilusiones, engaños, conflictos; esperanzas, desmemorias, deseos. 

El teatro o la danza o el canto son, así, en su presencia viva, semejantes al arte del rapsoda o aeda del que nos habla Sócrates en su conversación con Ión sobre la poesía: el poeta nos contagia con su pasión, con su energía, con su canto que circula entre cada cual de quienes estemos presentes en el momento de su cantar y danzar, como la energía contagiosa de la piedra imán imanta los eslabones de una cadena; el poeta o rapsoda o aeda o cantante y bailarín y actor nos contagia como la peste con la iluminación de su presencia al decir el poema con sus voces diversas y sus énfasis, con sus gestos y sus miradas, con sus pausas y silencios y sus contrastes melódicos, con su energía.

Su poesía viva, presente, levanta el velo que cubre nuestros ojos y nos deja ver la otra realidad... la de afuera, la de la vida que se oculta, la de la otredad posible. Así, la energía reveladora del aeda y su poesía, su ser alado y sagrado, nos contagia y embriaga de su fuerza y su locura y nos transforma la mirada, la sensibilidad, y vemos que es posible y deseable cambiar el afuera, el mundo, habitar poéticamente entre cielo y tierra, como ha cantado el poeta que es el modo humano y sagrado de habitar.

*  Poeta, dramaturgo, escritor y actor. Director de Tramaluna Teatro y de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. cesatizabala@unal.edu.co

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Por Carlos Satizábal * / Especial para El Espectador

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