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Los militares y los acuerdos de paz

Aunque no son lo mismo guerrilleros que militares, el país debe comenzar a aceptar que se les juzgue con el mismo rasero.

Augusto J. IbáñezPedro Medellín T.
11 de diciembre de 2014 - 01:51 a. m.
El general Jorge Enrique Mora (der.), en su faceta como negociador de paz.
El general Jorge Enrique Mora (der.), en su faceta como negociador de paz.
Foto: AFP - YAMIL LAGE

El país debe comenzar a aceptar y entender que sus militares sean juzgados con el mismo rasero con que se va a juzgar a los guerrilleros que firmen la paz con el Gobierno. No se trata de considerarlos como iguales, no lo son. Tanto, que la legislación internacional les confiere el estatus de “combatientes” a los miembros de la Fuerza Pública, en tanto que a los guerrilleros los considera “civiles que toman parte activa y permanente en las hostilidades”. Y por eso los asimila jurídicamente a combatientes, sin que lleguen a serlo. Y esa diferencia cuenta. Pero eso sí, sin perder de vista que unos y otros, abusando de su condición armada, transgredieron los límites. Es uno de los dramas que debe afrontar el país. Por la dureza de los hechos y por la cantidad de víctimas que dejaron.

El trato inhumano dado por la guerrilla durante años a los secuestrados, el uso de armas no convencionales, el reclutamiento de menores, el ataque a zonas no permitidas o la comisión de masacres hacen parte de una larga cadena de delitos de los guerrilleros que se deben castigar. Pero también los casos de desaparición forzada, las torturas, los ataques indiscriminados a poblaciones o los falsos positivos, cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas, también deben ser castigados.

El problema no es jurídico, porque ya existen las bases legales e institucionales suficientes para que los beneficios y los castigos que se apliquen a los guerrilleros que firmen la paz, también se apliquen a los militares que incurrieron en violaciones similares durante el conflicto armado. Incluso, hay antecedentes históricos, como el Decreto 2184 de 1953, con el que el gobierno de la época amnistió a los militares antes de indultar a los guerrilleros, que luego fue ampliado con el Decreto 2062 de 1954, reconociendo grados y sueldos a los militares condenados o procesados por “delitos contra el régimen constitucional y contra la seguridad interior del Estado”.

Colombia ha demostrado una evidente disposición al acatamiento de los compromisos internacionales, cuando desde mediados de los setenta acogió los Convenios de Ginebra, en los que se comprometió a respetar y hacer respetar las reglas de la guerra. Y luego, veinte años después, con la adhesión e incorporación a la legislación interna del Tratado de Roma, que se sometió a la jurisdicción de la Corte Penal Internacional que, con carácter subsidiario y complementario, investigará y castigará los crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad que se hayan cometido, cuando el país no quiera o no pueda investigar y castigar esos crímenes.

Pero no sólo se trataba de una disposición formal en la lucha contra los crímenes internacionales. Con la suscripción se estaba asumiendo el compromiso de perseguir estos delitos en todo el territorio, no permitir su prescripción, ni que sean objeto de indultos o amnistías. Se buscaba que los actores armados, combatientes y civiles en armas mantuvieran un mínimo respeto por los códigos de la guerra. Y que ese estatus les daba unos beneficios, pero en caso de que no respetaran las reglas, también les imponía unos castigos. Se trataba de preservar la vida de los ciudadanos a los que —en virtud del acogimiento— se les dio la condición de “población protegida”.

Este compromiso adquirió un componente importante de obligación jurídica y política en el momento en que la Corte Suprema de Justicia conceptuó que Colombia está ante un conflicto no internacional, pues aquí se cumplen los rasgos de este tipo de conflicto en términos del tipo de contendientes, el territorio en disputa y la estructura jerárquica y funcional de las partes en confrontación. Está tan arraigado el término en esta corporación, que ya lo ha utilizado en distintas sentencias de 2004, 2006 y 2007.

Todo esto implicaba que, una vez se levantara la reserva de siete años pedida por el Gobierno colombiano para investigar y castigar los crímenes de guerra, así como a la guerrilla se le asimiló a combatiente, a las FF.AA. se les reconoció como “parte en conflicto”. Es decir, como uno de los contendientes que deben someterse a las reglas de juego de la guerra y a los castigos que tiene su incumplimiento.

El problema es político. Si bien es cierto el hecho de que con la decisión de acogerse al Tratado de Roma el Estado colombiano se somete a la Corte Penal Internacional, también lo es que los gobiernos, con sus prácticas y discursos guerreristas o pacificadores, han institucionalizado políticamente la condición de las FF.AA. como “parte en conflicto”.

Esta condición no afecta la naturaleza institucional de las FF.AA., ni mucho menos es una degradación de su función estatal. En otros términos, el origen como parte en conflicto, por el señalamiento de la existencia de un conflicto no internacional, y los deberes consecuentes, permite, y de qué manera, implementar justicia en la transición, sin romper el concepto de legitimidad y, obvio, de amparo a las Fuerzas Armadas de un Estado. Todo ello, basado en un acuerdo de paz, en el que eso sí, no hay posibilidad de poner en la mesa los principios fundantes de la Fuerza Pública.

Como ya se dijo, la sociedad debe aceptar que a sus FF.AA., al ser “parte en conflicto”, se les confieren ciertas garantías en su condición de “combatientes”. No sólo al preservar su condición en las acciones de guerra y lo relacionado con el combate. También porque al terminar el conflicto, o cuando se firme el cese de hostilidades, se garantiza la cesación de acciones jurídicas, especialmente contra aquellos que han transgredido las normas del DIH, que pueden acogerse a la justicia de transición y de allí que se siga la ruta que defina el juez.

No hay que olvidar que el denominado trato diferencial para las FF.AA. no necesariamente implica desigualdad y tiene una doble faceta. Por una parte, porque se fundamenta en el deber de garantía que deben cumplir sus soldados. Es decir, en el especial cuidado y obligación que tienen, en medio del combate, de proteger a la población civil. Incluso, la jurisprudencia interna establece que “una grave violación a los derechos fundamentales, la conducta del garante que interviene activamente en la toma de una población, es similar a la de aquel que no presta la seguridad para que los habitantes queden en una absoluta indefensión”. Pero por otra, el trato diferencial también le permite beneficiarse de ciertas ventajas de acuerdo con el camino que definan las autoridades judiciales, en desarrollo de las excepciones fijadas por Colombia en el texto del Tratado, suscrito y ratificado por el país y que en estas páginas analizaremos a fondo en una próxima entrega.

Por Augusto J. IbáñezPedro Medellín T.

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