Las conveniencias políticas y económicas afectan el medio ambiente

Los intereses de poder enfrentados en diversos contextos se decantan en una mayor degradación de la naturaleza, con resultados negativos para la sobrevivencia de la humanidad, concluye este análisis del sociólogo Francisco Leal sobre hechos recientes en el país.

Francisco Leal Buitrago / Especial para El Espectador
08 de mayo de 2019 - 11:26 p. m.
La laguna de Fúquene es uno de los cuerpos de agua más afectados en Colombia por fenómenos como la praderización y la extensión de cultivos. / Cristian Garavito
La laguna de Fúquene es uno de los cuerpos de agua más afectados en Colombia por fenómenos como la praderización y la extensión de cultivos. / Cristian Garavito

Poco a poco, el tema del medio ambiente —cuidado de la naturaleza— ha adquirido protagonismo en Colombia y el mundo entero. Los escasos ambientalistas que difundían sus conocimientos en artículos y columnas de opinión han aumentado significativamente. Quienes eran “acusados” de ambientalistas extremos justificaron sus argumentos y nadie se atreve ahora a descalificarlos. Sin embargo, no son pocos los que niegan la rápida degradación que sufre hoy la naturaleza, entre ellos figuras importantes del ámbito mundial, como el impredecible Trump, que llegó a la presidencia de la primera potencia mundial mediante triquiñuelas aún no descifradas. Las conveniencias políticas y económicas priman en los intereses personales.

En este diario, Juan Pablo Ruiz Soto, ambientalista destacado, expresa sus ideas regularmente, al igual que Julio Carrizosa Umaña, iniciador en el país de esta orientación. También hay columnistas y periodistas que inclinan cada vez más sus intereses a favor del medio ambiente. El trasfondo de este proceso muestra cada vez más su ángulo político; es decir, intereses de poder enfrentados en diversos contextos. Entre ellos sobresalen los de orden económico, que son los que engendran más efectos políticos visibles. Las consecuencias perversas de estas luchas se decantan ahora en una mayor degradación de la naturaleza y sus resultados negativos para la sobrevivencia de la humanidad.

La tendencia mundial de acumulación de capital, frente a la expansión de la pobreza y las desigualdades sociales de gran parte de la población, se oculta con el aumento de megaciudades, disminución de población en áreas rurales y menor peso relativo del valor de las tierras en el absorbente capitalismo. Sin embargo, este relativo menor valor disimula la creciente degradación de la naturaleza con monocultivos en las mejores tierras, arrasamiento de bosques y selvas, y minerías en extensas áreas de diversos territorios. Las promesas de los gobiernos de reducir emisiones dañinas de gases para los años venideros están rezagadas frente al calentamiento global. Además, el aumento vertiginoso de la población mundial, centrado en familias pobres, se contrapone a los recursos naturales necesarios para que la humanidad sobreviva. Y, por si fuera poco, los acuerdos internacionales para reducir la contaminación del planeta —Protocolo de Kioto y Acuerdo de París— son cuasifracasos frente a las amenazas por venir. Ante estos desastres han surgido procesos de concientización en jóvenes mediante movilizaciones, como la activista sueca Greta Thunberg, de 16 años, y sus lemas “es tiempo de entrar en pánico” y “salvar nuestra casa común”.

