Publicidad

Lo que le debo al “Búcaros” de Dudamel

Hoy comienza el Atlético Bucaramanga la defensa de su título y aquí hay algunas razones para explicar por qué esa primera estrella del equipo fue un hecho verdaderamente “histórico”.

Farouk Caballero, especial para El Espectador
18 de julio de 2024 - 04:23 p. m.
Formación y celebración de los jugadores del Bucaramanga al quedar campeón de la Liga BetPlay 2024-I, luego de vencer a Santa Fe en el partido de vuelta.
Formación y celebración de los jugadores del Bucaramanga al quedar campeón de la Liga BetPlay 2024-I, luego de vencer a Santa Fe en el partido de vuelta.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

El fútbol en la Ciudad Bonita no es un factor relevante. Los Leopardos son al torneo local, lo que Colombia es al fútbol internacional. Figuran de vez en cuando, pero cuando lo hacen, dejan huellas inmarcesibles. Así sucedió el pasado 15 de junio, cuando la manada de Dudamel venció a Los Leones del primer campeón de Colombia, Independiente Santa Fe. Dicen los libros especializados que los leopardos son animales solitarios, que no viven en manada, pero los pupilos de Dudamel modificaron esa máxima de la naturaleza y forjaron una familia triunfadora.

Las crónicas deportivas recrearon el escenario de esa noche como un diluvio típicamente bogotano. Ahí, con frío, y entre el barro como los gladiadores, un equipo humilde batalló unido y se coronó campeón. El general que salvó la patria futbolera en El Campín no nació en Santander, ni en Colombia. Rafael Édgar Dudamel Ochoa abrió sus ojos transparentes en San Felipe, capital del estado de Yaracuy en Venezuela. Y es que el fútbol es eso, poesía pura. Ya les cuento.

Entre panas, mano

En 1973, los reyes magos no llevaron ni incienso, ni mirra ni oro a la familia de María Marisol y Rafael Édgar, pues el 7 de enero de 1973 nació el único técnico que ha podido ofrendarle una estrella al Leopardo bumangués. El recién nacido fue bautizado en honor a su papá. Por aquellos primeros años de la década del setenta, Venezuela tenía la mejor economía del lado sur de América. El futbolero más universal, Eduardo Galeano, escribió en 1971 sobre el terruño de los Dudamel Ochoa: “Este es uno de los países más ricos del planeta […] Ostenta el ingreso per cápita más alto de América Latina, y posee la red de carreteras más completa y ultramoderna; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, hierro y gas que su subsuelo ofrece a la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera, la población de Alemania o Inglaterra”.

Los tiempos cambiaron, pero la historia no miente. Cuando Colombia se coronaba año tras año como el campeón mundial del desplazamiento forzoso, a causa de nuestro terrorismo de Estado, guerrillas, paramilitarismo, narcotráfico y demás, Venezuela fue la tierra sudamericana que más compatriotas recibió. Gracias a la patria de Rafael Dudamel, millones de colombianos sobrevivieron al horror de las violencias y tuvieron la oportunidad que su propio país les negó. El éxodo era al revés de lo que es hoy. Remarco esto, porque la xenofobia debe parar.

Basta ya de seguir creyendo que éramos el Jardín del Edén antes de la migración venezolana del último lustro. Si nos ponemos serios y comparamos datos puros de víctimas, nos hemos parecido más al panel derecho infernal de El jardín de las delicias de “El Bosco” Jheronimus Bosch. Por eso es tan importante el triunfo de Dudamel y sus jugadores, pues es incontrovertible que el ser humano que más alegría le ha dado a la hinchada búcara es un pana venezolano.

Ya está bueno de caer en ese juego maquiavélico de muchos colombianos políticos, patrones, gamonales, periodistas y del común, que demuestran su xenofobia y expectoran que la prostitución, el microtráfico, la inseguridad, el sicariato, hurto y demás problemas sociales de todas las naciones desiguales de Suramérica son de origen exclusivo de los paisanos de Simón Bolívar. Somos hermanos con Venezuela. Tenemos los mismos colores y somos igual de ricos en fauna, flora y gente. Las arepas aquí y allá son exquisitas. El tamal o la hallaca van siempre a la mesa para compartir en familia. La gente es igual de hermosa y alegre. Al final, nuestras músicas son más valiosas que el oro, la coca o el petróleo. Eso sí, compartimos un mal añejo, las élites gobernantes, salvo escasas excepciones de lado y lado, son exactamente igual de abominables.

