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Los wayúu tienen su propia escritora

Su última producción literaria de Vicenta Siosi fue ‘El dulce corazón de los piel cobriza’, un cuento publicado por el Fondo Mixto de Cultura.

Jaime de la Hoz Simanca / Especial para El Espectador
07 de abril de 2009 - 11:00 p. m.

Los fines de semana, Vicenta Siosi se sienta alrededor de la mesa, en la sala de su casa, y comienza un ritual de lectura que pareciera no acabar. Vive en una especie de refugio de pequeños cuartos ocultos y cocina improvisada. Dice que prepara varios cuentos y una novela de amor; pero su escritura es lenta, como los pasos de las indígenas de su etnia que a veces tocan a su puerta para realizar una visita extensa y silenciosa.

Ahora, una de esas visitantes descansa en un taburete de madera y cuero fino. No hay diálogos, pues Vicenta no habla wayunaaiki, la lengua en la que se expresa esta mujer de cabellera larga y manta extendida que ha llegado de la Alta Guajira y mira con sus ojos rasgados y tristes.

El agua cae a torrentes, como un diluvio. Es una lluvia antigua que Vicenta ha visto caer desde sus tiempos de niña, allá en Pancho, una aldea de casas de barro conformada por varias rancherías y lugar de paso de los indígenas de la etnia que inventan caminos en busca de un destino que aún no encuentran.

Pancho es uno de sus más profundos recuerdos. Es, digamos, su pequeño paraíso aireado por un viento que sopla acompañado por mucha arena. Es, también, el origen de los cuentos que le han permitido el reconocimiento en el campo literario.

–¿Cuál es el origen del apellido Siosi?

–Se remonta a mi bisabuelo –dice–. Proviene de Italia.

Vicenta cuenta que parte de la historia del bisabuelo aparece en el libro Riohacha y los indios guajiros, escrito por el francés Henri Candelier y publicado en 1893. Toma la vieja edición entre sus manos, abre la página 142 y lee:

“Al fin empieza a amanecer y en los linderos de los bosques encontramos  la llanura. Percibimos un rancho, el de nuestro amigo Vicente Siosi. Desembarcamos…

Vicente Siosi es hoy el mejor guía de La Guajira. Es un buen hombre de unos 40 años, casado con una india inteligente que le enseñó a hablar su lenguaje como un verdadero aborigen. Goza dentro de esta tribu de una gran consideración por la honradez constante de sus relaciones comerciales”.

Los cuentos

Un chinchorro cruza la sala de esquina a esquina, mientras Vicenta continúa sentada, diagonal a una pintura primitivista que muestra el paisaje perdido de la Alta Guajira detrás del rostro severo de un niño de la etnia que se destaca en primer plano.

Sabe mucho de la cultura occidental, como la llama, y dice que rechaza el afán de riqueza que tienen los alijunas. Afirma que a veces luce con jean y blusa escotada, como en Occidente, pero sin dejar de ser wayúu. Se le ha visto, en otros momentos, luciendo una manta de mil colores tapizada con filigranas antiguas. La usa, sobre todo, en los acontecimientos más importantes de su vida.

“Soy y seré wayúu, porque mi abuela lo era y mi mamá también. Cuando muera me enterrarán en Pancho. Soy wayúu: tengo un cementerio, una ranchería y un pasado histórico”, señala.


Vicenta ignora el momento en que decidió ser escritora. Llevaba dentro, eso sí, un millón de imágenes que había acumulado en sus primeros años luego de recorrer las rancherías de las familias cercanas y después de oír las historias encantadas que le refería Josefa, su madre. De Pancho, su lugar de origen, lo que más recuerda son las escenas que inventaba al escuchar que allí llegaron los sacerdotes capuchinos para dirigir un internado de 800 jóvenes de su etnia que miraban con asombro la imprenta traída de Europa y la banda musical que desplegaba al viento, en los actos memorables, canciones con ton y son.

A los ochos años llegó a Riohacha con la intención de continuar los estudios. Al igual que los demás indígenas atraídos por los ecos de la ciudad, se instaló en la periferia, en una casita de barro que se inundaba cada vez que crecía el río Ranchería y obligaba a todos a dormir en hamacas que rozaban las corrientes de agua.

Desde esa edad comenzó a escuchar con detenimiento la sucesión de relatos que hacía avanzar la noche hasta que el alejamiento de la luna obligaba a cerrar los ojos. Vicenta recuerda que escuchaba boquiabierta a su mamá, con recelo, y casi segura de que todo lo que refería no eran más que inventos que salían de su imaginación.

En sus tiempos de bachillerato se nutrió de los cuentos y novelas de León Tolstoi y Horacio Quiroga, entre otros. De aquel aprendizaje espontáneo y constante resultó su primera historia.

–¿Cuál es la historia detras de  ‘Esa horrible costumbre de alejarme de ti’?

–Es mi primer cuento –dice–. Lo escribí para concursar en la Universidad. No ganó, pero un día cualquiera el relato inició un extraño recorrido: se lo presté a mi hermano, mi hermano se lo prestó a una novia, la novia se lo dio a otro hermano; después cayó en manos de un profesor y éste se lo llevó a Justo Pérez, rector de la Universidad de La Guajira, quien me llamó para hablarme de su interés en publicarlo. Posteriormente, apareció publicado en un magazín literario nacional.

El cuento, que muestra el desarraigo de las adolescentes wayúu y su éxodo a la ciudad, antecedió a El honroso vericueto de mi linaje, su segundo cuento, poblado por los antepasados y con el trasfondo de breves episodios como la llegada de los Capuchinos, del tío que se fue a la guerra y de la angustia que sobrevenía después de la inundación de Pancho.

Pero el relato que habría de darle reconocimiento nacional fue La señora iguana, premiado en un concurso nacional de cuento infantil. Allí también estaban su entorno, la inverosímil realidad de la etnia, los rastros de sus ancestros y las acciones cotidianas que terminan convertidas en leyendas. La narración describe una  granja en este lado del río, su madre y decenas de árboles que todos los días recibían baldados de agua en sus raíces.

El cuento fue un reflejo casi fiel de la realidad. Era cierto que por los árboles deambulaban iguanas de diverso tamaño mientras Vicenta las contemplaba desde un chinchorro amarrado en los extremos del quiosco. Era verdad que su mamá odiaba las iguanas. Y tampoco había duda de que el día en que la iguana cayó a tierra sopló un viento del sur, salado y pegajoso.

Esperando la novela

Dice que tiene una novela y varios cuentos inéditos que revisa y corrige hasta la saciedad. Pero, prefiere el silencio, la soledad y un anonimato que es típico de los miembros de su etnia. Su última aparición en los medios ocurrió después de haber ganado el concurso de cuentos. Su producción literaria está en reposo y lo último fue El dulce corazón de los piel cobriza, un cuento publicado por el Fondo Mixto de Cultura y en el que aparecen otros relatos rescatados del olvido.

Desde su refugio habla de literatura cuando decide abrir las puertas y permitir que no sólo el viento del sur vuelva a soplar, sino que los amigos y los familiares de la etnia lleguen para profanar el silencio de aquella casa en la que  podrían aparecer fantasmas de la Alta Guajira, su tierra de sueños.

Esta mujer debió llamarse Vicenta Apshana, pues el apellido que se hereda entre los wayuu es el de la madre y, según afirma, “yo soy wayuu hasta que me muera y cuando muera me enterrarán en Pancho”.

Por Jaime de la Hoz Simanca / Especial para El Espectador

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