Fúquene, un ejemplo histórico

En Colombia la situación es crítica por ser quizás el país con mayor diversidad biogeográfica del mundo, en términos relativos. Al respecto, vale la pena repasar parte de la crisis por la que atraviesa. Un problema inicial casi desconocido, pues se originó a comienzos del siglo XIX, en un país poco poblado, con un complejo territorio regionalizado e incomunicado entre sí y con diversidad de dispersas fuentes hídricas. El Gobierno inicial de un Estado embrionario planeó acabar con el segundo lago más grande de Latinoamérica: Fúquene, que tenía más de 13.000 hectáreas y lo rodeaban extensas zonas inundables; contaba con centenares de especies vegetales y animales. Luego, a mediados del siglo XIX, el Estado sin recursos regaló cantidades de tierras a militares, entre ellas las que rodeaban a Fúquene, ya disminuido. Hace más de setenta años, en las clases de geografía que nos daban, esa tragedia se había olvidado. El tamaño de Fúquene supuestamente era el de siempre. Solamente cuando volvió su degradación, en la segunda mitad del siglo XX, se creyó que apenas comenzaba su desastre. Hoy, potreros sobreexplotados con cultivos y ganado rodean una lagunita llena de maleza, supuestamente bajo el control de la CAR Cundinamarca.

Aspecto destacado es la dinámica de reproducción campesina, que estuvo centrada mucho tiempo en la ampliación de la frontera agraria, en dispersos territorios del país, cubiertos de monte, bosque y selva. El motor de esa dinámica fueron los terratenientes, que desplazaban a los campesinos para que siguieran tumbando monte y, si acaso, les pagaban “las mejoras” de sus minifundios. A mediados del siglo XX, la Violencia disparó el desplazamiento campesino fuera de sus regiones, a pueblos y ciudades alimentadas por el crecimiento de la población. Aumentaron las “haciendas”, ya no en las mejores tierras —que no son muchas—, pues ya habían sido apropiadas por empresarios para monocultivos y ganadería extensiva. Ejemplo destacado es el Valle del Cauca con los azucareros. Luego vinieron los palmicultores, que se expandieron en diferentes regiones. Ahora, las “haciendas” aumentan a costa de tumbar selva y otras fechorías en regiones con escasa población.

La corrupción aporta lo suyo

Ejemplo de “terratenientes recursivos” es el representante a la Cámara por el uribismo (CD) Gustavo Londoño García, que con triquiñuelas jurídicas y empresariales regionales —dada la expansión de la corrupción en Colombia— se apropió de cerca de 7.000 hectáreas de terrenos baldíos (propiedad del Estado) en el Vichada. Al menos no fue a costa del campesinado, pero sí de toda la ciudadanía del país. El “problema de tierras” —nombre genérico del latifundismo a toda costa— ha sido el eje de la diversidad de violencias que no cesan desde hace más de setenta años. De esta desidia estatal hacen parte la falta de actualización catastral, las corruptelas oficiales y privadas, como los anquilosados notariado y registro, con pocos notarios honestos que sin embargo se enriquecen solo con la firma de escrituras. Con grandes poblaciones marginadas, urbanas y rurales, Colombia es hoy uno de los países más desiguales del planeta y con mayor población informal que subsiste del “rebusque”.

La mencionada abundancia hídrica cuenta con grandes riesgos y paradojas. Las plantaciones ilegales para producir drogas, bajo el estímulo sin control de la creciente demanda gringa, el extractivismo minero-energético que empobrece poblaciones a su alrededor, la permanente deforestación, la agroindustria y el aumento de conflictos sociales sin que el Estado pueda controlarlos perjudican las fuentes hídricas. La mayor de estas amenazas está en el Macizo Colombiano, con casi cinco millones de hectáreas en 89 municipios de siete departamentos y numerosos ecosistemas naturales —incluidos páramos y nevados— con inmensas riquezas biológicas, es fuente de arterias fluviales esenciales para el país. Los ríos Magdalena, Cauca, Patía, Caquetá y Putumayo desembocan en los dos océanos de nuestros litorales y en el río Amazonas, el más caudaloso del planeta. Pero la paradoja hídrica del país son los recurrentes problemas de falta de agua de la ciudad de Santa Marta y sus alrededores. Esa ciudad y otros municipios se ubican al pie de la sierra de mayor altura y tamaño a orillas de un océano en el planeta y que cuenta con numerosas fuentes hídricas. Además, colinda con la Ciénaga Grande de Santa Marta, la mayor del país, en la que concesiones de agua en manos de empresarios influyentes —como los bananeros— la han afectado de manera significativa, además de sus poblaciones aledañas.

La Amazonia colombiana forma parte del área selvática más grande del mundo, al punto que ha sido llamada el pulmón del planeta. Con un tamaño del 40 % del territorio nacional, ha sufrido degradaciones en zonas emblemáticas como Chiribiquete —de enorme biodiversidad con respecto a su dimensión en la Amazonia—, con tala y quema de bosque para ganadería extensiva, siembra de cultivos ilícitos, extracción de madera y minería ilegal. Con un Estado políticamente débil, los gobiernos han sido incapaces de controlar esta situación, así como también la de los casos señalados, que avanzan en la destrucción de la naturaleza, pese a repetidas acciones de ambientalistas y juristas, en un país de leguleyos, donde el gran número de abogados se relaciona directamente con la enorme cantidad de pleitos. El contraste es Japón, con pocos abogados por habitantes y escasos pleitos.

Un problema conocido son los organismos públicos, en alianza con los privados, y su aporte a la degradación de la naturaleza. El caso emblemático es sin duda la represa de Hidroituango, que afectó al segundo río en importancia en la zona andina, la más poblada del país, y a numerosas poblaciones que rodean sus vertientes, con actividades de subsistencia como la pesca y la agricultura. Además de eventuales corruptelas en los contratos —que son pan de cada día—, hubo fallas graves en estudio de terrenos, diseños y construcción de estructuras. Hay que tener en cuenta que la inmensa riqueza natural del territorio nacional tiene relación directa con su vulnerabilidad geográfica y biológica. Las grandes obras, con costos archimillonarios, producen daños mayúsculos, como lo planteado en este caso. Pero también hay enormes fracasos, como la construcción del puente de Chirajara, donde a sabiendas de la fragilidad del territorio se le añadieron errores de construcción, en la vía quizá más inestable del país: la carretera Bogotá-Villavicencio, con problemas permanentes desde que comenzó su construcción, en la primera mitad del siglo XX.

Desarrollo, no progreso

Se podrían identificar muchos otros casos que afectan el medio ambiente y degradan la naturaleza, con sus aristas políticas que muestran los intereses de poder, pero basta señalar unos pocos más. Numerosas industrias elaboran productos que contribuyen al “desarrollo”, aunque sus productos aceleran la degradación del planeta. La destrucción del hábitat de “seres insignificantes” con agroquímicos, sembradíos y deforestación han afectado a insectos claves para la humanidad. Las abejas y su polinización son quizás el peor de todos los casos, pues son uno de los seres vivos mas importantes. Han desaparecido alrededor del 80 %, además de otras especies necesarias para la conservación de la vida. De más de 350 insectos, durante 35 años, un tercio de ellos han declinado y un cuarto han desaparecido. Además de este caso especial, la temperatura media en el mundo tiende a aumentar en menos tiempo, los desiertos se expanden, aumenta la acidez en los océanos y la pérdida de arrecifes, aumentan los huracanes, disminuye el tamaño de nevados y glaciales, el agua escasea cada vez más y tiende a convertirse en la principal causa de guerras y conflictos.

El trasfondo de este contexto, que afecta la sobrevivencia de la humanidad, es la decantación de una ambiciosa ideología a favor de la acumulación de riquezas, que se ha apoderado del manejo económico en muchas dimensiones y que pretende alcanzar un desarrollo ilimitado como concepto genérico de prosperidad. Leyes, decretos y muchas normas oficiales facilitan cada vez más el atesoramiento de capitales, a costa del debilitamiento económico de gran parte de la población y el subsecuente aumento de las desigualdades sociales. Un ejemplo visible de este proceso son las grandes entidades bancarias, que no padecen los efectos negativos de las crisis económicas que han afectado últimamente a buena parte de los países del planeta.

*Parte de la información señalada proviene de publicaciones en este diario.

**Miembro de La Paz Querida.

Por Francisco Leal Buitrago / Especial para El Espectador

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