La cumbia rugió

Bucaramanga y su Área Metropolitana es tan clasista como cualquier ciudad de Colombia. La gente de bien solo se distingue en el acento, manos. Dentro de sus camionetas gigantes de estética traqueta no le envidian nada a los clasistas de Bogotá, Barranquilla, Medellín o Cali. Visten igual, huelen igual y en las ferias, los caballos y los tiros al aire, como enseñaron los narcos, son idénticos. Pero el fútbol, al menos durante los cuadrangulares y la final, difuminó esa horripilante división de ciudadanos llamada estratos sociales que encarcela a cada familia de acuerdo a sus ingresos y patrimonios. Si tienes poco, no vales nada. Si ganas mucho, no te mezclas.

Al ritmo de “La cumbia de los trapos” toda la ciudad alentó al equipo. Desde los barrios en los que una sola casa tiene más servidumbre que familia, hasta los barrios en los que un pollo asado, que se come en una fecha especial, debe alcanzar para los siete u ocho miembros de la familia. La cumbia propia de los nadies, quienes tanto saben disfrutar la vida sin tanta ínfula arribista, se escuchó: “¡Borracho, yo voy cantando, con mis amigos voy festejando un triunfo más! ¡Loco, por el Leopardo, te sigo a muerte por donde vas, porque la vuelta queremos dar!” La vuelta se dio. La sequía de 75 años se acabó y cada uno brindó con lo que podía, desde guarapo de piña, en totuma, hasta The Macallan 25 Years Old.

La banda sonora fue la misma para todos. Incluso en los clubes que siempre le habían negado la entrada a la cumbia villera por nacer en la pobreza, la creación del grupo argentino Yerba Brava, con arreglos propios de las barras leopardas, rugió. La misma vaina sucedió el domingo 16 de junio. Cuando los soldados de Dudamel llegaron al Aeropuerto Palonegro, bebés, niñas, adolescentes, padres, nonas, nonos, santandereanos de todas las edades les rindieron un homenaje, sin precedentes, en las calles. Esto hizo que el recorrido que habitualmente dura 45 minutos, tardara siete horas hasta el coloso de la calle 14, el Estadio Américo Montanini.

Aquí, el yaracuyano más colombiano y los suyos intervinieron la historia. Los estadios en América Latina son coliseos de torturas, de asesinatos como sucedió en Chile contra Víctor Jara y los suyos en 1973. E igualmente se padeció en el antes llamado Alfonso López, hoy Américo Montanini, en 1981. Ese año, las balas del Estado colombiano, pagadas con dinero del pueblo, dispararon contra los hinchas del Bucaramanga. El eterno escritor Ryszard Kapuściński sentenció al respecto: “En toda Latinoamérica, los estadios cumplen esta doble función: en tiempos de paz sirven como terreno de juego, y en tiempos de crisis se convierten en campos de concentración”. Colombia firmó la paz y por eso en este 2024 no hubo bala. El Montanini fue el estadio más grande del mundo, pues dentro y fuera se reunieron más de 200.000 personas para llenar de júbilo a los artesanos de la primera estrella del Atlético Bucaramanga. Ojalá las armas no vuelvan y los gritos que antes fueron por torturas, sean, para siempre, por un gol.

Durante esas siete horas y hasta el amanecer, la cumbia no dejó de sonar y los hinchas de corear y bailar. Muchos de esos hinchas tienen pasaporte venezolano y en la pista de baile, que fue toda la ciudad, no hubo discriminación por nacionalidad. Fue una parranda dentro de la Gran Colombia que propuso Bolívar. A Dudamel y sus guerreros hay que decirles que, gracias a su fútbol, lograron eliminar por unas semanas la xenofobia y el clasismo. De arma eligieron el balón y el balón impartió, con ritmo sabroso, justicia poética. El fútbol, en definitiva, jamás ha sido solo fútbol.

Tercer tiempo en primera persona

De mi parte, estaré eternamente agradecido con el profe Rafael Dudamel y los suyos. El mayor de mi familia, el nono Cristóbal Caballero, es hincha del Atlético Bucaramanga desde su fundación en 1949. Por décadas llenó el bus 393 de Unitransa, que manejaba como chofer, para cada partido. Viajó a apoyar al equipo por toda Colombia y me llevó al estadio cuando yo ni caminar sabía. Ahora es él quien camina con dificultad y bastón. Así lo llevé a los cuadrangulares. Y el nono, el 15 de junio y con 90 años, me dijo: “mijo, nunca imaginé ver la llegada del hombre a la luna, sobrevivir a una pandemia, que la izquierda gobernara Colombia y al Búcaros campeón”.

🚴🏻⚽🏀 ¿Lo último en deportes?: Todo lo que debe saber del deporte mundial está en El Espectador

Por Farouk Caballero, especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Orlando(lx6ve)19 de julio de 2024 - 11:28 p. m.
Felicitacion por tan maravillosa narrativa. Un Santandereano orgulloso de su tierra.
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar